El personaje más obscuro en Trampa 22, la novela de Joseph Heller, es Milo Minderbinder, un oficial de bajo rango que construyó un inmenso imperio vendiendo supuestos sobrantes militares y acumulando toda clase de títulos “nobiliarios”, como el de Califa de Bagdad. Todo parece florecer hasta que Milo se mete en un mal negocio al comprar algodón en Egipto sin poder colocarlo en ninguna parte. Tan complejo acaba siendo su problema que el propio gobierno americano toma control del mismo. Me pregunto si el desenlace de esa historia hubiera sido distinto en un contexto de transparencia y rendición de cuentas.
La transparencia se ha vuelto una palabra frecuente en el debate público. Diversas asociaciones civiles la reclaman y los políticos prometen avanzarla. Dado el origen de nuestro sistema político y su propensión a la opacidad y el control, la transparencia es un valor central e indisputable.
Detrás de la guerra por las apariencias yace toda una cultura de desconfianza y miedo por parte de las autoridades hacia la ciudadanía. En lugar de erradicar la corrupción, la demanda por transparencia ha servido para justificar venganzas políticas y personales y, peor, a emplearla como argumento para el incumplimiento de las normas. Muchos funcionarios viven en un entorno de miedo respecto a la Función Pública (cuyas resoluciones pueden conllevar tiempo en prisión), lo que les lleva a tomar malas decisiones, a esconder recursos o a malgastarlos, es decir, exactamente lo opuesto a lo que se propone la legislación de transparencia. Además, la ley sólo se aplica a unos espacios de la vida pública pero no a otros (por ejemplo, no ha “tocado” a los gobiernos estatales), lo que propicia opacidad y protege a malhechores. No es casual que la abrumadora mayoría del financiamiento a las campañas provenga de los estados.
Pero la transparencia también puede ser un mito. Una mayor transparencia no es garantía de mejor gobierno. De hecho, se lograría mucho mayor transparencia si se eliminaran tantos requisitos y controles porque el régimen actual tiende a causar que los funcionarios honestos y competentes se inhiban sobre todo cuando deben tomar decisiones complejas y trascendentes que no son fácilmente comprensibles por el ciudadano común, a la vez que abre espacios de opacidad para quienes no son honestos.
En nuestro estilo atropellado, la legislación en materia de transparencia ha ido mucho más lejos de lo que ocurre en otras latitudes. Mientras que en México un ciudadano puede exigir una determinada información y obtenerla en materia de días, en EU eso mismo puede tomar seis meses. Además, en nuestro país el servicio es gratuito mientras que allá sólo lo es si quien lo solicita es un medio periodístico: todos los demás tienen que pagar una cantidad que no es nominal.
Vuelvo al inicio: la transparencia es vital para una democracia y mucho más para una que comienza a construirse y que proviene de un mundo obscuro. Pero existe el riesgo de que la transparencia en la forma en que la hemos construido acabe siendo enemiga del buen gobierno. Dos anécdotas, de naturaleza absolutamente distinta, animan mi preocupación.
La primera se refiere a la decisión que un funcionario del más alto nivel tuvo que tomar hace unos años. Se trataba de una enorme inversión gubernamental: el proyecto requería unas turbinas de un determinado tamaño, pero los analistas habían determinado que el proyecto sería mucho más exitoso en términos de eficiencia y rentabilidad si se adquirían unas más grandes. Aunque más costosas, su mayor eficiencia permitiría una mayor rentabilidad en la vida del proyecto. La decisión económica parecía obvia, pero los abogados convencieron al funcionario que su vulnerabilidad legal era enorme de hacer lo que era mejor para el proyecto y para el país.
La otra anécdota es más mundana pero no menos relevante. Una conocida mía se ha vuelto empleada virtual del IFAI porque parece que no tiene otra cosa que hacer que estar respondiendo a solicitudes de información que le llegan constantemente. En lugar de hacer el trabajo que tiene encomendado y por el cual le pagan, dedica horas enteras a escarbar archivos para obtener información y enviarla al IFAI. Uno pensaría que este es un costo pequeño en términos de la construcción democrática; sin embargo, lo verdaderamente interesante no es el tiempo del burócrata, sino la naturaleza de las peticiones que tiene que atender: la abrumadora mayoría de éstas es información ampliamente disponible que sólo es útil para estudiantes realizando trabajos escolares. O sea la transparencia se ha vuelto un mecanismo para poner a la burocracia a hacerle la tarea a estudiantes flojos.
Ninguna de las dos anécdotas es concluyente en sí misma. Yo soy un firme creyente en la democracia como método para que una sociedad decida su devenir y de la transparencia como instrumento para que la sociedad se informe. También tengo claro que luego de décadas de excesos y abuso, es mejor pecar de más que de menos. Lo que me preocupa es que la transparencia se pueda convertir en una excusa para una todavía peor calidad de gobierno.
El tema de la transparencia es ubicuo en el mundo. En todas partes se discute el nivel “óptimo” de transparencia que permita tanto mantener debidamente informada a la ciudadanía como el cumplimiento de las responsabilidades y funcionamiento de un gobierno. Ese equilibrio no es fácil, por lo que en muchos ámbitos se plantea la pregunta de ¿cuánta transparencia es suficiente? Muchos funcionarios preferirían ninguna, las organizaciones civiles quieren toda.
Más allá de preferencias, el tema es importante. Frente a dilemas de esta naturaleza, en Inglaterra se discutió la posibilidad de que miembros del parlamento revisaran asuntos delicados (por ejemplo militares) que requieren supervisión, pero se concluyó que los parlamentarios podrían encontrarse ante conflictos de interés por su doble función de supervisores y responsables ante los electores. Por esa razón, optaron por una figura peculiar: un “hombre sabio” que no dependa del gobierno, se le pague por hora y sea responsable de supervisar esas funciones delicadas y reportar al comité del parlamento. Con esto no quiero sugerir la adopción de un esquema como este, sólo llamar la atención a que la transparencia no siempre es la única o mejor solución en una sociedad democrática.
La clave no reside en más transparencia per se, sino en un régimen integral de transparencia que a la vez salvaguarde los asuntos que deben ser supervisados pero no necesariamente hechos públicos. La democracia es demasiado importante para arriesgarla con agendas ideológicas o políticas.
La reproducción total de este contenido no está permitida sin autorización previa de CIDAC. Para su reproducción parcial se requiere agregar el link a la publicación en cidac.org. Todas las imágenes, gráficos y videos pueden retomarse con el crédito correspondiente, sin modificaciones y con un link a la publicación original en cidac.org