En El señor de las moscas, William Golding relata la forma en que un grupo de niños ingleses se comporta en una isla desierta luego de que su avión cae al mar. Al principio todos parecen cooperar para juntar algo comestible, construir un refugio y mantener señales de fuego. Pronto, sin embargo, todo comienza a cambiar: los niños se pelean por todo y el grupo entra en estado de virtual salvajismo.
El drama concluye cuando llega un adulto que restaura alguna semblanza de orden. ¿Alguna semejanza con lo que estamos viviendo? Suponiendo un triunfo, potencialmente amplio, del PRI, ¿viene este partido a restaurar el viejo orden o a construir uno nuevo con visión de futuro?
El sistema priista pacificó al país y creó una plataforma para el desarrollo de la economía, pero no tuvo la flexibilidad necesaria para adaptarse a un mundo cambiante (dentro y fuera). Sus instrumentos, mecanismos y recursos empataban con un mundo simple y una sociedad sometida y nunca se vio ante la necesidad de desarrollar instituciones modernas en lo económico, lo político o en el mundo de la seguridad. Las crisis que hemos padecido en esos tres ámbitos en las pasadas décadas son producto de un sistema de gobierno insuficiente, inadecuado y subdesarrollado: eran gobiernos eficaces, pero —en términos comparativos con el desarrollo de otros países— no buenos gobiernos.
Los dos gobiernos panistas heredaron esas circunstancias y no tuvieron el talento, visión o, simplemente, capacidad de ejecución para construir una nueva estructura institucional, adecuada a un mundo globalizado y a una sociedad demandante. Una consecuencia fundamental de esta realidad es que el PRI nunca tuvo que enfrentar la necesidad de reformarse, como sí les ocurrió a los partidos comunistas de la antigua órbita soviética. La combinación de las carencias del viejo sistema y de la incipiente democracia posterior creó condiciones propicias para el retorno del PRI, misma que el (presunto) equipo ganador supo explotar con magistral habilidad.
Desde esta perspectiva, hoy el país enfrenta muchos de los mismos problemas de antes pero en un entorno radicalmente distinto y es este contexto el que es relevante para analizar las potenciales implicaciones del retorno del PRI a la presidencia. Me parecen clave tres aspectos: qué pretenderían hacer los priistas, qué sería posible y cuál sería la dinámica del proceso. Tratándose de una mera especulación, concluiré con la pregunta planteada al inicio.
A nadie le debe quedar ni la menor duda que los priistas —así, en masa— vienen por la restauración integral del viejo sistema. Lo anterior no implica que todos los integrantes de ese partido tengan un mismo objetivo, que haya consenso entre sus distintos contingentes o que todos alberguen el deseo de que así ocurra. El propio presidente electo seguramente se encontrará confrontado con su propio equipo y apoyos respecto a si enfocarse hacia la restauración o hacia el futuro.
Es en este sentido que no es difícil imaginar a muchos gobernadores verdaderamente ansiosos ante la posibilidad de que se intente recentralizar el poder para dejarlos sin instrumentos, sobre todo los enormes presupuestos discrecionales, para seguir actuando sin tener que rendir cuentas. Sin embargo, el “lenguaje corporal” del conjunto de priistas que se ve representado por el (presunto) ganador de la contienda expresa una perspectiva muy clara: el objetivo es recuperar lo perdido, restaurar controles, instalar un “buen” gobierno y no volver a perderlo jamás.
Suponiendo una mayoría legislativa (porque sin eso la restauración deja de ser posible), imagino que los próximos meses serían tensos y muy activos, caracterizados por circunstancias como las siguientes: aprobación de un sinnúmero de iniciativas (intencionalmente) atoradas en la Cámara de Diputados en los últimos meses o años; complejas y arduas negociaciones presupuestales con los gobernadores; reorganización del aparato de seguridad, con énfasis en restablecer controles verticales; restablecimiento de las alianzas con sindicatos clave y sus liderazgos; dureza frente a los medios electrónicos; señalamiento personalizado sobre diversos periodistas; y, sobre todo, medidas que “hagan sentir” la presencia de un gobierno activo, competente y decidido a cambiar el rumbo. La evidencia presentada durante la campaña muestra que se intensificará el espionaje de personas y organizaciones sociales y que se llevará un marcaje personal con criterios de control político e intimidación, distintos e independientes de los asuntos de seguridad nacional, criminalidad y narcotráfico. Mucho de esto será bienvenido por una población ávida de un gobierno eficaz, mucho serán ejercicios de prueba y error tratando de imponer tantos controles como sea posible. Las tensiones serían grandes.
Quizá la mejor manera de explicar lo que anticipo vendrá es ejemplificar con lo que ha ocurrido en Rusia. Luego de la era soviética y sus prácticas totalitarias, Yeltsin constituyó una era de libertad o libertinaje, como uno quiera verlo, pero con mucho desorden en el gobierno, las privatizaciones y la vida cotidiana. Putin llegó a imponer el orden, eliminando muchas de las libertades que la sociedad rusa había ganado, pero sin retornar íntegramente al viejo sistema. La sociedad agradeció el orden pero lamentó la pérdida de libertades, el asedio a los empresarios grandes (los llamados oligarcas) y, sobre todo, la virtual desaparición de medios de información independientes (fuera de internet). Toda proporción guardada, esta parece ser una guía para visualizar lo que presumiblemente vendrá: no el autoritarismo de los cincuenta pero muchos más controles y restricciones. El factor clave de lo que haría, o intentaría hacer, el próximo gobierno dependerá de su grado de control del proceso legislativo: en caso de tener mayoría en ambas cámaras, el proyecto restaurador dominaría el proceso.
Quizá la especulación más interesante que se puede hacer en este momento es sobre el choque que seguramente experimentarán los integrantes del nuevo equipo cuando se encuentren con que no todo lo que ha ocurrido en estos años ha sido producto de la incompetencia o incapacidad de ejecución de los gobiernos panistas. El nuevo gobierno se enfrentará a poderes reales (como los “fácticos”) que no se dejarán mangonear con facilidad y tendrá que escoger sus batallas porque no podrá pelearlas todas. Lo mismo ocurrirá con los gobernadores, acostumbrados a los beneficios de la descentralización del poder sin rendición de cuentas (de lo cual el propio Peña es el mayor beneficiario): ¿se buscará un nuevo modelo de federalismo o la reconcentración del poder presidencial? Dentro del propio círculo gubernamental se encontrará con entidades de regulación que han vivido dentro de un ambiente de autonomía que no cejará nada más porque sí. Acostumbrados a la férrea disciplina y virtual ausencia de crítica periodística del Estado de México, el nuevo grupo pronto se encontrará con un entorno mediático crítico, voraz y muy poco tolerante. Como todo gobierno nuevo, intentará “meter orden”, implementar programas novedosos y mostrar una clara diferencia respecto al pasado. Rápido confrontará una crítica igual por parte de expertos, intereses particulares y charlatanes respecto a la pertinencia de sus propuestas o acciones. En pocas palabras, los choques —y los intentos por marcar límites en ambos sentidos— serán el pan de cada día de los primeros meses.
El principal choque será el que tendrá lugar entre el intento por restaurar y la terca realidad. Desde el “divorcio” del PRI y la presidencia, el gobierno ya no cuenta con el instrumental que caracterizaba al Ejecutivo hace décadas y la mayor parte de los medios que antes estaban a su disposición simplemente desapareció. La sociedad se ha tornado mucho más compleja; los llamados “poderes fácticos”, antes dentro del espacio de control priista, ahora navegan en sus propios mares; la realidad económica internacional —comenzando por el TLC— le impone límites reales a la autonomía de un gobierno; las cadenas productivas inexorablemente vinculan al país con el exterior; la comunicación e internet constituyen factores reales de poder; la sociedad tiene medios de acción que hubiesen sido inconcebibles en la vieja era priista. En suma, el mundo de hoy no es como el de los sesenta y pasarán meses de “vencidas” y forcejeos hasta que se establezca el nuevo punto de equilibrio entre la sociedad y el gobierno.
El devenir del próximo gobierno dependerá de la forma en que se resuelva el choque de expectativas y la visión de desarrollo que impulse el presidente. El choque ocurrirá y será su capacidad de adaptación la que determine el resultado, el nuevo punto de equilibrio entre la lógica de restauración y la de funcionalidad de un gobierno en la vida real. La pegunta que me parece más importante es si el presidente, a diferencia de los priistas, verá ésta como una oportunidad para construir instituciones (en todos los ámbitos) que le den al país décadas o siglos de desarrollo futuro. No tengo duda que el común denominador de los priistas procurará regresar a lo de antes y restaurar lo perdido. Pero también podría darse una marcada diferencia entre la lógica grupal y la personal, que a partir de ahora no necesariamente serán coincidentes: para el presidente el tema comienza a ser de trascendencia y de la oportunidad de transformar realmente al país: en otras palabras, ver hacia el futuro y no contentarse tan sólo con restaurar. Lo primero implicaría sumar a todas las fuerzas políticas; lo segundo, reabrir la puerta a la rapiña. Será un momento neurálgico.
La pregunta con que inicié es pertinente: ¿lo que viene es sacar a los ineptos y restaurar la capacidad de gobierno (que hace décadas no existe) o construir algo distinto para que los que regresan no lo hagan meramente para destruir? La historia sabe que los priistas se caracterizaron por su gran capacidad de ejecución, pero no por la calidad de sus gobiernos: no es la misma cosa, y mientras más rápido lo reconozca el presidente electo mejor será su desempeño.
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