Todo por el todo

PAN

Cuando el presente se torna demasiado volátil, escribió un analista iraní, los gobernantes de Irán gustan de buscar refugio en la seguridad y certeza del pasado. Lo mismo parece ocurrir con los responsables de la campaña del PRI a la presidencia. Aunque hasta este momento no hay encuestas públicas nuevas que permitan conocer con precisión qué tanta distancia, y a favor de quién, separa a Francisco Labastida de Vicente Fox, el súbito viraje que experimentó la estrategia de campaña de Francisco Labastida parece ser un indicador irrefutable de que esta carrera está cambiando de dirección. Ante una situación como esa, es perfectamente lógico y natural que se dé un cambio de estrategia, pues lo contrario implicaría aceptar una derrota sin más. Pero el cambio que ha dado Labastida entraña una peligrosa apuesta. A final de cuentas, ha decidido jugarse todo por el todo esencialmente a partir de la premisa o creencia de que el mexicano es incapaz de discernir.

Nadie puede dudar que la campaña de Vicente Fox ha adquirido un extraordinario dinamismo o momentum. El hecho de que sea el primer reto verdaderamente creíble al monopolio priísta de antaño, le ha conferido a Fox una fortaleza mayor de la que cualquier contingente o estrategia panista (o, de cualquier otro partido) haya logrado en su historia. Cuauhtémoc Cárdenas sin duda gozó de un empuje similar en 1988, pero sin jamás haber logrado levantar el ánimo popular más allá de algunas regiones, sobre todo aquellas situadas alrededor de la ciudad de México. Pero los tiempos han cambiado: las reformas económicas han transformado a la economía mexicana y parecen haber cambiado también la manera en que los mexicanos perciben al mundo, como muestra la encuesta de valores que se ha venido publicando recientemente.

Las crisis sexenales convirtieron al mexicano en un ser extraordinariamente conservador en su comportamiento político, aun cuando lo radicalizaron cada vez más en sus creencias políticas y, sobre todo, en su percepción del gobierno. Por años, esta mezcla arrojó resultados muy peculiares: la población mantuvo al PRI en el poder, pero le negó mayor legitimidad. Ahora las cosas podrían estar cambiando. Aunque es imposible saberlo a ciencia cierta con la información disponible a la fecha, el perfil del elector parece haber sufrido un cambio en el último par de años: el miedo a las crisis ya no parece ser un factor determinante en su voto a favor del PRI, lo que sugeriría que su voto se podría estar acercando a sus creencias o preferencias políticas, lo que favorecería a algún candidato de la oposición. Con gran claridad de visión, Fox organizó su campaña no en torno a los temas tradicionales enarbolados por el PAN (aunque con frecuencia saltan valores fuertemente arraigados en los miembros de ese partido, sobre todo en el ámbito religioso), sino en la confrontación régimen-anti régimen. La estrategia de Fox ha sido la de tratar de capitalizar el descontento popular con el gobierno, independientemente del partido de preferencia de cada uno de los votantes. No cabe la menor duda de que en el camino ha logrado penetrar vastos terrenos tanto del PRI como del PRD.

Mucho antes de que Fox hiciera debut en la escena política, ya había diversos signos ominosos para el PRI. Las zonas urbanas del país llevan años de mostrar un progresivo descontento con el gobierno y el partido, situación que se ha manifestado en un creciente voto por candidatos del PAN y del PRD en virtualmente todo el país con excepción del sureste. Lo mismo es cierto para la población con mayor educación: por ejemplo, las encuestas muestran que la ventaja de Fox sobre Labastida se incrementa dramáticamente en la medida en que se eleva el nivel de educación. Eso mismo se observa con respecto al ingreso. Gane o pierda Fox, esta campaña va a cimbrar al país. Si gana Labastida, enfrentará un ambiente terriblemente hostil entre la población de la que depende el futuro del país; de triunfar Fox, enfrentará la necesidad de satisfacer a una alianza sumamente diversa, con objetivos e intereses contradictorios, cuyo denominador común era quitar al PRI del gobierno y nada más.

Frente a este escenario, Labastida tenía que dar un viraje en su estrategia de campaña. Lo curioso –patético sería un mejor adjetivo- del curso que eligió es que éste atenta contra todo lo que había venido construyendo desde su campaña al interior del PRI. Para comenzar, Labastida fue el gran promotor de la noción del nuevo PRI, plataforma que empleó para diferenciarse de sus contrincantes en esa justa electoral. Recurrir a esos mismos personajes, con todas las virtudes que pudieran aportarle a su campaña, entraña no sólo una contradicción, sino sobre todo una transformación de la imagen y perfil que él mismo había definido para su candidatura y persona en esta campaña. Al asociarse con todo lo que entonces reprobó, acaba mimetizándose con ello. Nadie puede dudar que, en la lógica de un político en campaña, todo se vale para ganar una elección. La duda es si con este viraje alcanzará su objetivo. En adición a lo anterior, la exitosa campaña de Labastida en la elección interna se basó, en parte, en su renuencia a recurrir a una campaña negativa de destrucción de su opositor. La campaña negativa de Roberto Madrazo fue mostrando su ineficacia a lo largo del proceso y se confirmó con su derrota en aquel 7 de noviembre. Ahora, al recurrir a la misma estrategia, parece estar reaccionando con desesperación y no con la claridad de visión que lo orientó en la campaña anterior. Todavía más grave, la nueva estrategia no deja títere con cabeza, como dice la expresión popular: todo se vale en esta nueva campaña, desde los ataques por el origen de la familia del candidato, hasta las deudas (que acaban siendo bastante menores) de sus parientes. Este chauvinismo no es una buena carta para intentar apelar más tarde a la inversión extranjera y otros vehículos que el país va a requerir para su desarrollo futuro. En el fondo, la nueva estrategia parte del supuesto de que a) los electores no tienen memoria; y b) que son tan limitados que se van a tragar cualquier ataque a Fox, por visceral que éste pudiese ser. Se trata de una estrategia peligrosa para la campaña y sumamente riesgosa aun en caso de triunfar.

La próxima serie de encuestas que se publique bien podría ser determinante del curso que finalmente acabe adoptando esta elección. En la medida en que las próximas encuestas ratifiquen el supuesto de que Fox va a la delantera, el peso de la elección va a recaer sobre Vicente Fox. Este candidato se vería súbitamente inundando de demandas para definirse con toda precisión en una amplia variedad de temas que irían desde la composición de su gabinete hasta sus ofertas de cambios constitucionales a la Iglesia, y desde su política exterior hasta la manera en que negociaría con un Congreso en manos de su oposición (¿PRI más PRD?). De esta manera, aunque las encuestas llegaran a mostrarlo arriba en las preferencias electorales, los riesgos para Fox comenzarían a elevarse, toda vez que, de manera exactamente opuesta a lo que sucede con Labastida, mientras más se defina, más pondría en entredicho la viabilidad de una coalición tan diversa. La lucha por los indecisos se elevaría y, con ello, probablemente exploraríamos los sótanos todavía más profundos de la porquería que puede llegar a arrojar una campaña competida en donde al menos una de las partes (hasta hoy) parece haber optado por olvidarse de todos los límites en el uso de la propaganda.

México es un país muy distinto al de los setenta u ochenta gracias a tres procesos distintos, en ocasiones complementarios y en otras contradictorios: la recesión, estancamiento e hiperinflación que se han vivido en varios momentos, las reformas económicas y las expectativas y desilusiones que produjeron, y la politización de la sociedad que resultó de todo lo anterior. Algunos sucesos específicos, como el sismo de 1985 y la brutal recesión de 1995, ayudaron a acelerar estos procesos, pero es la combinación la que ha obligado a la sociedad mexicana a crecer, madurar y prepararse para lo que venga. Muchos mexicanos han sufrido profundamente en estos años, en tanto que otros se han beneficiado mucho más de lo que pudieron haberlo soñado. Pero lo importante es que, en el camino, todos fueron aprendiendo a ajustarse a una nueva realidad, lo que ha llevado al momento actual. En este contexto, el viraje de la campaña de Francisco Labastida entraña un rechazo a todo ese penoso proceso de ajuste y aprendizaje político y económico. En lugar de abrazar y hacer suyo ese proceso de cambio, inherente a la realidad actual del país, la nueva estrategia reside en ignorarlo, oponerse y pretender que es posible retornar a un pasado que hoy ya no existe. Quizá por primera vez en muchas décadas, un gran número de mexicanos piensa, de acuerdo a las encuestas, que lo que es bueno para el PRI no necesariamente es bueno para México. Con su nueva estrategia, Labastida optó por su partido, dejando colgado al país en el camino.

Bajar la campaña –y la calidad de un potencial gobierno futuro- al nivel en que hasta el más limitado, sectario y dudoso interés del PRI queda protegido, implica apostar a que los mexicanos son incapaces de decidir su destino y optar por lo que más les conviene. La nueva estrategia quizá afiance a las bases tradicionales del PRI, pero entraña el riesgo de alienar a las fuentes de apoyo que serían indispensables para liderear un gobierno funcional, capaz de darle viabilidad al país. De ganar la presidencia, Francisco Labastida va a requerir el apoyo de cada uno de los electores que su campaña se empeña en ignorar, desconocer y despreciar. Más que nada, la nueva estrategia le complica la vida a Vicente Fox, que ahora tendrá que comenzar a presentarse como un probable presidente, con todas las responsabilidades y dificultades que eso entraña. Es dudoso que éste fuera el objetivo de la nueva estrategia priísta, pero de todo hay en esta viña del señor.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.