Saltar etapas

Salud

Hay dos maneras de intentar avanzar el proceso de desarrollo de una economía. Una es replicar la experiencia histórica de los países hoy desarrollados; la otra es tratar de saltar etapas. El primer camino, que sería la manera ortodoxa de encauzar la política económica de un país, implicaría ir siempre atrás de los demás. El segundo camino, debidamente construido, permitiría aspirar a igualar, si no es que superar, a los países hoy desarrollados. No se requiere ser un genio para preferir a Singapur o Irlanda, España o Corea sobre el montón de naciones que sigue intentando llegar a ninguna parte. Pero en México parecemos condenados a copiar lo que no funciona.

A pesar de que ha habido importantes esfuerzos por elevar los niveles de eficiencia de la economía mexicana, desarrollar exportadores y atajar los impactos de los cambios sobre la población más pobre del país, es evidente que los resultados no son satisfactorios. La necesidad de repensar la forma de conducir el desarrollo de la economía no requiere mayor justificación. Sin embargo, no cualquier forma de reorientar la economía resolvería el problema y si, en cambio, podría producir resultados mucho peores.

Una forma de proceder, que parece ser la que goza de amplio apoyo en los sectores tradicionales del priísmo y perredismo, consistiría en regresar a los “orígenes”, es decir, recrear los cimientos establecidos por la Revolución Industrial, a la vez que se fortalece la base campesina de la agricultura y, con ello, sentar las bases para una estructura económica sólida, capaz de soportar la trasformación hacia la modernidad que el país no logró a lo largo del siglo XX. Como proyecto académico, la propuesta suena no sólo lógica sino hasta razonable. A final de cuentas, ese fue el camino que siguieron países tan distintos como Alemania, Estados Unidos, Francia, Japón y otros países que hoy son desarrollados. Desde luego, el problema evidente de una estrategia como esa reside en que en el tiempo en que esos países llevaron a cabo la construcción de su desarrollo no había alternativa. Más importante, si siguiéramos ese camino estaríamos condenando a los mexicanos a la pobreza de manera permanente.

La manera más simple de apreciar las implicaciones de optar por una estrategia de esa naturaleza es observar a China: ese país se ha dedicado a minar todos los conceptos fundamentales del desarrollo y, sobre todo, de hacer irrelevante una estrategia de la naturaleza antes descrita. En las últimas décadas, prácticamente todos los procesos industriales se han convertido en mecánicos y reproducibles. Industrias como la automotriz, química, farmacéutica, electrónica y de computación, que representan la abrumadora mayoría del PIB industrial, se han transformado de tal forma que ahora producen mercancías más que productos excepcionales. Hasta hace algunas décadas, cuando los técnicos se referían a mercancías hablaban de cosas naturales: minerales y vegetales y éstos se comerciaban en los mercados de commodities (oro, plata, jugo de naranja, granos, etcétera). Hoy en día, esa definición de mercancías incluye a toda clase de productos químicos y farmacéuticos, cajas de velocidades, teclados de computadoras y demás.

Pretender competir en esos mercados implicaría extraordinarios esfuerzos en dos frentes: por un lado, elevar dramáticamente el nivel de productividad general de la economía mexicana (algo urgente pero que no hemos podido lograr de manera significativa en muchos años); por el otro, aceptar reducciones igualmente dramáticas en el salario real de la fuerza de trabajo, para compensar la falta de crecimiento en la productividad. Algo similar habría que hacer en el campo mexicano. El gobierno podría emplear todos los subsidios, mecanismos de protección y créditos baratos que tuviera a su alcance para intentar recrear la historia vieja de los países hoy desarrollados para, a final de cuentas, encontrarnos con productos chinos en cada esquina. Es decir, tendríamos que reducir los salarios reales para poder competir con el chino menos productivo. Como que no suena a una estrategia deseable.

La alternativa consistiría en aprender lo que han hecho no los países que llevan más de un siglo en el desarrollo, sino aquellos que lograron dar el “gran salto” hacia el crecimiento acelerado en las últimas décadas. El común denominador de todas esas naciones no es la fortaleza de su industria o la preservación del viejo campesinado, sino la adopción de estrategias de desarrollo consistentes en saltarse etapas, construir una nueva plataforma de crecimiento, todo ello fundamentado en la economía de servicios o, al menos, en servicios de alto valor agregado ligados a la industria y la agricultura.

Se trata de dos maneras de concebir al mundo: una que tiene un horizonte de décadas o siglos para madurar, y otra que puede transformar a un país en una generación. Los chilenos no son genios ni seres humanos sobre dotados; el gran mérito de su gobierno consistió en crear condiciones propicias para que industrias tradicionales como la agricultura, la minería y la pesca se transformaran aprovechando ventajas comparativas y agregando servicios (marca, logística, calidad y tecnología) a productos ya existentes. El gobierno creó las condiciones para que, en un entorno de competencia, las empresas se transformaran. Y, por cierto, las dislocaciones al inicio fueron monumentales.

Irlanda es otro ejemplo extraordinario: en lugar de pretender construir el pasado, cambiaron cuatro cosas (quitaron toda restricción y obstáculos a la inversión, nacional y extranjera; redujeron el impuesto sobre la renta al12.5% parejo; cambiaron su ley laboral para hacer mucho más fácil la contratación de empleados; y dedicaron todos sus recursos no a la construcción de infraestructura, sino al desarrollo de capital humano, es decir, de salud y una educación fundamentada en un paradigma de desarrollo científico y tecnológico). Cuatro medidas, todas ellas contrarias a la ortodoxia de quienes se aferran a las viejas medidas de desarrollo estructural, permitieron sacar a una población mayoritariamente pobre, sin educación y sin esperanza, del hoyo en que estaba y la colocaron por encima del promedio europeo.

El país está ante una tesitura, tanto política como económica, que es por demás delicada. Un empujón (y un poco más…) en la dirección apropiada nos podría colocar en un nuevo plano de desarrollo, con potencial no sólo de sacar al país de su letargo y de la pobreza de su población, sino también de abrir fuentes de desarrollo y esperanza que hoy parece impensables. Un empujón en la dirección contraria nos colocaría al borde del cadalso. La disyuntiva es bastante obvia.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.