Todo cambió pero todo sigue igual. Ese es el resumen de casi mes y medio de gobierno. En menos de una semana, el nuevo gobierno se instaló y cambió la dinámica política del país: los profesionales habían regresado y, con ellos, la formalidad en la política. Las formas son sin duda parte esencial de la vida de un país pero, sin sustancia, las formas no alcanzan. Quizá el mayor riesgo para el nuevo gobierno -y para el país- es que perciba que su éxito inicial, tan enorme como ha sido, le lleve a concluir que ya no es necesario hacer nada, que el problema eran los incompetentes de antes y no la realidad.
En unas cuantas semanas ha pasado algo inusual: regresó la sensación de que hay gobierno. Se avanza en la restauración de la rectoría estatal y se hace evidente la eficacia. Al nuevo equipo no le tomó más que unos cuantos minutos para desplazar al anterior, eliminar del mapa -o de los medios- temas que le estorbaban (como la criminalidad) y hacerse sentir como presencia inmanente y omnipresente.
Aún con las dificultades que ha encontrado en el legislativo, las viejas prácticas están de vuelta: el dinero transita como si se tratara de agua. No hay voto suficientemente caro: todo y todos son comprables. Cuando el dinero no surta efecto vendrán otros instrumentos, menos encomiables. Los medios de comunicación están encontrando que la era de “libertinaje” está llegando a su fin. Ahora hay autoridad que está dispuesta a emplear sus medios y recursos para premiar y castigar. Como antes. Igual, hay indicios de que retorna otro de los viejos vicios: la auto censura.
La existencia de autoridad es un enorme activo si se emplea para llevar a cabo cambios relevantes. La forma es fondo siempre y cuando sirva para algo. El PRI de antaño construyó un país moderno pero luego se anquilosó, perdió la brújula y por poco destruye al país. Mientras eso ocurría, las formas seguían siendo impecables: igual que el proverbial cuento de quienes discutían el menú en el Titanic mientras éste se hundía. El gobierno ha restablecido un sentido de autoridad y tiene las capacidades y habilidades para convertir ese enorme activo en fuente de transformación. Si opta por diluir su propuesta de reforma y vivir de los activos que construyeron las administraciones previas (que, con todas sus limitaciones, no fueron pocos), en un par de años, si no es que antes, comenzará a ver los límites del control sin sustancia. O acabará dándose de frente contra un muro. Para entonces ya será tarde para comenzar. El tiempo es ahorita.
Los asuntos centrales son evidentes: seguridad pública, crecimiento económico y estabilidad política. Ninguno de ellos es nuevo y los tres constituyen retos fundamentales que no se resuelven por el hecho de que haya un gobierno en forma, aunque sin ello sería imposible enfrentarlos o resolverlos.
La seguridad pública es mucho más que combatir al crimen organizado o, como muchos proponen, ignorarlo y dejarle un espacio, siempre y cuando no moleste. El país vivió por siglos con estructuras judiciales y policiacas enclenques, todas ellas subordinadas al poder central. La violencia y el crimen crecían en las eras de poder central débil (siglo XIX) y disminuían con poderes fuertes en el centro, como ocurrió durante el porfiriato y la era del PRI. Esta observación ha llevado a muchos a concluir que lo evidente, lo que se requiere, es re-centralizar el poder. El problema es que la descentralización no ocurrió por voluntad sino por la evolución y creciente complejidad de la sociedad y la globalización de la economía. Si bien es evidente que se requiere una nueva estructura política, tampoco ahí funcionará la noción de centralizar. Al país le urgen instituciones fuertes que le respondan al ciudadano y le resuelvan sus problemas.
El crecimiento económico ha sido el objetivo y preocupación de todos los gobiernos desde el porfiriato, pero en las últimas décadas -en un contexto internacional complejo y sumamente competitivo- éste ha sido fugaz, cuando no escurridizo. Aunque hubo momentos y acciones de enorme visión, como el TLC, nunca se desarrolló una estrategia integral de transformación. El contraste con Canadá, que convirtió al mismo instrumento en su carta al desarrollo, es impactante. Por supuesto que las circunstancias y características de ambas naciones son muy distintas, pero la principal diferencia reside en la disposición de los canadienses para definir sus objetivos, construir estrategias susceptibles de alcanzarlos y hacer todo lo necesario para lograrlo.
El éxito económico va a requerir un cambio radical de visión: aceptar que la transformación requerida entraña costos pero que una vez llevados a cabo, estos se convierten en fuentes de inversión, empleo y riqueza. En las pasadas décadas hemos visto momentos visionarios pero un entorno adverso al riesgo: no es casualidad que se haya cosechado tan poco. Los resultados que hemos visto son producto de las limitaciones tanto de los objetivos como de las estrategias adoptadas. Incluso en los momentos más visionarios se prometieron enormes beneficios pero las acciones emprendidas -privatizaciones, desregulación- fueron todo menos visionarias. Siempre se optó por lo fácil, por los rendimientos inmediatos y por el statu quo. Si el gobierno quiere ser exitoso tendrá que entrarle al toro con una perspectiva de largo plazo porque todo se muere cuando se pretenden esquivar los costos inmediatos.
La estabilidad política que ha vivido el país se ha apuntalado en estructuras que hace mucho dieron de sí. El “pacto federal” no funciona, como lo evidencia la inexistencia de instituciones policiales o judiciales modernas y funcionales a nivel estatal, y en la forma en que se ejerce el gasto público. También en este ámbito se optó por la salida fácil: dejar que las cosas pasaran sin autoridad o, como ahora les vuelve a gustar decir, sin rectoría. Nuestro sistema de gobierno es disfuncional, enclenque y desvinculado de las necesidades tanto de seguridad pública como de una economía moderna: no hay un solo contrapeso. Sin contrapesos, ningún país puede ser exitoso. Visto desde esta perspectiva, lo increíble es que no estemos peor.
Hace décadas que el país no se encuentra con una oportunidad tan enorme como la actual. Un gobierno competente y capaz de ejercer autoridad es indispensable, pero no es suficiente; si quiere trascender o, incluso, concluir en paz, más vale que comience a emplear sus habilidades para transformar al país. En su era anterior, el PRI se perdió porque se dejó dominar por los “poderes fácticos” que paralizan el país. Si no acaba con ellos, ellos acabarán con el nuevo gobierno.
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