Nadie duda que el país enfrenta un sinnúmero de problemas y desafíos. Así es nuestra realidad nacional y cotidiana. Ahora que concluye el periodo legislativo, vale la pena destacar nuestra imponente incapacidad para analizar y resolver los problemas que enfrentamos. No sólo mostramos resistencia para ponemos de acuerdo en la naturaleza de los problemas que nos aquejan, sino que discutimos alternativas de solución sin que exista un acuerdo, como punto de partida, sobre la definición o causa de los problemas mismos. Peor, una vez que se intenta una solución (como ha ocurrido con muchas de las iniciativas de ley en los últimos tiempos), típicamente se enfoca un aspecto del problema, lo que provoca, en el mejor de los casos, reformas a algunos componentes del problema, sin que se atienda el fenómeno en su integridad. El resultado más común, lamentablemente, no es siquiera la resolución parcial del entuerto, sino la agudización del problema general, a la vez que se crean virtuales “vacunas” contra la solución necesaria. Nuestra propensión a actuar a medias es, en buena medida, responsable de la parálisis, la inseguridad pública y la incertidumbre que agobian nuestra realidad cotidiana.
Los últimos lustros ejemplifican muy bien el tamaño de nuestras dificultades. Dos ejemplos son particularmente ilustrativos: la creciente inseguridad pública y la dinámica de las reformas económicas del final de los ochenta y principios de los noventa. Los dos ejemplos, casi opuestos en su dinámica, son reveladores de una realidad nacional compleja que claramente tiene soluciones, pero que pocas veces se avanzan. Sobre todo muestran que los avances que de hecho existen, así sean modestos, con frecuencia se topan con la imposibilidad absoluta de seguir adelante en un momento posterior.
El caso de la seguridad pública es paradigmático. Aunque nadie pone en duda la existencia misma de la criminalidad, hay dos asuntos controvertidos en torno al tema: uno sobre sus causas y otro sobre qué tanto aumenta o disminuye su incidencia. La discusión sobre las causas tiende a girar en torno a dos polos contradictorios. Unos afirman que todo en el pasado funcionaba a la perfección, que el viejo sistema político garantizaba la seguridad pública y que ha sido el desmantelamiento de aquel orden el que ha traído consigo la criminalidad. Otros afirman que son las reformas económicas, y la supuesta consecuencia de éstas en términos de desempleo, el motivo del ascenso en la criminalidad. La evidencia, casi abrumadora, indica que el gradual colapso del viejo sistema político yace en el corazón del problema de criminalidad. Al mismo tiempo, la misma evidencia muestra que las bandas de criminales, sobre todo las del crimen organizado, nada tienen que ver con la pobreza o el desempleo, lo que destruye la segunda hipótesis.
A pesar de la evidencia, sucesivos gobiernos adoptaron, por años, la premisa de que el problema de la criminalidad estaba asociado a la pobreza y al desempleo. Más recientemente, ha crecido la convicción de que el problema es de carácter institucional y el gobierno ha enviado diversas iniciativas de ley en un intento por fortalecer el marco tanto legal como institucional de las entidades responsables de velar por la seguridad. A pesar de esto, poco se ha avanzado en esta materia. Las dos cámaras legislativas han hecho gran alarde de las iniciativas aprobadas, pero hacen caso omiso de lo único relevante: el impacto de esas nuevas leyes sobre la criminalidad. A final de cuentas, las leyes son medios para lograr objetivos; dada nuestra realidad política, es explicable que los legisladores se vanaglorien de la aprobación de una iniciativa. Sin embargo, la única medida relevante de una ley radica en su incidencia sobre la realidad cotidiana, que en este caso debería reflejarse en la disminución en los índices de criminalidad.
Pero, volviendo al punto inicial, como no hay acuerdo de fondo sobre las causas del problema ni convicción sobre las soluciones idóneas, lo que ha ocurrido es que se atiendan diversos componentes del problema sin que se resuelva el conjunto. El tema de la criminalidad es paradigmático porque no se puede resolver sin un enfoque integral. Al atacar componentes sin reparar en la totalidad, el resultado se expresa en una mayor disfuncionalidad. Lo anterior es paradójico pero real: hace décadas, el sistema de seguridad pública funcionaba no porque fuese impoluto, sino porque era eficaz y esa eficacia se derivaba de los estrechos controles políticos de carácter vertical que existían en toda la sociedad mexicana. Una vez que comenzó a erosionarse esa estructura de controles, floreció la criminalidad. En ausencia de mecanismos de control y sanción, las propias policías se convirtieron en fuentes de criminalidad o en los goznes que la hacían posible.
Lo que funcionaba bajo un sistema de estrecho control, no opera en una sociedad abierta en la que el gobierno no tiene atribuciones claras, los mecanismos de contrapeso son disfuncionales (menos dedicados a generar equilibrios que a provocar venganzas políticas) y ningún componente del proceso (desde el policía hasta el juez) tiene incentivos para resolver un caso, ya sea porque las leyes de funcionarios públicos lo desalientan o porque mucho de la criminalidad surge o es solapada en esa misma estructura. Lo peor de todo es que esta disfuncionalidad genera una especie de omertá, el código de conducta de las mafias que exige la mutua protección de todos los miembros y asegura que las víctimas no denuncien el delito a menos que deseen sufrir las consecuencias.
Como vemos, las causas de la criminalidad están tan relacionadas unas con las otras que sólo un enfoque integral puede ofrecer la oportunidad de comenzar a erosionarla. A contracorriente, la suma de iniciativas parciales tiende a crear una mayor disfuncionalidad porque las áreas corruptas tienden a abrumar a las que no lo son y la poca efectividad de medidas muy vistosas presentadas con bombo y platillo, tiende a desacreditarlas. En suma, sin un enfoque integral, la criminalidad seguirá creciendo.
Algo semejante se puede decir de muchas de las reformas adoptadas en los ochenta y noventa. La mayoría de ellas, desde las privatizaciones hasta el TLC, incluyendo los profundos cambios que se experimentaron en materia de política comercial, regulación de la actividad económica y la creación de nuevas instituciones y entidades para la supervisión y regulación de la economía, seguía una lógica impecable y totalmente congruente con las necesidades de un país como el nuestro. Algunas de esas reformas fueron extraordinariamente exitosas, otras menos; algunas acabaron siendo terriblemente costosas en términos tanto financieros como sociales. Pero lo que las reformas no han logrado es una transformación radical de nuestra realidad social y económica, a pesar de que mucha de la mercadotecnia con que venían asociadas prometía precisamente eso.
Quizá la explicación a esta aparente contradicción sea muy parecida a la del problema de la criminalidad. Si bien todas, o al menos la abrumadora mayoría de las reformas que se adoptaron, seguían una lógica indisputable, las reformas no siempre fueron una respuesta idónea al problema que prometían resolver. En muchos casos hubo evidentes dificultades y contradicciones en la definición del problema. El caso de Telmex es axiomático: algunas partes del gobierno querían convertir a las comunicaciones del país en una palanca para el desarrollo, lo cual implicaba introducir competencia en el sector desde el inicio, en tanto que otros veían al monopolio telefónico como una fuente de recursos para el gobierno, lo cual implicaba posponer y limitar la competencia. Este tipo de diferencias en la forma de definir el problema permeó a muchas de las decisiones implícitas que se incorporaron en la forma y contenido de las reformas de esa era.
Por otro lado, incluso si las reformas hubiesen estado bien diseñadas, con gran frecuencia su capacidad para resolver el problema específico era limitada, en virtud de la presencia de otros fenómenos que lo afectaban. Por ejemplo, la liberalización del comercio forzó a la planta productiva a elevar sus niveles de eficiencia, mejorar la calidad de sus productos, especializarse y, sobre todo, a ver al consumidor como el corazón de la actividad económica. Sin embargo, a pesar de que la reforma en materia comercial fue exitosa y ha logrado sus objetivos específicos en términos de eficiencia y productividad, es evidente que la planta productiva mexicana no se ha transformado de manera integral y que la economía en su conjunto no se ha beneficiado en términos de acelerado crecimiento o con la generación masiva de empleos u otras oportunidades. La apertura comercial fue una reforma no sólo idónea, sino necesaria; pero para ser exitosa requería de una serie de reformas paralelas en otros ámbitos, sobre todo en servicios (banca, comunicaciones, infraestructura), pues sin ello los industriales mexicanos acabaron teniendo que competir con una mano amarrada en la espalda.
El punto de fondo es que sufrimos de una aguda propensión a ignorar la naturaleza de los problemas y a concentrarnos en debates ideológicos sobre soluciones a problemas indefinidos. Por eso todo se hace a medias y los problemas jamás se resuelven. Aunque es posible identificar tal o cual indicador de mejoría en materia de criminalidad, la inseguridad pública persiste; de la misma manera, aunque la economía mexicana es mucho más sólida que hace veinte años, es evidente que no hemos avanzado en materia de desarrollo. No hay que ser un genio para ver lo absurdo de nuestra realidad.
Peligroso el camino emprendido por TV Azteca
Acusados sus principales funcionarios por fraude por la SEC, la comisión de valores de EU (Litigation release 19022/January 4, 2005), y posteriormente por las autoridades mexicanas, por el supuesto abuso de sus accionistas minoritarios, la empresa ha lanzado un ataque burdo, pero inmisericorde, contra la SHCP, la CNBV y Banamex con el obvio propósito de desviar la atención del público. La maniobra tal vez amedrente a algunos diputados que tienen que votar la nueva Ley del Mercado de Valores, pero en nada le ayudará frente a una agencia reguladora profesional como la SEC, además de que invita a pensar en la necesidad de revisar la Ley de Radio y Televisión.
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