Nadie puede negar que, a lo largo de los últimos años, el país ha experimentado cambios dramáticos, en todos los órdenes. Pero un ámbito en el que el cambio ha sido sumamente pequeño y limitado es quizá el más importante de todos: el de los ciudadanos. Los mexicanos, tradicionalmente vistos y tratados como súbditos, han alcanzado derechos nada despreciables, como el voto, pero no tienen capacidad de hacer valer otros derechos que le son inherentes en todas las democracias serias. El tema es más profundo y relevante de lo aparente, pues de la existencia de una ciudadanía sólida y comprometida depende la viabilidad política del país en el mediano plazo e, incluso, la capacidad de crecimiento de la economía. Se trata de un punto neurálgico y de un momento crítico en la consolidación política del país.
La ciudadanía consiste en un equilibrio precario entre derechos y obligaciones. No hay uno sin el otro. No se puede ser ciudadano si no se aceptan las obligaciones que esa identidad entraña, y no se pueden reclamar derechos si no se reconoce el intercambio natural y lógico de éstos por responsabilidades. El hecho de que muchos mexicanos demanden beneficios pero no estén dispuestos a responsabilizarse de sus actos, es una muestra fehaciente de la ausencia de esa vivencia ciudadana. Sobran ejemplos de lo anterior: desde los “universitarios” que queman la puerta de la rectoría y esperan que sus actos queden impunes, hasta el señor que “renta” un espacio de estacionamiento en la vía pública como si se tratara de una conquista bien ganada, sin saltarnos a quienes con éxito extorsionan al gobierno, como en el caso del nuevo aeropuerto. Los reclamos para que el gobierno provea de servicios, como electricidad y agua, de manera gratuita o mediante un cobro simbólico, es otra manifestación del mismo problema. Pero el más común e ilustrativo de todos es el que se demande al gobierno todo tipo de satisfactores, pero sin asumir la contraparte de lo anterior, el pago de impuestos. Es decir, un buen número de mexicanos sigue percibiéndose a sí mismo como súbdito y derechohabiente, no como ciudadano. El reto, entonces, es avanzar y darle plena vigencia a la ciudadanía.
A pesar de lo anterior, no son desdeñables los avances que se han registrado en materia de ciudadanía. La libertad de expresión, con todo y el libertinaje de que en ocasiones ha venido acompañada, el acceso a los medios de comunicación, elecciones cada vez más competidas y el voto mismo, no son avances pequeños ni irrelevantes. Pero, por importantes que sean, no serán suficientes en tanto que los derechos y las obligaciones sigan siendo parciales, discrecionales e independientes unos de los otros. Para que emerja una ciudadanía plena será necesario que también los derechos y las obligaciones sean plenos, transparentes y simultáneos. Nada menos que eso será suficiente.
Pero quizá el meollo del asunto tiene menos que ver con el hecho de que exista una disparidad entre derechos y obligaciones o, peor, que de facto no se acepte ni se reconozca el vínculo necesario e inevitable entre unos y otros, que con la dificultad política para consolidar la ciudadanía en el país. En otras palabras, no es obvio de qué o de quién dependa el avance de la ciudadanía. Es evidente que ningún gobernante o político va a ceder espacios, poder o facultades por el mero prurito de construir una democracia. Baste recordar algunas de las más obvias y violentas etapas de la historia mundial, comenzando por la Revolución Francesa, para atestiguar que la construcción de una ciudadanía en forma no necesariamente ocurre en forma natural, evolutiva o negociada. Así como ha habido transiciones verdaderamente tersas –como en España, Portugal o la entonces Checoeslovaquia- también las ha habido violentas, disruptivas e inconclusas.
El común denominador de la mayor parte de las naciones en que la democracia y la ciudadanía han echado raíces, sobre todo en el último siglo, es el acuerdo entre las partes. Los españoles, a pesar de sus diferencias -en ocasiones abismales por la historia de la guerra civil de los años treinta- no sólo acordaron respetarse, sino que partieron de la premisa de que no había actores ilegítimos ni unos eran más respetables que otros. Una vez aceptado ese principio fundamental, fue posible sentar las bases de un acuerdo político que, poco a poco, se fue traduciendo en libertades civiles, así como en el ejercicio cabal de los derechos y obligaciones ciudadanos.
Nuestra historia hizo imposible avanzar en torno a un pacto político. Por años, sucesivos gobiernos se abocaron a llevar a cabo reformas, sobre todo en materia económica, cuyo objetivo explícito era el de hacer posible un crecimiento sostenido de la economía en el largo plazo. Desafortunadamente, las reformas económicas, por necesarias y legítimas que sin duda fueron, vinieron acompañadas de un objetivo ulterior, éste de carácter político. Los gobiernos emanados del PRI a partir de 1982 reconocieron la urgencia, la necesidad imperiosa de reformar a la economía, pero su objetivo subsidiario fue el asegurar la permanencia del sistema político. Es decir, a pesar de que muchos funcionarios gubernamentales, incluidos algunos de los hoy expresidentes, reconocían el vínculo inevitable entre reformas económicas y políticas, sus acciones revelaban su deseo y expectativa de lograr simultáneamente las dos cosas: el crecimiento económico y el control político.
Mucho del desaseo de los procesos políticos que vivimos en la actualidad tiene que ver con ese “pecado de origen”. Aunque hubo reformas importantes en materia política, comenzando por la electoral, todas esas se hicieron a regañadientes y contra la voluntad mayoritaria de los priístas que veían en ese proceso un camino directo al infierno. De esta manera, en lugar de negociar un proceso de cambio pactado a largo plazo, el país ha vivido una guerra política interminable en la que cada uno de los partidos políticos percibe todo en términos de un juego de suma cero: una ganancia para mí implica necesariamente la derrota de mi contendiente, y viceversa. La guerra de trincheras ha sido improductiva, desgastante y contraproducente. La inseguridad pública y jurídica que caracterizan al país son sin duda subproductos de la incapacidad de las fuerzas políticas de ver hacia adelante.
Pero el hecho de que tres sucesivas administraciones hubieran hecho todo lo posible, dentro de su limitada visión, para consolidar una base de crecimiento económico sin perder el poder, no se tradujo en una parálisis total en el ámbito político, como sí ha ocurrido en algunas naciones asiáticas. En realidad, el problema político en México responde a la manera en que los cambios políticos fueron realizados: éstos fueron arbitrarios, parciales y limitados. Se cambiaba tanto como fuese indispensable y nada más. Aun así, sería imposible explicar el triunfo de Vicente Fox en el 2000 de no ser por lo que sí se alcanzó a transformar. Esto es, a pesar de la falta de planeación y previsión, se sentaron las bases de procesos electorales limpios y creíbles, de una prensa más libre y, en general, de medios menos sujetos al control gubernamental, lo que en conjunto hizo posible el reto frontal que montó el hoy presidente. Otra manera de ver lo mismo es observando el caso de Cuba. El gobierno cubano ha sido perfectamente claro en cuanto a que cualquier cambio, por pequeño que sea, puede implicar una rendija tan grande como la que acabó con la URSS o con el monopolio del PRI en el poder.
Si uno mira hacia atrás, los cambios en la relación entre gobernantes y gobernados han sido enormes; pero resulta curioso observar la naturaleza extremadamente parcial y sesgada de muchos de ellos. Un ejemplo dice más que mil palabras. Gracias al TLC norteamericano, los inversionistas, sobre todo los extranjeros (o quienes estén domiciliados fuera de México) gozan de protección contra expropiaciones o acciones arbitrarias del gobierno. Sin embargo, ningún ciudadano mexicano goza de garantías equivalentes. El gobierno llegó al punto de reconocer que sin garantías creíbles y confiables, ningún inversionista estaría dispuesto a invertir en el país y, con ello, a contribuir a la creación de riqueza y empleos, objetivos centrales de las reformas económicas de las últimas dos décadas. Esto llevó a que el gobierno aceptara en el tratado límites reales y efectivos a su actuar. El problema es que los mexicanos comunes y corrientes no gozamos de los mismos derechos y garantías.
Puesto en otros términos, en los últimos años se han venido resolviendo algunos problemas centrales del desarrollo del país, como el de la seguridad jurídica de los inversionistas, pero prácticamente no se ha avanzado ni una coma en materia de derechos ciudadanos. El problema de los inversionistas se resolvió cuando el gobierno comprendió que sin esas garantías la inversión simplemente no se materializaría. Lo que hoy tiene que reconocerse es que el crecimiento económico sostenido en el largo plazo tampoco se podrá alcanzar en la medida en que no exista una ciudadanía consolidada y comprometida.
Hoy vivimos una gran paradoja: un gobierno electo y legítimo de entrada pero cada vez menos popular por la percepción de que es ineficiente e ineficaz. Parte de la paradoja se debe al propio gobierno, que ha sido incapaz de plantear un gran pacto ciudadano y, de hecho, a que no ha logrado avanzar una sola iniciativa de peso, como demuestra su reciente decisión de relación al aeropuerto del D.F. Así, en lugar de plantear la reforma fiscal como un tema de impuestos y recaudación, el gobierno pudo haberla planteado como un intercambio de derechos por obligaciones. Sin embargo, la paradoja también responde a que las diversas fuerzas políticas no se sienten respetadas ni le otorgan legitimidad a sus contrincantes. La antropofagia, más que el respeto, sigue siendo la Némesis de la ciudadanía. La gran pregunta es si será posible lograr un gran ejercicio de liderazgo que modifique sensiblemente estas tendencias tan ominosas.
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