Las naciones, dijo alguna vez Bismarck, tienen intereses, no amistades. Algo similar deberían decir los presidentes de la República. Su visión no puede ser, aunque muchas veces así haya sido, de amistades. La esencia de la relación ciudadano-gobierno reside en el trato igualitario que todos tenemos derecho a esperar del gobernante. La visión, por tanto, debe implicar al conjunto de la nación. Ahora que empieza a constituirse el nuevo gobierno, el presidente Felipe Calderón tendrá que definir la clase de presidente que anhela ser.
Una posibilidad es que tome la presidencia como un laboratorio experimental donde suponga que todo marcha por sí mismo, que México ya tiene su caminito bien armado y el único requisito para ser exitoso es la voluntad, un buen discurso retórico y dejar actuar a los secretarios bajo los términos de lo que ellos juzguen más conveniente para el desarrollo del país desde su propia perspectiva sectorial o funcional. Un enfoque de esta naturaleza no requiere más que nombrar a un equipo de gente experimentada con algún antecedente en el área encomendada y esperar a que el esquema rinda dividendos.
La otra opción es que el presidente asuma la responsabilidad de conducir al país y construya su gobierno a partir de este cometido. Conducir implica un reconocimiento de las debilidades de nuestras instituciones, la necesidad de establecer un rumbo, una estrategia, para el desarrollo del país y la urgencia de sumar a la población detrás de ese proyecto. Un presidente decidido a transformar el país, requiere de una visión integral y la capacidad de dirigir los esfuerzos de su equipo hacia el objetivo, siempre siendo responsivo ante la ciudadanía. Así, el equipo del presidente, su gabinete, no debiera ser algo estático e inamovible, sino un cuerpo dedicado a impulsar la visión del gobierno en cada uno de los ámbitos pero siempre con la mira puesta en el objetivo general.
La diferencia entre estas dos perspectivas no es meramente de formato o personalidad. Un presidente puede ser más activo o más pasivo, mejor o peor orador, más carismático o menos y, sin embargo, conducir los asuntos nacionales eficazmente. El gobierno de un país no depende de la personalidad del presidente, sino del proyecto que lo guía y de la habilidad para conducirlo y llevarlo a buen puerto. En nuestra historia hemos tenido presidentes competentes y presidentes fracasados. Lo crucial, sin embargo, es que exista un proyecto, una estrategia para promoverlo y conseguir que éste empate con las necesidades y el potencial del país y sus habitantes. Mientras se dé este conjunto de factores, el país tendrá una mejor oportunidad de avanzar, así como el presidente de ser exitoso.
Si uno observa el porcentaje de bateo de los presidentes recientes, la probabilidad de éxito del gobierno que está por asumir la presidencia no es halagüeña. No hubo un solo presidente que no llegara a Los Pinos con enormes expectativas de éxito personal –para no hablar de las expectativas ciudadanas asociadas con cada cambio de gobierno–, pero muy pocos acabaron su periodo con una calificación sobresaliente. Muchos de ellos acabaron peor de lo que comenzaron: con un país sin rumbo y a la deriva, como ahora. En otras ocasiones, el legado fue infinitamente peor: una crisis política o la quiebra económica, si no es que ambas. La pregunta es cómo sesgar los momios para elevar la probabilidad de ser exitoso.
El primer factor determinante del éxito es que exista una visión de conjunto tan ambiciosa como realista. Un gobierno sin visión en un país con tantas carencias, fragilidad institucional y hambre de transformación y desarrollo abona el terreno con semillas que explicarán su fracaso eventual. Veamos los años recientes. Un gobierno con objetivos tan grandes que son irrealizables, es tan malo como el que no los tiene y quizá peor. Baste recordar los setenta. Un gobierno con una visión tan pequeña que sólo trasciende los objetivos más elementales evita una crisis, pero no avanza en el desarrollo, como ocurrió en los ochenta y la segunda parte de los noventa.
La visión de un gobierno tiene que ser grande y generosa, pero a la vez realista y aterrizada en la suma de lo que existe y se requiere, de tal forma que se ataquen los vicios y se exploten las oportunidades. El peor de los mundos, como ocurrió al inicio de los noventa, es un proyecto ambicioso que pretende una gran transformación pero limitado por objetivos paralelos de no cambiar la realidad y sus vicios adyacentes.
No hay como una gran claridad de propósito donde el objetivo es más grande que la suma de las partes y donde cada parte cuadra con el conjunto. La ausencia de visión y propósito de los últimos años llevó a que el gobierno se condujera como un conjunto de estancos inconexos. Cada secretaría tenía sus proyectos y no se comunicaba con las otras. En lugar de entender el impacto de cada acción sobre el conjunto, cada una se ocupaba de sus prioridades o, más frecuentemente, las de los grupos poderosos de su sector, lo que no hacía sino minar al país. Por ejemplo, en el sector de las comunicaciones sólo se avanzaron los intereses de las empresas transportistas, telefónicas y televisivas, sin reparar en sus implicaciones para la economía. En ausencia de esa visión de conjunto y enfático liderazgo, un país puede acabar a la deriva en cuestión de minutos.
México requiere una visión de conjunto, una estrategia de desarrollo y un equipo capaz de hacerla valer. En esto no somos únicos ni excepcionales. Hay más países con requerimientos de conducción que aquellos que pueden aguantar a un presidente que sólo nada “de muertito”. Los ejemplos de Margaret Thatcher y Tony Blair en Inglaterra son sugerentes: pudieron dejar que su país navegara sin timonel, como había ocurrido por décadas, pero ambos optaron por una verdadera conducción, lo que ha puesto a su país en liderazgo mundial. No hay nada que impida a Calderón un logro similar.
Hace algunas décadas, la ciudad de Nueva York se distinguía por la corrupción y la presencia de una maquinaria política dominante e impenetrable. Pero un buen día llegó un alcalde que se logró colar a través de la maquinaria y acabó transformando a la ciudad. En su inauguración como alcalde, Fiorello LaGuardia rompió con el pasado al afirmar que “la principal razón por la que reúno los requisitos para esta gran responsabilidad es mi monumental ingratitud personal”. Y así, ignorando a los amigos y poderosos, se dedicó a hacer su chamba. No sería un mal modelo para seguir.
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