En los setenta, cuando los países anglosajones se sentían acosados por los productos japoneses, Charles Tilly publicó un artículo sobre el efecto paradójico de la segunda guerra mundial sobre los países industrializados. El corazón de su argumento era que los países que habían sido devastados al final de la guerra no habían tenido más alternativa que construir una nueva planta industrial. Por su parte, naciones como Inglaterra y Estados Unidos habían experimentado continuidad en su base industrial misma que, veinte años después, evidenciaba rasgos de vejez. La devastación había obligado a construir lo más moderno en tanto que la continuidad había acelerado el envejecimiento económico. Algo así me parece que podría estar ocurriendo en el panorama de la seguridad pública en el país.
Por décadas, la seguridad en el país se procuró por medios informales desde un Estado autoritario que administraba, más que impedía, la criminalidad. En los últimos lustros, las apariencias han cambiado pero las realidades se tornan cada vez más agudas. El caso de la ciudad de México es paradigmático: desde el inicio de los noventa el DF comenzó a experimentar una acusada descomposición en el ámbito de la seguridad. El secuestro cobró dimensiones industriales, el asalto una forma de vida. Las manifestaciones y plantones se convirtieron en el instrumento predilecto del régimen local y la inseguridad crecía sin cesar. Muchos chilangos emigraron a Puebla, Monterrey y otras latitudes en busca de tranquilidad. En los últimos dos o tres años este patrón se ha invertido: ahora la migración interna ha sido hacia la ciudad de México, percibida como más segura que lugares como ciudad Juárez, Tampico, Chihuahua o Monterrey.
La pregunta es si hubo un cambio cualitativo o uno meramente de percepciones: ¿se comenzó a construir un nuevo aparato de seguridad, sujeto a controles democráticos o simplemente se hizo mejor lo que por algunos años se había hecho mal? Mientras los índices de delitos graves en el DF han disminuido, el ascenso de la violencia abierta en diversas zonas del país ha aumentado de manera dramática. Muchos norteños han migrado a la ciudad de México simplemente huyendo de la violencia. Sin embargo, es necesario preguntar si la seguridad en la ciudad de México realmente ha mejorado y, si sí, si es sostenible o meramente producto circunstancial de una administración más eficaz.
El colapso de las instituciones de seguridad en diversas regiones del país es absoluto. En algunos casos, la delincuencia organizada tomó control total; en otros (en ocasiones los mismos) la llegada del ejército liberó a la ciudadanía de autoridades corruptas y policías subordinadas al narco, pero también barrió con mecanismos informales que contribuían a la seguridad en diversos ámbitos de la vida cotidiana, así se tratara de lacras sociales: hay estudios que sugieren que los franeleros evitan el robo de autos y partes, función que debería corresponder a la policía, pero ese es otro asunto. Cuando el ejército ha barrido con todo, incluidos los franeleros, se eleva la criminalidad.
El hecho tangible es que en muchas regiones y ciudades del país desaparecieron los viejos mecanismos de control y seguridad, quedando como tierra de nadie. En cambio, esa discontinuidad no se ha dado en la ciudad de México. Según algunos expertos, en el DF la mera presencia de amplios contingentes policiacos sirve como mecanismos disuasivo de ciertos delitos. No importa, dicen, que se trate de policías ignorantes, mal formados y mal pagados: el sólo hecho de estar ahí satisface una función importante.
Igual de cierto es que en el DF persisten muchos mecanismos del viejo estilo de control social, utilización de la intervención telefónica, cooptación y manipulación de la criminalidad. El conjunto arroja un resultado palpable: la percepción de menor inseguridad en el DF podría ser extraordinariamente precaria porque se sustenta en mecanismos incompatibles con un régimen de participación democrática. No es casual que la democracia siga tan acotada…
En un excelente artículo en Nexos de enero, Joaquín Villalobos argumenta que el viejo modelo de seguridad se ha colapsado y que se requiere una transformación radical. Lo que antes funcionó para administrar una criminalidad modesta y poco amenazante, dice Villalobos, se ha colapsado porque se sustentaba en pilares enclenques que no son sostenibles frente al crimen organizado y su enorme poder corruptor y de violencia. “Muchas de las tesis que se oponen a confrontar al crimen organizado intentan encontrar caminos para volver pacíficos a los criminales, en vez de fortalecer al Estado para que controle a los delincuentes”.
Esto me retrotrae al planteamiento inicial. En lugares como Tamaulipas o ciudad Juárez no hay nada que preservar de los antiguos mecanismos dedicados a la seguridad. En esos lugares, como en Alemania o Japón al final de la guerra, hay que comenzar de cero. Si sus autoridades tienen visión y capacidad, harían bien en abocarse a construir sistemas modernos de seguridad, compatibles con un régimen democrático de control ciudadano y sustentados en una policía educada, bien pagada y que se gana el respeto de la ciudadanía en su actuar cotidiano. Esto no es algo imposible o inconcebible. Aunque modesto, el programa que Querétaro ha construido en ese sentido es muestra de que es posible cambiar y desarrollar algo muy distinto.
La ciudad de México corre el riesgo de asemejarse a Inglaterra y EU en el ejemplo de Tilly. Como las cosas no están tan mal, para qué moverle. Algo funciona, mejor dejémoslo en paz. Aprovechemos los activos existentes (muchos policías, mucho espionaje ilegal y algo de eficiencia judicial) y con eso ya la hicimos. Preservar el modelo de seguridad del DF simplemente porque es menos malo que el del resto del país constituiría no sólo una enorme oportunidad perdida, sino la posibilidad de que el sistema de seguridad acabe igualmente colapsado.
La vieja estrategia de cooptación, control y administración del crimen empataba perfectamente con un sistema político vertical en cuyo corazón se encontraba el cacique mayor. Aun con todas las imperfecciones del régimen político actual, ese sistema es incompatible y contraproducente y será incrementalmente disfuncional. El gran reto consiste en construir un Estado moderno que le rinda cuentas al ciudadano. En el ámbito de la seguridad eso implicaría una transformación cabal de las policías, del sistema de procuración de justicia y de la manera de entender la relación gobierno-ciudadano. Poner la casa en orden es tarea central e indispensable.
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