Nuestros políticos son una extraña combinación de inmovilismo y arrojo. Llevan años evadiendo acciones y respuestas que son necesarias, en parte porque la sociedad mexicana está muy dividida respecto a qué hacer, pero también porque no han emergido líderes capaces de encabezar un proyecto de cambio sensato y razonable. A pesar de ello, de vez en cuando presenciamos ejemplos de gran arrojo, decisiones súbitas de actuar, como si la prisa fuera substituto de la lógica y de la comprensión cabal de los asuntos públicos. La combinación de inacción y arrojo, además de perversa, es por demás riesgosa porque se sustenta en una visión interesada y falaz del mundo. Nada bueno, nada que contribuya al bienestar de la vida de la población, puede resultar cuando así actúa la clase política.
Estamos presenciando un proceso de debate sobre el tipo de reformas políticas que requiere el país para poder funcionar. Como es natural, los planteamientos que se han venido presentando reflejan posturas contrastantes. Algunos políticos, comenzando por el presidente y el líder del PRI en el senado, han hecho planteamientos fuertes y claros. Diversos analistas han aportado valiosas perspectivas y evaluaciones sobre los costos y beneficios de distintas posibilidades de reforma. Todos reconocen algo esencial: el diseño de las instituciones –los incentivos que éstas alberguen tanto para quienes las encabecen y operen como para la ciudadanía- es determinante en la consecución o fracaso de la reforma. Un buen diseño puede abrir oportunidades y generar respuestas positivas, en tanto que uno malo puede traducirse en todavía más parálisis.
En años recientes hemos observado vastos intentos fallidos de reforma. La forma en que fueron privatizados los bancos –con mínimos requerimientos de capital- llevó a su desastroso colapso unos años después. La reforma electoral de 2007 no resolvió los problemas electorales y si, en cambio, polarizó a la sociedad. La forma y contenido de las reformas es clave para su éxito; no es suficiente tener buenas intenciones: al revés, en el proceso de reforma lo fundamental es reconocer que siempre habrá vividores y personajes abusivos que harán el peor uso de las instituciones. En consecuencia, lo crucial es meditar sobre el panorama completo y no dejarse llevar por concepciones falaces o puramente interesadas de la realidad.
El debate ejecutivo-legislativo se ha concentrado en una serie de temas que modificarían la relación entre los dos poderes públicos. Entre los temas en discusión se encuentran la ratificación del gabinete por parte del senado; la reelección de legisladores y presidentes municipales; y la constitución de una figura ejecutiva nombrada por el poder legislativo: un jefe de gabinete. Cada uno de estos temas implicaría una reconformación sustantiva del funcionamiento político del país. La ratificación del gabinete sometería a la consideración de los legisladores nombramientos que, hasta hoy, han sido privilegio del ejecutivo. La reelección de legisladores y presidentes municipales modificaría la relación entre los legisladores y los electores, a la vez que transformaría los vínculos entre candidatos y partidos; la reelección de presidentes municipales permitiría, de ser exitosa, cambiar los incentivos de la autoridad administrativa más cercana a la población para llevar a cabo proyectos de más largo plazo y, sobre todo, que exista un responsable de los resultados. La creación de una figura semiparlamentaria de primer ministro, como la que existe en Francia, alteraría nuestro modelo presidencial de raíz.
Todos y cada uno de estos temas y propuestas amerita una discusión seria. Como ideas y planteamientos son exquisitos y permiten imaginar alteraciones sustanciales en los incentivos que hoy motivan a nuestros políticos y representantes. Sin embargo, ninguno puede llevarse a la práctica si no se consideran, y resuelven, todas las aristas que entrañan.
El tema de la reelección de legisladores y presidentes municipales es particularmente delicado. Las ventajas de la reelección son muchas y muy obvias. La ausencia de reelección procrea incentivos para un mal desempeño y promueve la irresponsabilidad de quienes gozan -al menos en la formalidad- de la representación popular o encabezan la administración local. Desde una perspectiva ciudadana, la reelección permitiría profesionalizar a los legisladores y presidentes municipales, acercar a ambos con la ciudadanía y fortalecería la permanencia, sujeta a la decisión de los votantes, de funcionarios confiables y conocedores de los temas clave para el país. Aunque la circulación de los políticos en el poder tiene beneficios, en nada se comparan con los que arrojaría la existencia de legisladores experimentados, capaces de ser interlocutores confiables para sus contrapartes tanto en su ámbito inmediato como en el conjunto de la vida pública. Lo que no es obvio es que estas ventajas se lograrían con las reformas propuestas.
Como todo en nuestro escaso debate, el problema está en la realidad. En la vida real de nuestro país, los gobernadores son dueños de los procedimientos electorales, las nominaciones de candidatos y el flujo de recursos. Un gran proyecto de rediseño institucional puede naufragar en el punto más vulnerable: ahí donde los gobernadores tienen control absoluto. Desafortunadamente, los gobernadores son dueños de los partidos a nivel local, dominan el proceso de distribución de fondos públicos y controlan a los institutos electorales estatales. Con ese marco de referencia, parece un tanto inocente la noción de que la reelección de presidentes municipales o legisladores sería decidida por la ciudadanía. No es difícil imaginar un escenario en el que la reelección acaba convirtiéndose en un instrumento en manos de los gobernadores para que, a través del partido, impongan sus preferencias sobre quien se reelige y quién no, en aras de perpetuar su poder: exactamente lo contrario de lo que proponen las iniciativas de reforma.
El México real es mucho más duro y complejo de lo que sugieren los debates de ideas. La noción de que cambiando un aspecto de nuestra vida política, por crucial que éste fuera, llevaría a una transformación general del país es extraordinariamente ingenua. Pero no tiene que ser así: como parte de las reformas podría crearse un Instituto Nacional de Elecciones –un IFE con responsabilidad sobre todas las elecciones en el país- a fin de proteger a los candidatos, restringir a los gobernadores y darle una mejor oportunidad de éxito a una reforma tan ambiciosa como ésta. Sin ello las reformas propuestas no harían sino profundizar el cadalso.
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