El subdesarrollo habita en la mente. De esta manera un académico-diplomático explicaba, en un libro de hace veinte años, los círculos viciosos y de pobreza que caracterizan a la mayoría de los países de América Latina. En su momento, yo, como muchos analistas y estudiosos, rechacé la hipótesis implícita en el libro de manera casi visceral. Pensar que el subdesarrollo está en la mente, como rezaba el título del texto, y no en problemas estructurales de tiempo atrás, chocaba con todo lo que había aprendido en la universidad y pensado a lo largo de los años. Veinte años después, ya no estoy tan seguro de que Lawrence Harrison viviera en el error.
Desde una perspectiva analítica, lo que está de por medio en esta discusión es si los problemas de un país tienen origen en la cultura o en las instituciones. Se trata de un viejo debate en los medios académicos. Algunos afirman que el desarrollo depende de la existencia de un entorno cultural que genere valores y actitudes propicios a la inversión, la competencia y, en una palabra, el crecimiento económico. Thomas Sowell (Un conflicto de visiones) y David Landes (La riqueza y pobreza de las naciones) son los más recientes de una larga lista de pensadores que sostienen esta visión culturalista. Para quienes así piensan, el problema del desarrollo en un país como México reside, por ejemplo, en la ausencia de valores apropiados entre los empresarios que no les obligan a comprometerse con el país o en la existencia de trabajadores que no ven en su actividad una forma de trascendencia. En el ámbito político, los culturalistas afirmarían que la democracia mexicana no funciona porque no hay demócratas o porque la población se preocupa de asuntos no esenciales.
La visión alterna, que fundamenta sus explicaciones en las instituciones y en los incentivos que de ellas emanan, afirma que los seres humanos se adaptan al entorno en que viven y actúan de acuerdo a su mejor interés en cada momento. Cuando los incentivos están correctamente estructurados, añaden estos teóricos, la ciudadanía responde de manera natural. De esta forma, para un institucionalista la realidad económica es resultado de la acción colectiva de quienes producen y consumen; si sus incentivos los alientan a ser egoístas, simplemente lo serán. De la misma manera, esta corriente concibe al ciudadano no como una persona excepcional, dotada de valores extraordinarios, sino como un actor que responde ante lo que percibe en el entorno. Si advierte que su voto hará una gran diferencia no desperdiciará la oportunidad de hacerlo valer, en tanto que si teme por la manipulación del sufragio no verá razón para perder su tiempo. Douglas North (Instituciones, cambio institucional y el desempeño económico) y William Bernstein (El nacimiento de la prosperidad) son dos exponentes contemporáneos de esta visión.
Como en todo lo relativo a la naturaleza humana, es evidente que ambas perspectivas ofrecen ángulos que permiten explicar circunstancias específicas. En algunas ocasiones es lo cultural lo que se antoja como dominante, mientras en otras resulta evidente que las instituciones son la explicación última. Alguno podría llegar a afirmar que, en el fondo, se trata de un círculo vicioso, del viejo dilema sobre qué es primero, el huevo o la gallina. Sin embargo, el problema es más simple. Si bien hay explicaciones válidas y encomiables desde ambas perspectivas, resulta claro que no siempre hay contradicción. Mientras las instituciones (desde las leyes hasta “las reglas del juego”, las explícitas y las implícitas, las regulaciones y las normas sociales) estén bien estructuradas, generarán incentivos que permitan el logro de objetivos socialmente deseables y viceversa.
A nadie le costará trabajo explicar la razón por la cual una empresa utiliza todos los recursos disponibles para influir en la aprobación de una ley que le beneficia o para impedir otra que le afecta. Sus incentivos son transparentes. Lo mismo se puede decir de un líder sindical que paraliza una vía de comunicación o de un grupo de manifestantes que bloquea la avenida de los Insurgentes a la hora de mayor tránsito: todos saben que cuando un gobierno responde ante estos estímulos, tiene sentido llevar a cabo los bloqueos. Si, por el contrario, el gobierno hiciera cumplir la ley y aprehendiera a los manifestantes, las protestas públicas disminuirían de manera radical. No hay mucha ciencia en todo esto: los seres humanos respondemos ante incentivos.
La pregunta es qué ocurre con la construcción de las instituciones. A fin de cuentas, si los incentivos motivan que la gente se comporte de una determinada manera, bastaría con cambiar esos incentivos. Sin embargo, el hecho de que no sea fácil llevar a cabo esos cambios apunta hacia un problema mayor y más complejo. Un culturalista diría que la cultura impide ese cambio, en tanto que un institucionalista afirmaría que los responsables de llevar a cabo los cambios no lo hacen porque sus intereses sufrirían las consecuencias.
Vuelvo al tema del subdesarrollo. Harrison afirmaba que los impedimentos al desarrollo se encontraban en la mente, es decir, su perspectiva es la de un culturalista. Pero el tema me ha “hecho ruido” por mucho tiempo, sobre todo desde que me dediqué a tratar de entender el proceso de Irlanda, un país subdesarrollado y cada vez más despoblado por una población migrante en crecimiento (sounds familiar?) ante la falta de oportunidades. Luego de más de un siglo de subdesarrollo, pobreza y desperdicio, como nosotros, Irlanda súbitamente dio la vuelta, adoptó un conjunto de estrategias de desarrollo que transformaron su perspectiva y ahora es no sólo la economía que más crece de las europeas, sino que va que vuela a convertirse en la hermana rica de la Unión Europea.
Lo que ocurrió en Irlanda es que, un buen día, gracias a un liderazgo efectivo, los irlandeses se percataron de lo obvio: su país se estaba rezagando no por causa de una conspiración mundial o porque el pasado fuera sagrado, ni tampoco porque las importaciones desplazaran a sus productores locales o porque faltara capital u oportunidades de inversión o exportación, sino simple y llanamente porque ellos mismos estaban inertes. Todos los irlandeses, como los mexicanos hoy, sabían que estaban atrapados, pero cambiaron porque un liderazgo efectivo llevó a la población a reconocer, comenzando por los intereses más encumbrados, que todos ganaban, incluso esos intereses, si se lograba el crecimiento. El resto, para Irlanda, es historia; para nosotros, un calvario.
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