Supuestos heróicos

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No hay nada más político en una sociedad que las fuentes y usos del dinero. La forma en que el erario recauda o extrae recursos de la sociedad está inexorablemente vinculada a la estructura del poder y ambos determinan la distribución de los recursos. Desde esta perspectiva, a nadie debería sorprender que el tema más conflictivo y disputado de la cosa pública en la era post presidencialista sea precisamente la fiscal. Cambió la estructura del poder y, consecuentemente, ha cambiado la dinámica tanto de los impuestos como del uso de los recursos. Lo que no ha cambiado es la forma de analizar y discutir los asuntos fiscales.

Al menos en su concepción filosófica, sobre todo la de los clásicos del pacto social, los impuestos son la relación más directa entre la ciudadanía y sus gobernantes. Es el intercambio de responsabilidades y derechos que crea tanto al Estado liberal como al ciudadano. En su traducción moderna, a los ciudadanos se les exige que paguen impuestos como una contribución al desarrollo y mantenimiento de la sociedad. En un modelo democrático ideal, los representantes de la ciudadanía, los legisladores, se abocarían a defender el interés del ciudadano a través de asegurar que los impuestos sean razonables y proporcionales, a la vez que lo recaudado se empleará de una manera eficiente y útil al objetivo esencial, el del desarrollo, protección y mantenimiento de la sociedad. Desde esta perspectiva, la primera pregunta relevante es en qué medida México se apega a este esquema liberal.

Por su parte, el gasto público entraña la rebatinga entre quienes van a emplear los fondos públicos, supuestamente para lograr ese bien general inherente al objetivo del pago de impuestos. En nuestro caso, los fondos públicos se disputan al menos en tres niveles: primero, cuánto le toca a la federación y cuánto a los estados y municipios; segundo, dentro del gobierno federal, cuánto a cada programa, proyecto y secretaría; y tercero cuánto le toca a cada estado y municipio. Aunque existen fórmulas para asignar recursos (por ejemplo, en función de la población de cada estado o sus niveles de pobreza o riqueza), la realidad es que la distribución siempre tiene un tono partidista: los partidos representados en el poder legislativo asignan recursos discrecionales en función del partido que está en el gobierno en cada entidad. En otras palabras, el gasto es también un factor de negociación política donde se premia y castiga según deciden los liderazgos respectivos tanto del ejecutivo como del legislativo.

Un cuarto rubro de negociación, pero distante del ojo público, es el que tiene lugar en torno a la distribución de recursos que se dirigen hacia intereses particulares. En algunos casos, como los regímenes especiales de tributación, esa discusión es pública; en otros, como los subsidios implícitos o explícitos que reciben sectores particulares, tienden a ser negociaciones obscuras, como ejemplifican los transportistas. No menos importantes son las transferencias que reciben los grandes sindicatos como parte de sus negociaciones salariales y que, con frecuencia, representan montos superiores a las de muchas secretarías y estados.

En este contexto es evidente que no se puede discutir el tema de los impuestos de manera independiente al del uso de los recursos. Aunque funcionalmente se trata de dos cosas distintas, tanto los impuestos como el gasto son factores de legitimidad: la ciudadanía paga más impuestos a un gobierno que percibe como legítimo y, en sentido contrario, tiende a no pagar cuando no lo considera así. En este sentido, quizá no sea casualidad que el gobierno mexicano lleve décadas recaudando menos que la mayoría de los gobiernos de países desarrollados. Claramente, la ciudadanía no percibe que sus impuestos se traduzcan en una mejoría sustantiva en la calidad de la infraestructura, en la tasa de crecimiento económico, en la seguridad pública o, al menos, en la transparencia y rendición de cuentas respecto al uso de los recursos, razón por la cual su propensión natural es a rechazar cualquier planteamiento en materia fiscal. Peor cuando el pago mismo de los impuestos entraña un costo con frecuencia significativo.

Lo irónico de nuestra situación actual es que el gobierno mexicano de esta era democrática no haya logrado alterar las tendencias históricas en materia fiscal. Presumiblemente, un gobierno claramente emanado de las urnas y aplaudido por el electorado habría contado con la legitimidad para modificar la estructura política y, de ahí, la fiscal, pero claramente eso no ocurrió. Es posible esbozar diversas hipótesis sobre por qué fue así, pero lo esencial quizá sea que durante el gobierno del presidente Fox no sólo no cambiaron las tendencias históricas en materia fiscal, sino que tampoco se modificó ninguna otra: la inseguridad siguió igual, el estancamiento económico no se modificó, los poderes fácticos incrementaron su poder (y el abuso), la impunidad de los políticos, sindicatos, partidos y burócratas siguió igual. Es decir, el repetido fracaso por parte de la administración Fox de modificar el sistema fiscal tiene menos que ver con la calidad de su propuesta específica que con la percepción ciudadana sobre la calidad del gobierno que tenemos.

El gobierno del presidente Calderón ha lanzado un planteamiento más amplio en el sentido político, pero no más certero desde la perspectiva ciudadana. En su presentación, el gobierno federal reconoce que el éxito de una reforma fiscal depende no sólo de la calidad técnica de la propuesta, sino de las garantías con que cuente el ciudadano de que el dinero se empleará de una manera eficiente y de que habrá mecanismos que garanticen la transparencia en el uso de los recursos. Dicho lo anterior, quizá lo más revelador de la discusión pública respecto a la reforma propuesta –y del estado de nuestra democracia- es que toda la disputa respecto a la iniciativa del ejecutivo se haya concentrado en la parte técnica de la propuesta (sobre todo la llamada CETU) y nada en los mecanismos de rendición de cuentas. Por esto no es difícil anticipar que, en la medida en que el pasado sea indicativo de lo que viene, el gobierno no logrará convencer a la ciudadanía.

Quizá por lo anterior es que la propuesta gubernamental se concentra no en una mayor recaudación de impuestos de las personas físicas, sino en las empresas. De hecho, el corazón de la propuesta gubernamental reside en la introducción de un mecanismo que garantice un pago mínimo de impuestos por parte de las empresas. La premisa de que parte el gobierno es que las empresas cuentan con un amplio número de medios (todos ellos legales) a través de los cuales logran disminuir su tasa efectiva de impuestos. En función de eso, lo que el gobierno busca es establecer un piso mínimo: que ninguna empresa pague menos que la tasa a que acabe estableciéndose la CETU.

No deja de ser peculiar observar cómo el gobierno se ha dedicado a negociar la iniciativa no sólo, o no fundamentalmente, en el seno del poder legislativo, sino con las empresas que son su objetivo principal. En ese proceder hay un reconocimiento implícito de la ilegitimidad que caracteriza al Estado mexicano y de la inviabilidad (o falta de disposición política) de llevar a cabo una verdadera transformación fiscal, el corazón de la relación gobierno-ciudadanía. Lo que yace detrás de la propuesta fiscal y su mecánica de negociación es un intento honesto de resolver el problema de financiamiento del gobierno y no un deseo de sentar las bases de una nueva sociedad.

A diferencia de lo que ocurrió en el sexenio pasado, hoy en día existe un evidente acuerdo entre el ejecutivo y el legislativo respecto a la necesidad de elevar la recaudación y la mayor parte de los legisladores, al menos los del PAN y del PRI, coinciden en que la propuesta del ejecutivo atiende la mayoría de sus preocupaciones. Esto último es interesante sobre todo porque hay un amplio reconocimiento de que la propuesta gubernamental no es la mejor propuesta posible (a nivel técnico al menos, el consenso favorece a una reforma fundamentada en un IVA generalizado), sino la que potencialmente goza de una mayor probabilidad de ser aprobada. Por supuesto, en la política lo importante no es la virtud de la propuesta sino la probabilidad de que ésta sea aprobada.

A la luz de esto, sería interesante especular cómo se podría modificar la reforma propuesta en caso de que el PRD decidiera participar activamente en el proceso de negociación. Si uno sigue las diversas ideas y planteamientos que han emanado de diversos grupos de este partido, es posible que su participación no cambiara la propuesta actual en su esencia (aunque seguramente su apoyo exigiría impuestos adicionales, por ejemplo a las ganancias de capital en bolsa), pero quizá le daría una mucho más amplia base de legitimidad al sistema político en su conjunto, algo que nadie debiera despreciar. Un mayor activismo legislativo del PRD también permitiría cambiar la dinámica del poder en el país al disminuir la dependencia del gobierno respecto del PRI en el Congreso.

Si el contenido de la propuesta favorece su aprobación eventual (cualesquiera que sean los ajustes que ésta sufra en el legislativo para hacerla digerible a todas las partes), la pregunta importante es sobre el significado y efecto de su aprobación. Como argumentaba yo al inicio, no se puede desvincular la recaudación de impuestos del uso de los recursos y aquí el gobierno tiene dos problemas muy serios: por un lado, buena parte del dinero adicional que se plantea recaudar ya se comprometió. Por el otro lado, no hay garantía alguna de que el dinero se vaya a gastar mejor. La reforma propuesta acaba siendo meramente recaudatoria.

Buena parte de los fondos adicionales que el gobierno confía recaudar fueron comprometidos en meses pasados: en 2006, el gobierno saliente de Vicente Fox acordó la rezonificación de los maestros de Oaxaca, acuerdo que quizá pudiera explicarse en términos políticos, pero su costo será cercano a un 1% del PIB. A eso habría que añadir los programas sociales (como la pensión a adultos mayores, el seguro popular y la expansión de Oportunidades) que enarboló el gobierno anterior. Además, y en adición a estos rubros, la reforma en materia de pensiones que se aprobó al inicio de la actual administración (y que era indispensable para contener un pasivo gubernamental con los empleados del sector público que crecía a la velocidad del sonido), entraña un costo anual para el erario cercano a 0.5% del PIB. Es decir, de los dos puntos porcentuales del PIB que el gobierno espera incrementar en la recaudación con esta reforma, el neto que quedaría para todas las obras que el gobierno se propone realizar es no más de la cuarta parte y eso suponiendo que logra su meta de recaudación y que, al cambiar el salario relativo de los maestros en algunas partes del país, el resto de los empleados públicos acepta que no haya cambio alguno en su propio sueldo. Dos supuestos heroicos por decir lo menos.

Nadie puede negar que el país tiene ingentes necesidades y que los fondos con que cuenta el gobierno son sumamente limitados tanto en términos absolutos como en términos relativos. Si bien no cabe la menor duda de que el dispendio en el gasto público es inmenso (para ilustrar baste ver los abusivos contratos colectivos de trabajo en sectores como el magisterial, salud, petrolero y energético), igual de cierto es que el gobierno tiene muy poco margen de maniobra con los fondos con que contaría aun si no hubiera todos esos abusos, dispendios e ineficiencias. El problema es que no se puede separar una cosa de la otra: sin una profunda reforma en la forma de gobernar y administrar los recursos públicos, el impacto económico de una reforma fiscal adicional va a ser mínimo.

En estas circunstancias, hay tres escenarios para la reforma fiscal en ciernes: de aprobarse la reforma, los fondos adicionales con que contaría el gobierno (federal y estatales) –luego de descontar los pasivos ya reconocidos- serían relativamente pequeños como para hacer alguna diferencia significativa. Por su parte, de no aprobarse la reforma, el potencial de conflicto político se elevaría toda vez que una buena parte de los fondos ya se gastó. La alternativa al conflicto político sería retornar a niveles sofocantes de endeudamiento, que nos regresarían a los círculos viciosos de hace treinta años. Por todo esto, las opciones que tienen frente a sí los legisladores son mucho más políticas y conflictivas de lo aparente. Desafortunadamente para la ciudadanía, la diferencia es demasiado pequeña para que le importe demasiado. Y eso nos dice mucho sobre la realidad de nuestra democracia así como del potencial de desarrollo económico.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.