La tortilla es el alimento fundamental del mexicano y por eso merece una atención excepcional. Nadie, comenzando por los políticos y funcionarios, puede darse el lujo de ignorar la trascendencia social y política de la tortilla; se trata de un bien sensible, cuya disponibilidad y precio tiene consecuencias mucho más grandes de lo aparente: su valor económico y energético para una gran parte de la población es sólo equiparable al valor simbólico que entraña y lo convierte en un imperativo político. El problema es cómo asegurar el abasto a un precio accesible para la población que vive de este alimento. Eso requiere soluciones distintas a las tradicionales.
A juzgar por la mayoría de las posiciones expresadas en los últimos días, parecería que la única solución posible es reproducir los mecanismos de subsidio y control de precios que existieron en el pasado. Según esa línea de pensamiento, la eliminación de controles de precios y subsidios para la tortilla es el origen de las severas fluctuaciones observadas en los precios al público.
Lo cierto es que las fluctuaciones de precios se han dado por tres factores muy específicos: primero, el maíz ha subido de precio y eso ha redundado en un mayor precio para la tortilla; segundo, existe disponibilidad de maíz fuera de México pero, en aras de proteger al productor interno, no se ha querido importar; y, tercero, hay abusos por parte de algunos distribuidores de la masa que no han recibido sanción por parte de las autoridades competentes. Frente a estas circunstancias, la introducción de controles de precios y subsidios no serviría más que para encarecer todavía más el precio del maíz, sin resolver el problema del abasto. Es decir, ese enfoque de solución generaría sólo mayor caos, con un enorme costo para el erario. Sobra decir que tampoco resolvería el riesgo social o político.
Las causas de la situación actual merecen una discusión seria porque las medidas que finalmente se adopten tendrán que responder a las circunstancias actuales y no a las que existían hace décadas o a las que, por razones ideológicas o de interés pecuniario, prefieren las personas y organizaciones involucradas. Lo más evidente es que la estructura del mercado mundial del maíz está cambiando, sobre todo por la decisión de muchos productores, particularmente en Estados Unidos, de fabricar etanol a partir del maíz. Pero lo irónico en todo esto es que, a pesar del incremento del precio del maíz en EUA, el costo en México sigue siendo muy superior al de importación, lo que inevitablemente nos obliga a pensar que hay gato encerrado en la crisis de las últimas semanas.
Para nadie es secreto que diversas organizaciones campesinas y sindicales llevan años tratando de revertir la estrategia de apertura a las importaciones que el gobierno inició hace dos décadas. En lugar de adaptarse a un mercado cambiante, y ayudar a que el productor mexicano eleve su productividad, busque nuevos cultivos –más rentables– y formas de desarrollar la tierra, las organizaciones campesinas han hecho lo posible por preservar el statu quo (es decir, la pobreza), optando por la presión política. Y tienen razón, pues hace unos años lograron doblegar al gobierno de Fox con el argumento de que “el campo no aguanta más” (y el mismo grito de batalla sirvió para darle nombre a la coalición). Ahora que está cerca la apertura final de los cuatro productos que restan por ser liberalizados dentro del TLC, la presión inevitablemente crecerá, a menos que el gobierno tenga la capacidad y visión de cambiar el rumbo (y hacer lo que debía hacerse, pero no se hizo, desde 1994).
Simple y llanamente, el problema de la tortilla no se explica por la liberalización del mercado, sino precisamente por lo contrario: no existe un mercado integral para el maíz y la tortilla. Y no existe un mercado porque hay contradicciones fundamentales en el campo mexicano, como existen en tantos otros sectores y actividades del mundo productivo de nuestro país. En esencia, la contradicción principal reside en querer pagar al campesino un elevado precio por su cosecha de maíz (algo encomiable), pero sin afectar el precio de la tortilla, cuyo principal insumo es el mismo maíz. Es decir, a menos que se transforme radicalmente la estructura productiva del campo, no hay manera de conciliar ambos objetivos. La solución debe residir en cultivos más rentables, un mercado ordenado en el que las importaciones cubren los faltantes y, donde se requiera, un subsidio directo y perfectamente focalizado, de corto plazo, al consumidor más pobre. Pero el subsidio no funciona si no se transforma la estructura del mercado en su conjunto.
El mercado no funciona porque el gobierno no cumple su esencial función de regulación: sin un gobierno efectivo que establezca reglas claras y transparentes, para luego hacerlas cumplir al pie de la letra, ningún mercado podrá prosperar. En el caso particular, el gobierno no ha actuado de manera rápida y efectiva para sancionar, con toda la severidad que el caso amerita, a los distribuidores que han acaparado la masa, ni ha tenido la visión de ir más allá de los famosos “cupos” para la importación adicional de maíz. En otras palabras, el gobierno ha resultado totalmente incompetente en la regulación de este mercado. Mientras que lo urgente y necesario es sancionar a los infractores (con todo el impacto mediático que la situación exige) y abrir la importación de maíz de inmediato para que haya disponibilidad a un precio accesible, lo que se observa es indecisión, retórica e incapacidad de acción.
La forma en que el gobierno enfrente y resuelva este grave problema, definirá en mucho el futuro de la economía mexicana. Ahí se enfrentan dos maneras de concebir al desarrollo económico y la relación gobierno-ciudadano. La forma en que esta situación se resuelva, va a establecer los parámetros del desarrollo económico futuro: regresar al corporativismo de antaño, con toda la corrupción e ineficiencia que le es inherente (y que condena al campesino a la miseria permanente); o se aboca, de una vez por todas, a crear un mercado sin impedimentos burocráticos ni preferencias corporativas.
Todos los presidentes enfrentan un momento clave y decisivo en el devenir de su administración, aunque esos momentos con frecuencia sólo se pueden entender en retrospectiva. El presidente Fox encontró ese momento en Atenco y nunca más recuperó la capacidad de actuar. Más vale, por el bien del país, que el presidente Calderón tenga la astucia para, en lugar de capitular, aproveche esta inmensa oportunidad.
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