En el zoológico de tigres de Guilin en China uno transita a unos metros de los animales más temibles del mundo. A diferencia de los zoológicos tradicionales, en que los animales tienden a ser pasivos, en Guilin todo está hecho para que los animales conserven, tanto como se pueda, su ambiente natural. No se les da alimento, sino que están en un espacio en el que pueden escoger, matar y comerse al animal que quieran. Uno camina al lado de un foso que, en momentos, se siente terriblemente estrecho, al grado en que parece que los tigres podrían saltar al otro lado en cualquier instante. La sensación de impotencia y miedo es impresionante. Así, exactamente así, se sienten muchos mexicanos cuando observan la forma en que el gobierno, sobre todo la burocracia impune e inmune, los acosa y acecha de manera permanente. El país tiene todo para ser un éxito rotundo, si no fuera por la burocracia que lo ahoga.
En los ochenta, cuando el país vivía uno de sus peores momentos en materia económica, las disputas al interior del gabinete y del gobierno en general se referían a cómo enfrentar la crisis. Unos querían más gobierno otros menos; unos más gasto, otros menos; unos querían cambiar la lógica del sector productivo, otros regresar a lo que había habido veinte o treinta años antes. El país iba a la deriva, pero las discusiones eran esencialmente conceptuales, filosóficas. En el contexto de ese marasmo, muchas empresas trataban de encontrar salidas para sus propios problemas. Aunque muchas se encontraban endeudadas, había muchos empresarios dedicados a encontrar maneras de salir del atorón. El mercado interno estaba por demás deprimido, pero muchos empresarios percibían extraordinarias oportunidades a través de la exportación. Sin embargo, por más que intentaban, algo les impedía actuar.
En realidad, uno de los problemas centrales de la economía mexicana es precisamente que, desde los sesenta, el mercado interno dejó de ser suficientemente grande para que las empresas pudieran fabricar productos competitivos. La exportación era una salida natural. Sin embargo, toda la estructura de la regulación estaba diseñada para el control y no para fomentar el crecimiento de la producción y mucho menos de la productividad. En lugar de hacer fácil el camino, había requerimientos de permiso para todo: para importar y para exportar. Hasta para invertir.
A pesar de la crisis y de la severa recesión que experimentaba el país, las restricciones persistían. Había una empresa que fabricaba estufas a un precio y calidad que eran competitivos. Sin embargo, los productos que salían de la planta tenían un defecto que los hacía inviables para la exportación: el esmalte con que se terminaba el mueble no resistía el calor. El esmalte representaba alrededor del 10% del valor de la estufa, pero sin ese terminado quedaba fuera del mercado de exportación. Por más que la empresa acudió a la burocracia para que le permitiera importar la pintura idónea con las divisas que la propia empresa generaría con sus exportaciones, la respuesta siempre fue no. De hecho, fueron tantas las respuestas negativas que, poco a poco, acabaron provocando que los reformadores avanzaran dentro del gabinete presidencial. La oposición a cualquier cambio fue tan abrumadora (y absurda), que la apertura resultante fue mucho mayor de lo que sus propios promotores habían imaginado factible en aquel momento.
Los obstáculos eran enormes, pero poco a poco se fue allanando el camino. Algunos temas tenían que ver con la entonces SECOFI, que era la guarida de los reguladores prohibicionistas. Pero los problemas no se limitaban a los permisos. Obtener la devolución del IVA para que los exportadores pudieran competir requirió un enorme esfuerzo por parte de Hacienda, siempre sospechosa de cualquier posibilidad de éxito. Sin embargo, al final se fueron resolviendo los escollos a la exportación de los bienes manufacturados. Aunque la apertura no fue tan amplia como los críticos suponen (porque persisten monopolios en servicios y sectores que no tienen que competir porque son regulados), la realidad es que México se convirtió en una potencia manufacturera y hoy somos un país hiper competitivo en varios sectores extraordinariamente exitosos.
La situación de los servicios hoy se parece mucho a lo que ocurría con las manufacturas en los ochenta: todo conspira en contra de la exportación, todo son obstáculos. La apertura de los ochenta se limitó a los bienes y no incluyó a los servicios, donde algunos países, particularmente India, han logrado tasas espectaculares de crecimiento. En contraste con las manufacturas, los servicios ofrecen oportunidades mucho más vastas para un enorme número de mexicanos. Mientras que las manufacturas se concentran en empresas cada vez más sofisticadas, típicamente grandes (y sus proveedores), los servicios dependen, en muchos casos, de personas organizadas. Es decir, en el ámbito de los servicios sería posible imaginar nuevas oportunidades por parte de empresas pequeñas y medianas donde no se requieren inversiones monumentales de entrada. Ahí hay una gran oportunidad para miles o millones de nuevos empresarios potenciales.
El caso de India es ilustrativo. En unos cuantos años, India ha logrado exportar los más variados servicios, empleando a millones de hindúes. Algunos, como los centros de llamadas que utilizan sobre todo bancos, empresas de tarjetas de crédito y sistemas de reservación, emplean a miles de personas, pero también hay otros más especializados: contadores, lectores de radiografías, servicios administrativos, asesoría en la instalación o manejo de aparatos, computadoras y demás. En India unas cuantas líneas de negocios han empleado a millones de personas y han transformado la balanza de pagos de ese país.
México tiene dos retos frente a sí. Uno es relativamente sencillo, aunque eso no quiere decir que la burocracia aduanal, fiscal, laboral, etc. lo hará fácil: allanar el camino para que sea posible ampliar el mundo de servicios para exportación, lo cual requerirá de cambios en regulaciones y leyes a fin de generar las condiciones necesarias de flexibilidad, sobre todo fiscal y laboral, que son anatema para la burocracia y quienes se benefician del statu quo. El otro reto consiste en liberalizar y someter a la competencia a los servicios que ya existen en el país y que son los temas que se rehúyen todos los días: telefonía, energía, electricidad y, ojalá algún día, la burocracia misma. Si queremos tener servicios competitivos, es necesario generar el entorno que les permita serlo.
La manufactura ha demostrado su potencial. Ahora es tiempo de hacer lo mismo con los servicios.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org