La ausencia de acciones enfáticas en materia de reforma económica y política amenaza con impedir el desarrollo del país y, todavía peor, con echar para atrás lo que ya se ha logrado. Por más de una década, las reformas fueron persistentes y más o menos consistentes. Con pocas, aunque importantes, excepciones, ese espíritu reformador ha desaparecido. Ahora que nuevamente enfrentamos dificultades en el mercado petrolero, es tiempo de reabrir este tema. Las reformas que se han llevado a cabo son pocas e insuficientes. Lo peor de ello es que si el gobierno actual y el PRI no enarbolan la bandera de reforma, perderán no sólo la iniciativa para el futuro sino, sobre todo, dejarán que el PAN y el PRD persistan por igual en su obcecada actitud de ver para atrás en lugar de forzar el paso hacia adelante.
Las reformas llevadas a cabo en los últimos tres lustros fueron, en muchos casos, sumamente importantes y ambiciosas, pero casi siempre acabaron siendo incompletas e insuficientes. El país en su conjunto requería transformarse para salir de su estancamiento social, económico y político. Las crisis de los setenta y tempranos ochenta -y la cambiante realidad del mundo- hicieron inevitable la necesidad de una reforma profunda en todos los ámbitos. Las reformas fluyeron, pero casi siempre fueron más ambiciosas en sus objetivos que en el contenido de los instrumentos y cambios que las caracterizaban. Se esperaban milagros generalizados para toda la población de la apertura de la economía, de las privatizaciones y de la desregulación, pero se obtuvieron beneficios sólo en las áreas y sectores sobre los que, de hecho, incidieron esas reformas. Los exportadores, por ejemplo, han visto florecer sus negocios por los tratados comerciales que se han alcanzado y por la desregulación que es parte inherente a ellos. Mucha de la industria, sin embargo, sigue impedida de progresar por la ausencia de competencia efectiva en el mercado nacional, por el burocratismo que domina en los gobiernos locales, por la inexistencia de bancos funcionales y dispuestos a orientarse a empresas distintas a las comúnmente beneficiadas, por la propensión creciente de los gobiernos a controlar (en vez de regular adecuadamente) la economía y a impedir que florezca la iniciativa empresarial, por la creciente inseguridad pública y por la inexistencia de un estado de derecho.
Las cosas no están mucho mejor en el entorno político. Históricamente, el PRI logró estabilizar la política mexicana después de una década de revolución y otra más de inestabilidad general, pero acabó estancándose por las resistencias de los intereses creados a cualquier intento de adecuación al mundo moderno. El enorme dinamismo del PRI en el pasado le lleva, ahora, a abogar por toda clase de retrocesos: desde manifestaciones tan lógicas, pero contraproducentes, como los llamados “candados” a las candidaturas, hasta la negativa absoluta a avanzar reformas serias y decididas en materia tanto política como económica que le den nueva vitalidad al desarrollo del país. La realidad es que llevamos años sin iniciativas relevantes. Las reformas potencialmente trascendentes que han tenido lugar en los últimos años, sobre todo aquellas relacionadas con el ahorro interno y la administración electoral, fueron impuestas por las circunstancias y por los partidos de oposición, respectivamente, más que por iniciativa del PRI o del gobierno. Cuando los priístas (y sus primos perredistas) hablan de reforma se refieren hoy en día a retrocesos: a mecanismos para proteger la producción nacional y a instrumentos cuya única consecuencia es introducir un mayor burocratismo a la actividad económica y limitar la competencia. Son pocos los sectores de la economía en que no ha habido retrocesos importantes.
La debacle asiática muestra fehacientemente lo que ocurre cuando economías, incluso algunas muy exitosas, se rehusan a reformarse para evitar contratiempos. Cualquiera que sea la evaluación que uno haga de la crisis de economías como las de Corea o Indonesia, lo que es patente es que esos países vivían con estructuras económicas y políticas incompatibles con una economía moderna y pujante, que beneficie a la mayoría de la población. Dado el dinamismo de décadas de la región asiática, es de esperarse que su recuperación en los próximos años se traduzca en una competitividad exacerbada, como ocurrió con Japón después de la crisis petrolera de 1973. Puesto en otros términos, las economías asiáticas van a llevar a cabo, con mayor amplitud y profundidad, las mismas reformas experimentadas en México en los últimos años. Para nosotros esto implica que tendremos competidores cada vez más poderosos y desafiantes no sólo para nuestros bienes de exportación, sino particularmente para la inversión extranjera. Cuando todos los países orientan sus economías en la misma dirección, el único factor distintivo es la velocidad de las reformas. En México lo que predomina en este momento es la ausencia de reformas.
Si vemos para atrás, es evidente que el país tiene una inmensa resistencia a las crisis que periódicamente nos agobian. El daño que le han causado décadas de desgobierno no ha impedido que desarrolle una gran capacidad de recuperación y de transformación, a pesar de los retrocesos recientes. Padecemos de una aguda ausencia de ideas en los partidos políticos y de absoluta falta de disposición para intentar caminos nuevos, sobre todo a la luz de los fracasos de muchas cosas probadas en el pasado (como ocurre con la economía de los setenta para el PRD). La debacle del PRI sin duda tiene un fuerte componente de ausencia de ideas. Afortunadamente, con la excepción casi exclusiva de la criminalidad, el deterioro del PRI y de su liderazgo no ha venido acompañado de la destrucción del país, como sí ocurre en otras naciones. Pero la ausencia de ideas, visión, liderazgo y disposición a profundizar y acelerar la reforma del país por parte del PRI tiene otras consecuencias de gran trascendencia.
Un PRI atado a su pasado no le ofrece mayor atractivo a una población que, por su edad promedio y expectativas frustradas una y otra vez, no puede apreciar su gloria anterior y, en cambio, vive en carne propia y en forma cotidiana las consecuencias de la persistencia de los intereses creados que forman parte integral de ese partido. No parece haber mayor duda que si el PRI pretende renacer, tendrá que abandonar su natural propensión a retroceder hacia el pasado para retomar un camino hacia el futuro. Hasta ahora, han sido gobiernos emanados del PRI los que han lidereado las pocas reformas que hemos experimentado. Aunque muchos las desprecian, esas reformas, incipientes y en ocasiones mediatizadas, son las que le permiten al país seguir funcionando, pues son precisamente esas reformas las que han hecho posible el espectacular desarrollo de al menos algunos segmentos importantes de la economía del país. Pero el punto de fondo es que si el gobierno actual no retoma el camino de la reforma y enarbola su liderazgo como el único camino a seguir, va a dejar el debate político -y los términos de la próxima campaña electoral- en las manos de los dos principales partidos de oposición. Si el gobierno no hace suya la causa de la reforma, va a favorecer que sea el discurso de la anti-reforma -de los subsidios y las políticas sectoriales, la protección y los intereses creados- el que domine el debate político nacional, a costa de lo poco que efectivamente se ha logrado.
Los procesos políticos y electorales recientes en países tan diversos como India, Francia, Inglaterra, Corea y Japón muestran que los partidos que ganan son aquellos que tienen algo que ofrecerle a la población para responder a sus demandas, temores y necesidades. Cuando un partido carece de ideas e iniciativas -como crecientemente le ocurre al PRI- el debate político se orienta a las deficiencias evidentes del partido en el poder -como son la corrupción, la criminalidad, la impunidad y la incompetencia. En India fue precisamente esto lo que ocurrió: la ausencia de liderazgo por parte del partido del Congreso en el mundo de la política llevó a que el partido BJP explotara exitosamente todos los vicios de décadas casi ininterrumpidas de ese partido en el poder de su adversario. Peor para nosotros, el abandono de la reforma ha hecho que en México no surjan los equivalentes de Margaret Thatcher, Tony Blair o Felipe González en los partidos de oposición.
Nos urgen reformas que cambien el tenor de la vida en el país. Reformas que den oportunidades a la creación y desarrollo de las empresas y los empresarios como vehículos para generar empleos e ingresos para los mexicanos. Hasta la fecha, sólo las empresas grandes, que ya tienen su propia dinámica, han logrado romper con las ataduras e impedimentos que caracterizan a nuestro sistema político y burocrático. Esas empresas son el ancla que podrá hacer posible el desarrollo, pero claramente no son suficientes para transformar al país. Lo que México necesita es de cientos de miles de empresarios pujantes y exitosos, algo que no va a surgir de la nada. Tienen que crearse las condiciones para que eso sea posible. En la actualidad todos los incentivos están dados para que eso no ocurra y los partidos políticos tienden a reforzarlos con su propia falta de visión. En tanto no tengamos un proyecto de reformas integrales que incentive la creatividad y la competencia, las posibilidades de desarrollo seguirán siendo demasiado limitadas para hacer posible el éxito integral del país.
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