Las campañas presidenciales siempre crean un espacio propicio para replantear la dirección del desarrollo del país. Hasta la fecha, los candidatos a la presidencia han criticado diversas facetas del desempeño del gobierno actual pero nunca parecen alejarse demasiado de su lectura, con frecuencia muy peculiar, de las encuestas. Los candidatos critican esta o aquella faceta del gobierno si creen que eso les va a generar apoyo entre los votantes. Ninguno, sin embargo, ha comenzado a definir un nuevo proyecto de desarrollo que coincida con sus propios objetivos –y, por supuesto, mucho menos con las necesidades del país.
Desafortunadamente, prácticamente ninguno de los candidatos está viendo hacia delante. Lo típico es presentar una gran visión que, en realidad, constituye una extrapolación de algún momento histórico del pasado que se convierte en una fuente de inspiración para el candidato o partido específico. Unos sueñan con restaurar la estructura económica de los sesenta, mientras que otros se imaginan la articulación de un nuevo pacto político al estilo de la Convención de Querétaro en 1916 y 1917. Algunos ofrecen preservar la estabilidad macroeconómica que con gran lentitud ha venido cobrando forma, pero luego no parecen saber qué harían con ella. Por donde uno le busque, en la oferta política actual domina el pasado.
El gobierno, las políticas de desarrollo en general y la política económica en particular, son medios para un fin. El objetivo del gobierno debería ser el de hacer posible el desarrollo. Por décadas, la política de desarrollo consistió esencialmente en utilizar el gasto público de la manera mas discrecional y arbitraria posible para promover a las empresas y sectores más atractivos para la burocracia. La conjunción de gasto público, subsidios y toda clase de mecanismos de protección a la industria permitió que la economía creciera, en muchos años a tasas verdaderamente significativas, pero el desarrollo nunca se logró. En todos esos años, la industria creció, pero el campo se descapitalizó; las importaciones se incrementaron, pero las exportaciones nunca cobraron forma; las tasas de crecimiento fueron elevadas, pero la riqueza se concentró. Aun si el mundo no hubiera cambiado de manera tan dramática por la globalización, la caída del muro de Berlín y el Internet, la noción misma de volver hacia el pasado sería absurda. Con esos cambios tal pretensión es futil y por demás ingenua.
Quizá sea natural referirse al pasado para pensar sobre el futuro. Pero lo que los mexicanos requieren hoy no es más de lo mismo, sino la apertura de oportunidades con las que quizá han soñado, pero a las que nunca han tenido acceso. El mundo del pasado, tanto en su vertiente política como en la económica, limitaba las oportunidades a los privilegiados del régimen y a los que tenían la habilidad y las agallas de encontrar oportunidades por sí mismos. En la actualidad, el gobierno no tiene mayores opciones: en primera instancia, puede tratar de centralizar nuevamente la concesión de oportunidades, lo que implicaría, para todo fin práctico, discriminar en contra de cien millones de mexicanos. En segundo lugar, podría seguir haciendo lo mismo que ha hecho a lo largo de muchas décadas: hacer como que cambia para que todo siga igual. Es decir, podría seguir protegiendo, de facto, a un sinnúmero de grupos, intereses y empresas, seguir favoreciendo a algunas actividades o regiones y manteniendo una estructura regulatoria que, al concederle facultades arbitrarias a la burocracia, paraliza todas las inversiones y decisiones que no cuentan con un marco legal certero (en contraste con lo que ocurre con todo lo relacionado al TLC).
Su tercera opción sería la de romper con el pasado. Es decir, reconocer lo valioso que existe y desechar lo demás en aras de construir una estructura institucional capaz de liberar las fuerzas y potencialidades de los mexicanos para construir un mundo mejor. Lo valioso del pasado es sumamente valioso, pero también sumamente limitado. No hay duda que ha habido un avance significativo en el ámbito electoral (con el IFE y el Tribunal Federal Electoral), en el ámbito del ahorro (con la creación de las afores), en la focalización del gasto social (con el Progresa) y con la concientización de la sociedad respecto a los riesgos de la inestabilidad macroeconómica. Todos estos son activos valiosos, pero son condiciones necesarias, mas no suficientes, para construir el desarrollo. De hecho, muchos de estos avances han tenido lugar en un entorno plagado de intereses deseosos de impedir cualquier avance y que, en muchos casos, se han salido con la suya. Si el próximo gobierno no rompe con esa colección interminable de obstáculos, va a sucumbir ante ellos.
Las décadas de crisis, burocratismos y abuso gubernamental han dejado una profunda huella en la naturaleza del mexicano. Aunque el PRI todavía podría seguir beneficiándose del temor que el mexicano ha desarrollado hacia cualquier cambio por el riesgo de una crisis, eso no implica que el ciudadano promedio le tenga el menor respeto o que crea en el gobierno. Una de las grandes ironías del comportamiento político del votante típico en los últimos años ha sido el radicalismo en su demanda por cambios profundos (y en su lenguaje), pero a la vez muy conservador en su manera de votar, al menos hasta ahora. Esta combinación acaba siendo letal porque le da su voto a un partido pero no la legitimidad. El gobernante sabe entonces que puede abusar sin mayor riesgo por una legitimidad que nunca tuvo. A menos de que se rompa este círculo vicioso, el país seguirá evolucionando de una manera mediocre y sin lograr una transformación certera y convincente.
No se puede romper a medias con el pasado. Eso es lo que, en última instancia, intentaron los tres gobiernos más recientes, con resultados que, vistos en perspectiva, son magros. Ciertamente ha habido avances en diversos frentes, pero nadie puede negar que, si uno acepta que lo importantes es el ingreso per cápita, la calidad de vida y la posibilidad de que cada mexicano puede decidir sobre su vida, los avances distan mucho de ser trascendentales. Nada de esto implica que las políticas exitosas de la última década y media hayan sido erradas. Todo lo contrario: el problema es que no han sido suficientes. Ha habido proyectos valiosos, algunos cambios significativos pero, en el conjunto, los avances no han sido suficientes para romper con los obstáculos del pasado. Quizá la lección más importante de todos estos años es precisamente que no se puede avanzar con cambios pequeños y graduales, porque éstos acaban fortaleciendo a los intereses creados en que nada cambie. Desde esta perspectiva, la ola de crecientes ofrecimientos y promesas de descuentos, subsidios y apoyos que promete, un día sí y otro también, el candidato del PRI, no hacen sino confirmar que la visión que tiene es la de retornar a un pasado milagroso que, evidentemente, nunca existió. El país requiere de cambios de fondo no porque, en general, los recientes hayan sido malos, sino porque todos han sido insuficientes y no lograron el cometido de mejorar sensiblemente los niveles de vida del conjunto de los mexicanos. Hay que ir más adelante en lugar de retroceder.
Romper con el pasado implica construir una nueva manera de concebir la función gubernamental. Es decir, desarrollar un nuevo paradigma sobre el papel que debe desempeñar el gobierno en el desarrollo del país. Si bien la apertura a las importaciones, la apertura política y las privatizaciones han abierto oportunidades significativas para los mexicanos, la realidad es que los principales beneficiarios han sido los consumidores. Con todos los abusos que la burocracia siga haciendo suyos y a pesar de los privilegios de que todavía gozan muchos intereses particulares, los consumidores hoy gozan de una enorme libertad de acción, un enorme avance dada nuestra historia. Sin embargo, eso no ocurre con los inversionistas o potenciales empresarios. Crear una empresa sigue siendo una monserga burocrática; a diferencia de lo que ocurre en otros países, competir en el mercado mexicano, sobre todo en algunos sectores, como la telefonía, es algo simplemente vedado a cualquiera excepto los grandes colosos mundiales -y sus profundas talegas- en sus respectivos sectores. En una palabra, los impedimentos para progresar son enormes. Puesto en otros términos, no es sólo que la materia prima empresarial sea de por sí limitada, sino que todo el aparato gubernamental con frecuencia parece diseñado para hacerla imposible. La máxima paradoja acaba siendo exhibida cuando el gobierno –federal o uno estatal- promueve la instalación de una planta industrial importante, sólo para hacer prácticamente imposible que se creen y desarrollen otras empresas a su derredor. A nadie debe sorprender la existencia de empresas informales.
La función del gobierno es hacer posible el desarrollo mediante la creación de condiciones para que éste sea posible. Esto ya no implica protección y subsidios, sino infraestructura, Estado de derecho, una verdadera reforma educativa, competencia real en la actividad económica y un entorno macroeconómico estable. Algo se ha avanzado en estos ámbitos, pero los avances son claramente insuficientes. La opción es entre seguir haciendo como que se promueve el desarrollo sin en realidad romper los impedimentos que por décadas lo han hecho imposible, o romper con el paradigma de la arbitrariedad burocrática, modernizar la función gubernamental de una vez por todas y convertir al gobierno en un promotor desinteresado de la actividad económica por medio de reglas generales y regulaciones equitativas. O sea, algo que no está en oferta, más que marginalmente, por parte de la mayoría de los candidatos.
En una palabra, la opción es volver al pasado o romper con él. Volver al pasado implica cerrar las puertas, preservando lo que es insuficiente para lograr una prosperidad general. Lo que los mexicanos requieren es la oportunidad de ver hacia adelante a través de las oportunidades que se vayan presentando. Es decir, romper con el pasado utilizando lo valioso de lo existente pero acabando con los fardos que impiden progresar y construyendo una estructura institucional que abra opciones para todos. Esto creará oportunidades generales que cada individuo tendrá la posibilidad de aprovechar. El gobierno no puede ser responsible más que del entorno; el desarrollo de las oportunidades solo puede ser producto de la habilidad individual. Ese es el paradigma que hay que adoptar, en forma cabal.
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