Luis Rubio / Reforma
La nostalgia es perniciosa como guía de acción para los gobernantes, pero eso no parece disuadirlos. La noción de que se puede recrear un pasado que, en retrospectiva, parece idílico, tiene un atractivo tan obvio, que invita a crear utopías mentales y propuestas que capturan las emociones, pero no por eso resultan menos engañosas. En esto no es muy diferente el protagonista electoral a los de otras latitudes (Trump, Brexit, etc.). Por su naturaleza, el discurso político siempre apela a las emociones, pues lo que se persigue es cautivar al votante sin tener que explicar nada más que: la solución “soy yo.” No es necesario decir cómo o porqué.
El planteamiento es simple pero poderoso: el país funcionaba mejor cuando el gobierno federal lo centralizaba y controlaba todo, pero ahora, por las reformas de las últimas décadas, se generó una corrupción que explica todas las desviaciones. No importa el tema (criminalidad, crecimiento económico, pobreza o relaciones con Estados Unidos), la solución es acabar con la corrupción a través de la elección de Andrés Manuel López Obrador, cuya persona es imponente y, por lo tanto, susceptible de acabar con la corrupción meramente por su advenimiento. Todo el resto es comentario.
El planteamiento es emotivo: se busca atraer a quienes no se han incorporado, o no se han podido incorporar, a la economía digital, a las víctimas de la criminalidad y a los viejos sectores corporativos, para hacer posible la recreación de un pasado nostálgico, a pesar de una obviedad: el pasado no es repetible.
Hace unos veinte años tuve la oportunidad de charlar con don Antonio Ortiz Mena, secretario de hacienda en una de las eras más estables y de mayor crecimiento económico. La charla giró en torno a su estrategia como autor del “milagro mexicano.” Su explicación sigue resonando en mi cabeza hasta hoy: en esencia, me dijo que no había similitud posible con el momento en que a él le había tocado la responsabilidad financiera del país, porque antes las cosas eran, comparativamente, muy fáciles: el gobierno era todopoderoso, los tipos de cambio eran fijos, la economía estaba cerrada, el control sobre sindicatos, empresarios y prensa enorme y, en resumen, que la clave de su éxito en aquellos años había radicado en la disposición del propio gobierno a controlarse a sí mismo. O sea, un mundo absolutamente contrastante con el actual, en todos sentidos. Me impresionó su humildad y su claridad mental, que le llevaba a visualizar al mundo actual como radicalmente distinto al que a él le tocó protagonizar.
El gobierno del presidente Peña llegó decidido a recrear el pasado pero nunca lo pudo lograr y ahí se atoró. López Obrador está convencido que no sólo es posible sino necesario y por ello sus propuestas son todas retrospectivas y nostálgicas. A menos que esté dispuesto a destruir todo lo existente, no hay razón para pensar que a él le irá mejor.
Estos tiempos electorales le obligan al elector a dilucidar entre las opciones, aquellas que persiguen resolver los entuertos que quedan o aceptar la solución nostálgica, cada una con sus consecuencias.
Me pregunto si sería posible lidiar con las emociones y, al mismo tiempo, avanzar el desarrollo del país. Parte de la razón por la que la nostalgia es tan atrayente es el hecho que, a pesar de haber avanzado en algunos frentes, la población se siente acosada y paralizada. Enfrentada a la criminalidad y a la aparente ausencia de opciones, la nostalgia se vuelve extraordinariamente seductora.
La única forma de romper el círculo vicioso es salir de ahí: confrontar a la nostalgia con un proyecto distinto que, construyendo sobre lo existente, plantee soluciones y no retornos a lo que dejó de funcionar, oportunidades en lugar de utopías. Esto puede implicar un nuevo arreglo federal, reformas sociales de diversa índole o iniciativas políticas y económicas que hagan posible la consecución de un nuevo estadio educativo, de infraestructura y de salud, pero sobre todo una nueva visión.
Hasta ahora, por varias décadas, toda la estrategia gubernamental, independientemente de persona o partido, se ha abocado a mejorar marginalmente lo existente, pero siempre sin romper con el statu quo político. Quizá sea tiempo de replantear el arreglo político, pues es ahí donde todo se ha atorado. Un nuevo régimen político no implica la destrucción de lo existente, pero sí entraña una modificación fundamental: ante todo, cambia el para qué del gobierno y, por lo tanto, de sus prioridades.
Si la prioridad ya no es la preservación del statu quo a cualquier costo, las oportunidades se tornan infinitas y las promesas, que apelan a las emociones, se vuelven creíbles. Todo mundo sabe que lo esencial es seguridad física y patrimonial, certeza jurídica, eliminación de las causas de la corrupción, educación de verdad e infraestructura (en el sentido más amplio) para un gran futuro. Todo mundo lo sabe pero un gobierno tras otro ha soslayado esa responsabilidad. La clave radica en romper con los círculos viciosos en que llevamos décadas sumidos y que, a pesar de avances reales, muchos enormes, mantienen paralizado y desmoralizado al país. No es ciencia del espacio, pero sus implicaciones casi lo son.
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