Los procesos electorales de 2009 prometían ser un paso más en un camino que, aunque pedregoso, contribuiría a asentar la institucionalidad y mantener la estabilidad del país. Aunque algunos comicios intermedios han sido particularmente protagónicos, (1991 por la recuperación del PRI y 1997 por concluir la era de las mayorías absolutas), la generalidad ha sido deslucida. Lo que hizo particularmente pantanoso el proceso actual es la combinación de circunstancias, tanto internas como externas, que creó un escenario poco propicio para que se repitiera la historia tradicional.
En esta ocasión, tres circunstancias se combinaron para construir un entorno complejo: primero, la reforma electoral de 2007, que polarizó a la sociedad y creó un ambiente de abierta hostilidad entre los propios partidos y en el llamado “círculo rojo”; segundo, la crisis económica que cambió toda la dinámica que caracterizaba al gobierno y, de hecho, lo sacó de su “zona de confort”; y, tercero, una campaña particularmente agria, y la vez irrelevante por la ausencia de discusión de temas relevantes, que evidenció la cara menos amable de nuestra clase política. Todo esto conformó el escenario para el movimiento en pro de la anulación del voto y puso a los políticos y legisladores a la defensiva.
Lo que tenemos al día de hoy es un entorno internacional de crisis económica, una situación de conflicto político interno y una sociedad que no sólo se siente agraviada, sino que busca formas de manifestarlo. Lo interesante es que el ambiente nacional ha sido integrado tanto por acciones concretas que han tenido repercusiones no siempre positivas, como por la inacción y la incapacidad de enfrentar los retos que el país tiene frente a sí.
Al momento de escribir estas líneas, días antes de las elecciones, es imposible saber cómo se articularán estos elementos, pero parece claro que el 5 de julio no habrá de ser un día típico en la política mexicana. Probablemente en contraste con la tradición, será una elección donde ser harán presentes grandes temas y controversias. Lo que sí es posible analizar en este momento son los componentes del escenario para darle contexto a lo que podría venir en los días próximos.
La ley y la nulidad
La transición a un régimen democrático prometía una nueva relación entre la ciudadanía y el poder político. Atrás quedaría la presidencia sobredimensionada y en su lugar comenzaría a crecer un andamiaje institucional que equilibraría los poderes y le conferiría un papel estelar a la ciudadanía. La realidad ha sido otra: la pérdida de poder presidencial no fortaleció al ciudadano ni se dio una revitalización institucional. En lugar del viejo presidencialismo aparecieron nuevos señoríos feudales y cobraron fuerza los llamados poderes fácticos. En lugar del régimen presidencial ahora tenemos el régimen de la impunidad.
La impunidad ha ido ganando una batalla tras otra, al grado en que los ciudadanos ya no son parte de la ecuación: todos los incentivos promueven distancia de los políticos respecto a los ciudadanos, incluso para aquellos, honestos y responsables, que preferirían que así no fuera. La población ha quedado relegada a un mero espectador del abuso y los excesos que caracterizan a nuestra clase política y sus socios.
La reforma electoral de 2007 pudo haber saldado cuentas entre los partidos pero sembró un ambiente de hostilidad en la sociedad. En lugar de procurar un sistema más efectivo de gobierno y acercar a la población, los legisladores se dedicaron a demarcar su territorio, aislar a la ciudadanía e incorporar mecanismos de control donde no existían ni eran necesarios. Es posible que, en retrospectiva, el momento de esa legislación constituya el punto de quiebre para lo que venga en los próximos tiempos.
Sea cual fuere el impacto último de la legislación electoral, es difícil no concluir que esa legislación trajo consigo consecuencias no anticipadas. Se aprobaron leyes, impusieron reglamentos y avanzaron procesos de control sobre la ciudadanía cuyas dimensiones la clase política nunca alcanzó a comprender. Peor, los legisladores luego corrieron a culpar a alguien más. Es interesante notar que el efecto de aislar a la población de las decisiones políticas también implica que los políticos se aislaron de la sociedad; muchas revoluciones en la historia fueron producto precisamente de la creciente distancia que caracterizó, por ejemplo, a la realeza francesa de la población común y corriente. El tiempo dirá cuál es el tamaño de la factura que los políticos mexicanos acabarán pagando por su decisión de enconcharse.
La propensión a promover y aprobar leyes sin analizar sus posibles consecuencias es legendaria. En la era del presidencialismo no se podía tocar una legislación ni con el pétalo de una rosa. Pero eso no implicaba que esas leyes fueran buenas o idóneas para el objetivo propuesto. Ahí está como testigo la colección de macro reformas con micro resultados. Ahora, en la era de legislativo exacerbado, nada ha cambiado: las iniciativas de ley son instrumentos para mostrar quién tiene el poder, no medios para mejorar la vida de la ciudadanía. Cambió el dueño, pero no el objetivo.
Los ejemplos son vastos, pero quizá ninguno tan brutal como la defenestración del IFE. La otrora institución ciudadana que se dedicaría a asegurar la equidad en la competencia electoral ha pasado a ser un apéndice del legislativo. Los políticos removieron a sus (inamovibles) consejeros, le impusieron las reglas de funcionamiento, decidieron supervisar su gasto y, de hecho, regir sobre cómo deben administrarse los procesos electorales. Es decir, lo que antes hacía la secretaría de gobernación hoy lo hace el poder legislativo. El círculo se cerró una vez más. Los políticos han logrado quitarse las molestias de la democracia y volver a ejercer control sobre la política electoral. Tenemos políticos más fuertes pero instituciones más débiles y vulnerables.
La democracia mexicana pasó de procurar un contrapeso al viejo presidencialismo para convertirse en una fuente de poder vengativo en manos de los partidos y los políticos. El péndulo se había extremado hacia un lado; ahora para el otro. La gran pregunta es cuándo y cómo comenzará la indignación de la ciudadanía y cómo se va a manifestar. En el momento de escribir estas líneas es imposible saber, por ejemplo, qué impacto podría llegar a tener el movimiento por la anulación del voto: algunos suponen que éste puede acabar constituyendo la revancha de la ciudadanía contra los políticos. Otros, quizá más astutos, consideran que movimientos de esa naturaleza tienden a ser esencialmente elitistas. De hecho, lo difícil, igual para analistas que para políticos, es dilucidar en qué medida el enojo ciudadano es coincidente con el activismo de integrantes de la sociedad civil. Nadie puede dudar que existe un creciente descontento en la sociedad, pero no es evidente que ambos componentes, el intelectual y el del ciudadano “de a pie” sean equivalentes o coincidentes.
En la era del presidencialismo priísta, la población reconocía el límite de sus derechos y se constreñía a burlarse de los políticos, contar chistes sobre los presidentes y, en todo caso, a manifestarse en formas compatibles con el viejo aforisma de “obedezco pero no cumplo”. En esta era, en que existen pocos derechos políticos pero gran libertad de expresión, no es imposible que movimientos como el que promueve la anulación del voto acaben resquebrajando lo poco que resta de la legitimidad del sistema político. De ser así, cruzado ese umbral, la reforma siguiente tendría que ser muy distinta a la que en los días previos a las elecciones contemplaban los senadores.
Los políticos mexicanos están en la cuerda floja porque han perdido todo sentido de realidad y porque creen que el mundo es suyo y que pueden mangonear a la población sin límite. Ahora la ciudadanía sabe que puede elegir y tumbar candidatos y partidos por la vía electoral. Muchos ciudadanos creen, y ese es quizá el tema crucial de esta elección, que también pueden afectar la realidad cancelando su voto. Vaya paradoja: con todas las restricciones a sus derechos que le ha impuesto el legislativo, la ciudadanía sabe que ya no existen los controles de antes y que el afán de restablecer el poder centralizado de antaño simplemente no es factible. Estas circunstancias tarde o temprano llevarán a una reconfiguración del poder: así como acabó el presidencialismo por voluntad de la población en una elección indisputada, también terminará el abuso del poder legislativo. La pregunta hoy es si eso será un efecto de esta elección.
Los problemas que no se esfuman
Este proceso electoral se dio en el contexto de una crisis económica que, si bien no fue de manufactura local, ha tenido efectos igual de perniciosos que las de las décadas pasadas. Sin embargo, a diferencia de aquellas crisis, ésta ha evidenciado fracturas importantes en la estructura económica del país y, sobre todo, de su sector industrial.
La contracción económica que experimentamos en estos momentos se puede y debe desagregar en todos sus componentes. Por un lado tenemos empresas que se han modernizado y son competitivas, la mayoría exportadora o exitosa competidora de las importaciones; por el otro lado, tenemos un sector industrial que, en términos generales, ha sido incapaz de modernizarse y ha ido avanzando hacia la obsolescencia. Los elementos diferenciadores entre estos dos grupos de empresas nos remiten a una serie de binomios: orientada a la exportación vs. dedicada al mercado interno; moderna vs. anquilosada; competitiva vs. dependiente de protección y subsidios; dedicada al consumidor vs. perdida en los intereses de la propia empresa. Aunque no siempre es cierto, la mayor parte de las empresas modernas son exportadoras (o compiten exitosamente con importaciones) y son competitivas. Lo contrario también es cierto: la mayor parte de las empresas viejas y anquilosadas nada tienen que ver con el comercio exterior, han sido gradualmente rebasadas por las importaciones, no son competitivas y son las que más demandan protección y subsidios.
El dilema implícito en estos contrastes es obvio: la economía mexicana se ha partido en dos y una parte se ha quedado estancada en la historia. Por años, desde los ochenta cuando se inició la liberalización de las importaciones, la parte exportadora comenzó a jalar al resto de la economía y a generar tasas elevadas de crecimiento en el sector (en muchos años de más de 10% anual). La expectativa era que, poco a poco, toda la planta productiva se transformaría para construir una economía moderna. Naturalmente, no todas las empresas se dedicarían a la exportación, pero la presunción era que la competencia por parte de las importaciones obligaría a la planta productiva a transformarse. Independientemente de las causas, desde hace mucho tiempo ha sido evidente que la expectativa de una transformación súbita fue irreal.
Nada de esto es novedoso. Lo que es relevante, y por eso debe ser asunto de consideración, es la dinámica política que se ha construido en torno a la situación de la economía mexicana. En lugar de avanzar hacia el desarrollo de una economía moderna, la retórica política ha privilegiado la defensa de la vieja economía, esa que no tiene futuro ni posibilidad de generar riqueza o empleos. Es decir, la apuesta política se ha concentrado en lo que ya no puede ser, en lugar de allanar el camino hacia el desarrollo de una economía moderna, eliminando obstáculos y facilitando la transición de las empresas que sean capaces de modernizarse.
La combinación de una situación de polarización política con una economía en dificultades, mitad por la situación internacional y mitad por los fardos que la paralizan, creó un entorno particularmente complejo para las elecciones intermedias.
¿Visión o retroceso?
El resultado electoral va a ser motivo de análisis, debate y discusión en todos los foros públicos del país. Unos magnificarán algunos datos, otros los minimizarán. Lo que nadie podrá ignorar es el pernicioso entorno en el que se encuentra no sólo la realidad nacional, sino particularmente el sistema político, cuya responsabilidad es la de ver hacia el futuro, resolver problemas y crear condiciones de desarrollo. Por supuesto, nada de esto ocurre en la realidad mexicana actual y ese es el verdadero reto.
La gran pregunta que sin duda arrojará esta elección es si el país es capaz de enfrentar los retos que tiene frente a sí. Esta interrogante no es nueva, pero no por eso deja de ser el quid de la vida pública y política. Es cierto que la crisis económica no se originó en el país, pero eso no nos exime de la realidad estructural de la economía, que exige respuestas concretas. Exactamente lo mismo es cierto de la vida política. En los últimos años, han dominado los rencores, los intereses de corto plazo y las coyunturas.
Es tiempo de un nuevo proyecto político, uno que responda con visión y oportunidad, uno que ponga al ciudadano en el centro –como la razón de ser- de la política nacional. La alternativa es más años de retroceso, decaimiento y crisis.
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