Tormentas

¿Qué tendría que aprender la administración actual de crisis económicas como la del 82 y el 95?

En 1982, a la mitad del torbellino que había causado, José López Portillo afirmó que “soy responsable del timón pero no de la tormenta”. Nunca se le ocurrió pensar que cuando un buque se encamina directamente hacia una tormenta, la probabilidad de acabar arrollado se incrementa de manera dramática. Así acabó México en 1982. El riesgo hoy es distinto, pero no irrelevante.

Vale la pena repasar lo que ocurrió en los setenta e inicio de los ochenta porque con frecuencia se mira ese tiempo como el gran momento de desarrollo económico. La economía mexicana había comenzado a experimentar límites estructurales a su crecimiento a mediados de los sesenta, pero fue Echeverría, seguido por López Portillo, quienes abandonaron el modelo de desarrollo estabilizador al intentar acelerar el crecimiento con un creciente gasto público financiado con deuda externa e inflación. Al final de doce años, el país estaba quebrado, tomándole casi dos décadas salir del atolladero. En 1994-1995 experimentamos la última crisis de esa era y los costos sociales fueron enormes porque siempre sufren más quienes menos tienen y acaban pagando el costo de los excesos gubernamentales en la forma de inflación y desempleo.

Es absolutamente lógico y razonable que un gobierno quiera acelerar el ritmo de crecimiento y más cuando hay capacidad instalada sobrada. El problema, que hemos experimentado innumerables veces en las últimas décadas es que, cuando el gobierno gasta demasiado por demasiado tiempo, agota la capacidad productiva de la planta nacional, lo que inmediatamente lleva a incrementar las importaciones. Estas, a su vez, exacerban la demanda de dólares, provocando movimientos súbitos en el tipo de cambio. Es decir, la razón por la cual es peligroso el gasto deficitario no es de carácter teórico o ideológico sino práctico.

¿Qué riesgos económicos enfrenta México?

En los últimos meses, con la caída del ingreso petrolero, el gobierno ha visto afectado su ingreso, lo que ha exacerbado los agregados fiscales, pero lo mismo ha ocurrido con la balanza de pagos, donde pasamos de un ligero déficit (de menos de 1% del PIB) en los últimos años a más de 2.5%. Esto implica que la demanda de dólares es mayor que la oferta lo que se traduce en presiones sobre el peso. Por lo que respecta a las cuentas fiscales, el creciente gasto deficitario del gobierno está teniendo el efecto de incrementar la deuda (que creció de 29% del PIB a 44% en los últimos años), justo cuando la tormenta en el resto del mundo arrecia.

Cuando López Portillo afirmaba que no tenía responsabilidad de la tormenta tenía razón, pero su argumento no era más que una pobre excusa orientada a desviar la atención respecto al riesgo que se avecinaba. Hoy no nos encontramos en una situación idéntica porque la estructura de nuestra economía es muy distinta (hoy tenemos enormes exportaciones manufactureras) y porque el tipo de cambio es flotante (en esa época era fijo). Sin embargo los riesgos son similares, tal y como lo hemos podido ver en la forma en que el peso ha ido perdiendo valor día a día.

Pero el problema de fondo no es el hecho de que se gaste más o menos, sino en el excesivo poder que concentra el ejecutivo para decidirlo sin tener que explicar su actuar y justificarlo ante una oposición responsable, seria y conocedora. En la crisis de finales de 1994, según cuenta Sidney Weintraub en su acucioso estudio sobre aquella devaluación, el gran problema fue que el gobierno saliente incurrió en enormes riesgos –apostó la estabilidad de la economía- porque no tenía que rendirle cuentas a nadie. 1994 fue un año particularmente complejo para el país por los asesinatos políticos que lo caracterizaron y el levantamiento zapatista, circunstancias que hubieran sido difíciles de manejar hasta en el país más desarrollado e institucionalizado del mundo. En México, donde no gozamos de esas características, el riesgo es infinitamente mayor y por eso nos fue tan mal en 1995.

“Las democracias, dice Paul Johnson, funcionan mejor cuando las atribuciones de sus políticos están estrictamente controladas. La separación del poder judicial respecto al ejecutivo y el legislativo es un principio largamente establecido. Lo mismo en política económica: los políticos tienen que entender el valor de limitar sus propios poderes”. Eso que le parece tan obvio a Paul Johnson es algo que nos es ajeno a los mexicanos. Aquí no existen controles de un poder público sobre otro y las facultades efectivas de los funcionarios son excesivas, como sugiere la crisis cambiaria en que estamos inmersos.

No cabe duda que la crisis que estamos viviendo es de manufactura externa, pero lo mal que estamos pertrechados para enfrentarla es hecho 100% en México.

Los clásicos

En las últimas dos décadas se volvió moda en occidente, sobre todo en Estados Unidos, la noción de que la historia no importa y que el pasado debe juzgarse a la luz del hoy, con los criterios del presente. En el camino se olvidaron los clásicos de la historia, las lecturas que a muchos de nosotros nos dieron la posibilidad de comprender el mundo en su contexto y como herencia del pasado. El civismo desapareció de la currícula y dejó de leerse, así fuera en lecturas simplificadas, el Quijote, el Ramayana y la Odisea, entre tantos otros. Miguel Ángel Porrúa acaba de publicar una colección de “Lecturas Clásicas” para nivel secundaria. Nuestro futuro se beneficiaría si los niños de secundaria tuvieran acceso a esas lecturas, quizá el mejor antídoto de largo plazo al creciente desorden internacional.

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