Nadie puede albergar la menor duda de que el país ha cambiado, y cambiado mucho, a lo largo de las últimas décadas. Si bien una observación de la realidad cotidiana muchas veces arroja desesperación y pesimismo, cualquier mirada hacia atrás no puede más que mostrar que ha habido cambios y avances significativos. La economía, aunque claramente imperfecta, tiene fuentes de fortaleza que antes no existían; los cambios que ha experimentado el sistema político han creado nuevas realidades de participación y, hasta cierto punto, representación. También es cierto que no todos esos cambios han sido buenos y nada como las granadas que fueron arrojadas en el centro de Morelia esta semana para comprobarlo.
Entre políticos y académicos se discute mucho la idea de una transición del viejo sistema político a la democracia. La polémica tiende a reducirse a qué tan acotado debe contemplarse el término “transición”. Para algunos, la transición se da en el momento en que se establecen nuevas reglas del juego y éstas comienzan a operar en la siguiente elección. Quienes así argumentan tienden a combinar la reforma electoral de 1996 con la elección de 2000 para probar su postura. Para otros, la transición tiene que medirse en términos de un cambio de régimen y, aseguran, éste todavía no se ha dado. Entre quienes así argumentan hay de todo, pero los más prominentes tienden a ser de izquierda y sustentan su planteamiento en que la transición no concluirá hasta que ellos lleguen al poder.
Sea como fuere, lo relevante no es la discusión sobre conceptos y visiones sino la realidad cotidiana. Independientemente de la caracterización técnica o conceptual que uno prefiera, hay dos elementos que nadie puede ignorar: uno, que en las últimas décadas México ha experimentado cambios dramáticos en todos los órdenes. El otro, que seguimos padeciendo toda clase de obstáculos e impedimentos diversos a la transformación del país. En muchos sentidos, México no ha logrado dejar de ser la sociedad patrimonialista, corporativista, clasista y carente de rendición de cuentas que siempre ha sido.
Puesto en otros términos, México todavía tiene la tarea de transformar su esencia, abandonar el viejo régimen, ese que comenzó a formarse desde 1521 cuando se inicia la conquista española, para avanzar hacia la constitución de una sociedad moderna, democrática, capitalista y viable. El llamado de atención que se presentó esta semana en la forma de la explosión de unas granadas en el centro de Morelia debería alertarnos a todos sobre las carencias, las insuficiencias y la parálisis que caracterizan al país. Por demasiado tiempo, nuestros políticos han privilegiado los beneficios de corto plazo como fuente de conflicto interesado, obviando los problemas centrales que el país enfrenta y que afectan a todos por igual.
En Morelia esta semana se abrió un nuevo capítulo en la historia de México. Hasta ahora, el tema del narcotráfico se había concentrado en la disputa por territorios, primero entre las propias bandas de narcotraficantes y, en el último año y medio, entre éstas y los órganos del Estado. Se trata de una guerra que el gobierno tiene que dar pero que, hasta esta semana, no había involucrado más que a narcotraficantes, policías y soldados. Las granadas de esta semana cambian todo el escenario porque, por primera vez, involucran a la sociedad en su conjunto. Para quienes pretendían que ésta era una disputa innecesaria que había iniciado el gobierno del presidente Calderón, más vale que ahora se percaten que en este momento es el país el que está de por medio. Unas cuantas granadas lo cambian todo.
Por supuesto, este acto terrorista no es el comienzo de la historia. La población ha vivido años, décadas, de inseguridad y criminalidad que la atosigan y que sin duda afectan la capacidad de la economía de crecer y crear empleos y riqueza. Hay regiones del país dominadas por bandas criminales que cobran impuestos en la forma de secuestros y venta de protección, como si fueran autoridades formalmente constituidas. Si bien hay muchas posibles explicaciones de la incapacidad del país para lograr una transformación como la que caracteriza a otras naciones exitosas del orbe, no hay duda que es plausible la hipótesis de que detrás de todo esto yace nuestra incapacidad para romper con el viejo régimen y sus formas de ser.
Muchos políticos pretenden que se trata de un asunto partidista (“aquéllos no saben gobernar”), de la estrategia de política económica (“la criminalidad es producto de la pobreza”) o del partido en el gobierno (“no tienen experiencia”). La evidencia empírica reprueba todas estas versiones: estados como Michoacán, Tamaulipas y Baja California donde las mafias del narco tienen consolidado su dominio territorial, tienen historias partidistas diversas y mixtas (PAN en la gubernatura de Baja California, PRI en Tijuana; PRI en Tamaulipas, PAN en Reynosa; PRD en Michoacán). Dada nuestra estructura política y la forma en que está organizado nuestro sistema de gobierno (en tres niveles), el reto fundamental reside a nivel local porque el gobierno federal no cuenta con los instrumentos necesarios para poder actuar. Quizá eso deba cambiar, pero ésa no es la realidad de hoy.
El país vive una extraña mezcla de formas viejas de ser con nuevas realidades en todos los ámbitos. La mezcla no es muy feliz. En el ámbito de la seguridad, la descentralización del poder ha llevado a la feudalización del país y, con ello, al crecimiento del crimen organizado. La descentralización es deseable y factor indispensable de una mejor distribución del poder, pero el resultado ha sido atroz. En la economía, seguimos siendo un país clasista y patrimonialista que cancela la competencia y cierra puertas de acceso a la población. Hay ámbitos de la economía en que la competencia es feroz, pero otros en los que ésta ni se conoce. En la política reina el corporativismo. Desde luego, las elecciones se han convertido en un factor real de competencia política, pero nadie puede argumentar con seriedad que los gobernantes rinden cuentas a la población.
éste fue un importante llamado de atención para toda la sociedad, para los políticos y para sus partidos: un desafío al Estado en su conjunto. En el mejor de los casos, los narcos están aprovechando las rencillas y mezquindades entre políticos; en el peor, le están declarando la guerra a la sociedad. Mientras más tardemos en aceptar este hecho, más difícil será comenzar a enfocar la salida. El país tiene que enfrentar al crimen organizado, pero también tiene que hacer, de hecho comenzar, su verdadera transición. Y ambos van de la mano.
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