¿En qué consistió el éxito del sistema político y las condiciones económicas del México posrevolucionario?
El logro de estabilidad y elevadas tasas de crecimiento luego de la era revolucionaria fue casi milagroso y contrastaba con las interminables dictaduras sudamericanas. Todo sugería que México había logrado una receta exitosa y permanente. Funcionó hasta que se agotó.
Pero lo significativo –y la virtud- de aquella era fue el hecho de que los diversos componentes del mecanismo de relojería que lo hacían funcionar en general cuadraban. La autarquía económica empataba con el sistema político autoritario y la estructura de controles verticales que era inherente al sistema priista mantenía a raya a los gobernadores. El esquema respondía a la realidad del momento en que se construyó –la época postrevolucionaria y, sobre todo, la era de la postguerra- y permitió que el país progresara.
¿Qué vicios surgieron a partir de las prácticas de esa época?
Por supuesto, el hecho de que hubiera progreso en algunos ámbitos no implicaba que el sistema estuviera libre de contradicciones. Cuando estas asomaban su cabeza, el sistema respondía: fue así como actuó (anuló) a las candidaturas presidenciales independientes cuando se presentaron y reprimió movimientos guerrilleros y, hacia el final de la era, el estudiantil. La preferencia fue siempre la cooptación y esa táctica tan priista: sumar a la disidencia en la corrupción general del sistema bajo el principio de que no hay lealtad más fuerte que la que surge de la complicidad.
Los problemas comenzaron cuando las contradicciones dejaron de ser menores y las respuestas tradicionales ya no resolvían los problemas. Por ejemplo, sin reconocer que se trataba de un problema estructural fundamental emanado de la evaporación de divisas para financiar las importaciones, Echeverría respondió ante la “atonía” con un súbito y masivo incremento del gasto público, rompiendo todos los equilibrios hasta entonces conocidos. Moverle “un poquito” acabó minando la vieja estabilidad, destruyendo la confianza de la población y poniendo al país ante el umbral de la hiperinflación.
¿En qué han fallado las reformas para atender estos problemas?
Rotos los equilibrios, eventualmente comenzaron los intentos de solución, todos ellos concebidos para preservar la esencia del sistema priista pero a la vez dándole oxígeno a la economía: una flagrante contradicción, pero lógica en su contexto. Russell Ackoff, un pensador estadounidense, escribió que hay cuatro maneras de atacar un problema: absolución, resolución, solución y disolución. De todos estos, dice Ackoff, solo la disolución permite eliminar el problema porque entraña el rediseño del contexto en el que éste surge. Es decir, lo que México requería (y requiere) era una transformación integral similar a la que experimentaron naciones hoy exitosas –cada una en sus términos- como Corea, Chile y, antes de euro, España e Irlanda.
Lo que de hecho se hizo fue intentar responder a los problemas atendiendo a sus manifestaciones más evidentes y confiando en que estos desaparecerían (“absolver” en la terminología de Ackoff). Es así como se atravesó por diversas reformas políticas, aperturas parciales y liberalizaciones fragmentarias. No es que hubiera mala fe; más bien, el objetivo último residía en la preservación de la esencia del sistema político y sus beneficiarios. Visto desde esta perspectiva, la más emblemática de las reformas electorales (1996) no fue otra cosa que el paso de un sistema unipartidista a otro que encumbra a tres partidos. El régimen ampliado extendió los beneficios a nuevos participantes y creó un esquema de competencia que no alteró la esencia del viejo sistema, solo lo “democratizó”.
Lo que no se resolvió fueron las contradicciones. Una a una, estas se han venido atacando de maneras en ocasiones creativas, pero siempre limitadas. En una época se procuraron apoyos de “hombres-institución”, personas responsables que comprendían lo que estaba de por medio y cuidaban que no se rompieran los equilibrios (y hubo –y hay- muchas más de estas figuras de lo que uno imagina); en otra se construyeron entidades “autónomas” y “ciudadanas” bajo la noción de que los integrantes de sus consejos no se prestarían a malos manejos y garantizarían la seriedad y confiabilidad de sus acciones en materia electoral, de regulación económica y, más recientemente, energética. No disputo la lógica, conveniencia o potencial de este tipo de respuestas, pero es evidente que no han sido suficientes para resolver problemas que sólo pueden ser resueltos con una visión transformadora mucho más acabada. Sirven mientras sirven y luego comienzan a ser costosas. En todo caso, dependen de personas en lo individual.
¿Qué impacto tienen estas características del sistema en los próximos comicios?
Ahora que vienen las elecciones, los candidatos y sus partidos se atacan y contraatacan pero, salvo excepción, no ofrecen alternativas atractivas. En el caso de los gobernadores, que acaban de dueños de vidas y almas en sus entidades, la diferencia entre uno bueno y otro malo es absoluta y por eso son tan desgarradoras las contiendas. La mayoría sólo quiere enriquecerse o utilizar cada puesto como medio para el siguiente. Como alguna vez me dijo un viejo político, “unos hacen su chamba pero la mayoría se dedica a construir la siguiente”.
Con estos bueyes hay que arar. En Miguel Hidalgo, en el DF, se está dando un caso peculiar: una candidata mal hablada pero efectiva como ella sola y sin ambición de otra chamba, contendiendo por la oportunidad de gobernar a la delegación que financia a toda la entidad pero que lleva décadas mal administrada y peor gobernada. Xóchitl Gálvez tiene mi voto porque es una persona derecha que se dedica a lo que hace y hace lo que se tiene que hacer.
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