ésta es una historia verdadera con un nombre falso. Mi amiga Teresa es servidora pública en una oficina del gobierno federal. Por las mañanas, antes de salir al trabajo, Tere revisa su bolsa de mano para asegurar que no le falte ningún implemento útil para sus actividades diarias: estuche de cosméticos, dinero, teléfono celular y papel de baño. El “tocador” de su oficina carece de este utensilio elemental para la higiene cotidiana.
Según la Ley de Adquisiciones, las dependencias federales tienen que hacer una licitación pública y seguir un engorroso proceso burocrático para comprar algún bien o mercancía. Si el jefe de la oficina ordena comprar una caja de rollos de papel Pétalo para salir de la urgencia, podría ser acusado de violar la ley, ser sujeto de una auditoría y recibir una sanción administrativa. En el gobierno federal, la compra de un papel higiénico requiere de la asistencia de un despacho de abogados.
Teresa tiene que entregar un documento urgente, pero se acabó la tinta de su impresora. Mi amiga pide un cartucho de repuesto al almacén, pero le avisan que todavía “no les surten el pedido”. Con prisa Tere deja su escritorio y le avisa al administrador de su oficina que saldrá a una papelería a comprar el cartucho de tinta. El burócrata encargado de hacer cumplir la Ley de Adquisiciones le advierte: “Si no me traes un estudio de mercado con el precio de tres cartuchos distintos, no te puedo reembolsar el dinero”. Al llegar a la papelería, sólo hay dos marcas distintas de cartucho. La única salida es comprar la tinta con su propio dinero. Ante el laberinto de trámites que se requieren para poder hacer su trabajo, Teresa pondera la posibilidad de buscar empleo en una empresa privada que ofrezca como prestaciones papel de baño gratis y cartuchos de tinta para sacar la chamba.
El problema tiene implicaciones graves en todos los niveles del gobierno federal. Alguna vez escuché a un secretario de Estado comentar que tenía un presupuesto para redecorar su oficina, pero no tenía ninguna persona que contestara el teléfono a la hora de la comida. Si usaba el presupuesto de la decoración para contratar personal adicional que tomara las llamadas, podría ser acusado de malversación de fondos.
El subejercicio presupuestal es una de las peores faltas que puede cometer una oficina de gobierno. En buen español, un subejercicio significa no gastarse la lana asignada en el presupuesto. En el primer trimestre de 2007, el gobierno de Felipe Calderón ha dejado de gastar 7 mil 575 millones de pesos. Esto podría ser positivo ya que significa que el gobierno ha ahorrado dinero, pero en buena parte de los casos los subejercicios son producto del miedo. Los funcionarios honestos no quieren firmar un contrato para comprar un papel de baño, pero tampoco para construir una carretera o un hospital. Nadie quiere firmar ningún documento.
Los auditores que vigilan los pasos de los servidores públicos pueden retrasar contratos por errores administrativos y aplicar multas a aquellos que no cumplan con los trámites de control. Las sanciones van desde suspensión y despidos hasta acusaciones penales.
Las leyes que regulan la contabilidad y vigilancia del gobierno federal están basadas en la siguiente premisa: “Todo burócrata es transa hasta que demuestre lo contrario”. Las normas anticorrupción no han logrado una administración más honesta, pero sí han hecho al gobierno más ineficiente. El trabajo de los funcionarios públicos debería ser juzgado por sus resultados y no por su apego a las normas burocráticas. El control administrativo no es lo mismo que la rendición de cuentas. Si queremos un gobierno más eficiente, necesitamos dotar a los servidores públicos de mayor flexibilidad para tomar decisiones y ofrecer resultados.
Las anécdotas de Teresa son sólo una gota de agua en el océano. Si juntamos las experiencias y absurdos que padecen millones de servidores públicos, podríamos editar un cómic diario sobre las desventuras en la burocracia mexicana.
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