¿Habrá algo relevante que los estudiosos de la era priísta nos puedan decir sobre la actualidad? Me he pasado algunos días releyendo la literatura sobre esa época del sistema político y me encontré con perspectivas y conceptos que, además de interesantes, son reveladores. Particularmente interesante es la noción de que en aquel tiempo la ventaja de México sobre países como Brasil tenía que ver con el elevado grado de consenso al interior de nuestras élites, situación que ahora se ha invertido, con importantes consecuencias.
El sistema político mexicano era toda una curiosidad para los estudiosos, sobre todo extranjeros, que pretendían comprenderlo y explicarlo, en conjunto o en partes. Además de aportaciones a facetas específicas del proceso, algunas de las disquisiciones más teóricas, sobre todo de estudiosos como Samuel Huntington, Guillermo O’Donell y Philippe Schmitter, son excepcionalmente relevantes en la actualidad porque permiten repensar la realidad nacional.
Aunque cada uno de estos estudiosos aportó sus propias ideas y perspectivas, muchas de ellas muy contrastantes entre sí, su caracterización del sistema político mexicano brilla por lo que no ha cambiado. Me explico. Entre sus caracterizaciones sobre la realidad política del país se encuentran las siguientes: es un sistema elitista; la participación política se mantiene al mínimo; las masas son utilizadas y manipulada; la participación política no entraña actividad política independiente. Releyéndolos, lo impactante es que lo que ha cambiado es el beneficiario del sistema, no el sistema mismo: antes estos elementos se empleaban como mecanismos de control desde el ejecutivo, usualmente a través del PRI. Hoy la élite mexicana se encuentra dividida y fragmentada. En alguna forma, el poder, a ese nivel, se ha “democratizado”. Pero nada de eso ha modificado la realidad de la población, que sigue siendo manipulada, utilizada y controlada. Aunque sin duda la libertad individual es incomparablemente superior, el control y manipulación que antes ejercía el presidente ahora lo ejercen diversos intereses y grupos políticos, usualmente en los sindicatos y partidos.
Schmitter observaba que la diferencia entre Brasil y México en aquel momento era que en México las élites se caracterizaban por un elevado grado de integración y consenso, mientras que las brasileñas experimentaban un bajo grado de cohesión. Según este autor, la unidad de propósito de las élites mexicanas de aquella época permitía la toma efectiva de decisiones en tanto que la falta de cohesión producía parálisis crónica y estancamiento en Brasil. Como han cambiado las cosas…
Huntington teorizaba sobre las consecuencias de un crecimiento desmedido de las demandas de la población y de sus expectativas en un sistema político sin capacidad de respuesta y ejemplificaba esa situación con Brasil, en contraste con México. Hoy podemos observar lo preclaro de esas observaciones. Mientras que Brasil ha logrado transformar sus procesos de decisión, nosotros hemos observado su mero deterioro, con el consecuente riesgo de desintegración del sistema político que Huntington temía entonces.
Los análisis de estos estudiosos sobre el México de entonces nos permiten entender mucho de lo que ha cambiado y de lo que no ha cambiado. Quizá fuera simplista afirmarlo, pero parece evidente que la sociedad mexicana ha cambiado mucho, en tanto que el sistema político se quedó atorado en la historia. Sin duda cambió la institución presidencial, pero el sistema mismo permaneció estático.
Por ejemplo, seguimos teniendo una cultura política autoritaria y patrimonialista. Algunos tildan esto de “democracia sin demócratas”, pero visto en la perspectiva conceptual que nos aportan estos estudiosos, lo que parece más certero es afirmar que tenemos un sistema político autoritario en proceso de desintegración sin que la democracia haya cobrado forma o echado raíz. En lugar de participación ciudadana y competencia por su participación, los partidos preservan una cultura de control más propia de un sistema autoritario, ejercen un patrón vertical de gobierno interno, utilizan a la población como masa inerte y toda su lógica es patrimonialista y personalista, todo dentro de un marco corporativista. Peor, lo que Huntington ya anticipaba, este tipo de evolución no podía más que producir un deterioro de la autoridad, además de su creciente fragilidad.
En cierta forma, todo lo que estos estudiosos apreciaban del sistema político de entonces como clave para el éxito del llamado “milagro mexicano” se ha revertido. Desapareció el centro de autoridad política que le daba estabilidad al sistema e integración a las élites que permitía que se forjara un consenso, así fuera impuesto desde arriba. Y todo eso ha llevado, en palabras de Huntington, a una fragilidad permanente por la ausencia de autoridad. Estos estudiosos, sobre todo O’Donell, veían a México como una solución y a Brasil como un problema. Allá no existía coherencia que integrara a las élites en un proceso efectivo de toma de decisiones, lo que se traducía en luchas intestinas entre éstas, convirtiéndose en una fuente permanente de inestabilidad.
¿Qué dirían estos estudiosos del México de hoy? A juzgar por sus escritos tanto de entonces como los más recientes, no cabe la menor duda que su primera afirmación sería que el mexicano dejó de ser un sistema político autoritario estable para convertirse en uno corporativista inestable que podría igual consolidarse que sucumbir a una revolución o institucionalizarse gradualmente hasta emerger como una sociedad democrática.
Aunque no hay certezas y los riesgos son muchos, sobre todo porque cada reforma que se aprueba tiende a cerrar espacios, hay razones para ser optimistas y no es evidente que el país continuará siendo disfuncional hasta el fin de los tiempos. En paralelo al deterioro del sistema político, la sociedad ha cambiado: han emergido organizaciones civiles, entidades autónomas, mecanismos dedicados a demandar rendición de cuentas, los migrantes han abierto un mundo de conocimiento e información sobre otras formas de vivir, las mujeres han transformado el mercado laboral y la realidad familiar, la transición demográfica va a dejarnos una abrumadora mayoría de jóvenes que no creen en las soluciones mágicas de antaño que nos recetan priístas y expriístas y, no menos importante, la sociedad de hoy, aunque poco organizada para gobernarse, está claramente indispuesta a tolerar un todavía mayor deterioro.
Hay, pues, razones fundadas para ser optimistas respecto a la posibilidad de que acabemos institucionalizando un sistema político más eficaz.
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