El poder judicial y, particularmente, la Suprema Corte de Justicia, tiene la responsabilidad formal de resolver las disputas que se presentan entre los otros dos poderes públicos, el legislativo y el ejecutivo. Esa función la ha desempeñado la Corte con gran éxito en los últimos años, aunque no sin detractores. Sin embargo, esa es tan sólo una de las funciones importantes que la Suprema Corte está llamada a desempeñar. De hecho, todas las Cortes que han logrado hacer una diferencia real en sus respectivas sociedades, lo han logrado cuando se han abocado a la defensa cabal de los derechos civiles de la población. Es tiempo de que nuestra Suprema Corte comience a enfilar su interés en esa dirección.
Los libros de texto definen como función de la Suprema Corte la de romper los empates entre los otros dos poderes. Es decir, conciben a la Suprema Corte esencialmente con una función política de equilibrio entre el legislativo y el ejecutivo o, en todo caso, entre niveles distintos de gobierno. Virtualmente todas las decisiones de la Corte en los últimos años han girado en torno a disputas de esta naturaleza, a diferencias de tipo político entre políticos. Aunque existe un enorme número de críticos y detractores de la labor de la Corte en este periodo, nadie puede tener la menor duda de que su función ha sido esencial en estos años de cambio político. Sin una Corte independiente, las disputas típicas de los últimos tiempos –entre gobiernos estatales y el presidente, entre el presidente y el poder legislativo y así sucesivamente- no se hubieran dirimido de manera pública y abierta y hubieran amenazado con desbordarse. El hecho de que exista una Corte que asume sus responsabilidades con seriedad ha sido trascendental para este proceso deficiente e incompleto de transición política.
Pero el hecho de que la Suprema Corte haya cumplido su papel y con ello haya logrado reducir tensiones políticas, a la vez que construido una salida pacífica a conflictos en temas esenciales para la convivencia política, no implica que esté desarrollando todo su potencial o que esté logrando hacer la diferencia. Este es un punto central. A la fecha, la Corte se ha abocado a temas de diputa entre políticos, olvidando que existe una ciudadanía en espera de protección y vigencia de sus derechos. La Corte, sin embargo, se ha sustraído de esa realidad, prefiriendo el terreno de los poderes públicos y abdicando a la enorme oportunidad que tiene frente a sí. En lugar de convertirse en el factor medular de la transformación política del país, se ha conformado con una función importante, pero no trascendental.
La nueva Suprema Corte de Justicia, esa que emanó de las reformas constitucionales de finales de1994 y que le confirieron la autonomía de que hoy goza, así como las facultades para revisar la constitucionalidad de las leyes, nació para un fin distinto al que el país requiere. La visión de la que surgió era limitada en extremo, pues partía del supuesto de que lo único relevante para el desarrollo político del país era la existencia de un poder judicial autónomo, capaz de resolver las disputas entre los políticos. Esa función, sin duda importante, ha avanzado de una manera certera y ambiciosa a lo largo de estos años. Sin embargo, eso no es suficiente para una ciudadanía de la que se abusa de manera cotidiana, una ciudadanía que goza de muchos derechos teóricos pero muy poca protección judicial en la práctica. La pregunta es si la Corte está dispuesta a reencontrar ese camino y consolidar un nicho clave.
En lugar de ver el mundo desde arriba, desde las alturas del poder, tal y como ocurrió con la obtusa y mezquina visión que dio forma a la nueva Suprema Corte, es imperativo ver al mundo desde abajo, desde la perspectiva ciudadana. Visto de esta manera, el mundo es verdaderamente difícil. Para el ciudadano común y corriente, lo único que ha cambiado en estos años de transformación política es el que puede votar con la certidumbre de que el sufragio será respetado. Sin embargo, su capacidad de acción política es tan limitada como lo era antes. Cuando se enfrenta a la autoridad, sus derechos son irrisorios y la capacidad de abuso infinita. La autoridad en México sigue teniendo facultades expropiatorias en terrenos tanto patrimoniales como de sus derechos fundamentales. La autoridad puede saltarse etapas en un proceso judicial, rompiendo con lo que se llama el debido proceso y, sin embargo, es muy poco lo que el ciudadano puede hacer ante el abuso. Una empresa puede sufrir el embate de una autoridad administrativa, frente a lo cual sus recursos legales son siempre insuficientes. Hasta obtener un amparo es con frecuencia imposible: su acceso es tan limitado que tres de cada cuatro amparos acaban siendo declarados improcedentes. El punto es que el ciudadano en México no es un ciudadano. Sigue siendo un súbdito.
La democracia llegó a México pero sólo en el ámbito electoral. Fuera de ese ámbito seguimos en el México de antes, en el México autoritario en el que el concepto de ciudadanía es inexistente. Aunque la Constitución le confiere amplios derechos al ciudadano –desde la libertad hasta la protección frente a actos arbitrarios de la autoridad- en la práctica cotidiana esos derechos son sólo una aspiración. Nadie vela por el ciudadano. Desde esta perspectiva, la democracia que tanto hemos celebrado a partir del 2000 no ha hecho mella en la vida cotidiana del mexicano común y corriente. Sin cambios profundos en la manera de funcionar del sistema político, nada de esto va a cambiar.
Muchos se preocupan por el deterioro en las percepciones de la población respecto a la democracia. Hacen bien. Sin embargo, la mayoría de esas preocupaciones se refiere menos a la ausencia de derechos civiles efectivos que a la falta de funcionalidad del sistema político en general. Es decir, la mayoría de las preocupaciones se centran en el impasse que caracteriza a la relación entre el legislativo y el ejecutivo, y no al deterioro efectivo de los derechos ciudadanos. La parálisis que existe en el poder legislativo es un problema por demás serio y preocupante, pero no más importante que la ausencia de derechos ciudadanos. Muchas experiencias en el mundo han demostrado que el problema de relación entre el poder legislativo y el ejecutivo es superable. La ausencia de derechos no se cura más que con la existencia de esos derechos, algo que sólo una institución que cuide de ellos, como la Suprema Corte, puede garantizar.
La Suprema Corte ha sido reticente a entrometerse en temas políticos y, con mínimas excepciones, ha preferido no inmiscuirse en temas más allá de las diferencias entre poderes. Ciertamente, el poder judicial la Corte ha lidiado con una infinidad de amparos, pero éstos benefician, por actual naturaleza, a individuos en lo particular y no a la ciudadanía en general. Si la Corte quiere hacer una diferencia y convertirse en el factor real de transformación democrática del país, tal y como lo han hecho las Cortes de España y Estados Unidos, sólo para citar dos ejemplos obvios, tendría que dedicar sus esfuerzos a los temas que consolidan a la ciudadanía y no exclusivamente a aquellos que dirimen disputas entre quienes la oprimen de manera consuetudinaria y sistemática. Las cortes supremas de Estados Unidos y España han adquirido el enorme prestigio de que gozan precisamente porque se abocaron a los temas que hacen una diferencia para la ciudadanía. Tratándose de cuerpos colegiados no electos, lo increíble es precisamente el prestigio de que gozan. No se trata de algo gratuito: la ciudadanía sabe reconocer dónde están sus aliados. Hoy por hoy, la Suprema Corte de Justicia actual no es una aliada de los mexicanos.
Los temas que afectan a la ciudadanía son por demás obvios: desde la libertad de expresión hasta el debido proceso, pasando por la separación del Estado y la iglesia, la libertad religiosa, el derecho de asociación, los derechos de los ciudadanos frente a la expropiación o frente a las policías, las garantías de los inculpados, los fueros y los tribunales especiales. En todos y cada uno de éstos, así como en el resto de las garantías constitucionales, los mexicanos a diario sufren abusos por parte de alguna autoridad. Pero el punto central no es sólo la carencia de derechos sino también el que no sea posible exigir obligaciones. Unos no pueden existir sin los otros. Nuestra historia está saturada de obligaciones que se ignoran precisamente porque nadie, ni la propia autoridad, percibe que tiene legitimidad para exigir su cumplimiento. Lo que algunos llaman estado derecho acaba siendo una burla, una parodia de lo que debe ser el mundo de derechos y obligaciones a que se compromete un ciudadano. El cambio requerido para lograr esta transformación sería obviamente radical y nadie, excepción hecha de la Suprema Corte, puede encabezarlo.
A la fecha la Corte ha cumplido un papel central en el desarrollo político del país y en la disciplina de los propios políticos. Pero, aunque crucial, nada de eso va a darle a la Corte la trascendencia que su autonomía permite como lo haría la defensa activa y militante de los derechos civiles de la población. La Corte no tiene facultades explícitas para ello (de hecho, ningún ciudadano puede apelar directamente ante la Suprema Corte), pero la Corte puede atraer todos los casos que desee. También puede dar directrices en los casos que conozca, pues un fallo de la Corte puede ampliar o restringir el alcance de una garantía constitucional. Una Corte dispuesta podría elegir los casos que le permitiesen hacer efectivos los derechos ciudadanos. Negar esta posibilidad implicaría asumir una actitud timorata que ciertamente no ha sido la característica de la Corte en el ámbito de los políticos.
La Corte puede ser activista o pasiva, legalista o política, pero si no se aboca a los derechos ciudadanos está condenando su relevancia –y su prestigio- a un ámbito por demás modesto y más bien mediocre. Adoptar la causa de los derechos civiles naturalmente implicaría entrar de lleno en el terreno político. Pero, de otro modo, ¿para qué habríamos de querer los ciudadanos una Suprema Corte que no nos genera ningún beneficio?
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