Los priístas no parecen saber cómo recuperar su antiguo reino. Salieron eufóricos de su asamblea en el mes de septiembre pasado, pero esa alegría les duró poco, pues en noviembre los procesos electorales en tres estados evidenciaron su incapacidad para adecuarse a un ambiente de creciente competencia electoral. Con el cambio en la dirección del partido en el mes de diciembre, los priístas están intentando una nueva táctica: la del miedo. Una estrategia resulta más futil que la otra. ¿Será que el PRI está llegando a su etapa terminal?
Más que retrocediendo o consumiéndose, el PRI parece estar desfundándose. Sus contingentes y liderazgos parecen totalmente incapaces de comprender la angustia, los temores y, sobre todo, el profundo enojo que caracteriza a una población cada vez más consciente de sus derechos ciudadanos y de la falta de ingresos en sus bolsillos. Peor, el miedo parece dominar no solo las tácticas electorales de ese partido, sino también su propia actuación. Además de mal consejero, el temor del PRI a perder las próximas elecciones lo ha convertido en un ente cada vez mas patético.
La XVII Asamblea marcó un hito en la historia del PRI porque unificó a los cuadros dirigentes de ese partido de una manera excepcional. Luego de años de retrocesos y conflictos reprimidos en el interior del partido, los priístas -sobre todo sus contingentes más reaccionarios- encabezaron un movimiento reivindicatorio que logró generar niveles de energía no vistos desde hacia décadas. El hecho de legitimar la vía partidista de acceso al poder le dio a los miembros del PRI una nueva razón de ser.
Pero la racionalidad de los dirigentes del partido sigue líneas muy distintas de las que preocupan al mexicano promedio. Los priístas están enojados por las crisis económicas sucesivas, están furiosos por la pérdida de privilegios y poder real que han sufrido en los últimos lustros y, particularmente, no toleran que exista mexicano alguno que crea que existen alternativas razonables al PRI en el gobierno -a cualquier nivel. Todo parece indicar que, para los priístas, solo ellos tienen la llave del futuro. Ello explica que, en lugar de ser propositivos, se dediquen a descalificar a la oposición sin más argumento que el de su propio temor a perder.
Lo peor de todo para los priístas es que la euforia con que concluyó la Asamblea les duró escasamente un mes. En noviembre vino el primer descalabro con los magros resultados obtenidos en las elecciones en los estados de Coahuila y México e incluso en el estado de Hidalgo. Los priístas simplemente no pudieron lograr que sus contingentes tradicionales acudieran a las urnas. En más de un caso, incluyendo municipios del tamaño de Ciudad Netzahualcóyotl, la oposición ganó con menos del 15% de los votantes registrados.
Para colmo, luego de esas elecciones se desató una avalancha de renuncias, algunas muy ruidosas, como la de la hija de un cacique priísta en Campeche. Esa renuncia fue seguida por la de un exgobernador de Veracruz y por otras muchas que generaron profunda ansiedad en el gobierno y en la presidencia del partido. El temor de que la pequeña fuga por goteo se convirtiera en avalancha llevó a que el PRI y el gobierno se comportaran en la forma mas absurda -y obtusa- posible.
La reacción del nuevo liderazgo priísta, en obvia coordinación con el gobierno, ha sido de dos tipos. Por un lado, el discurso y la retórica han cobrado una súbita militancia, bordeando en la desesperación. Por otra parte, se han iniciado acciones legales en contra de algunos de los desertores, entre las que destaca la emprendida contra Dante Delgado, como si su detención fuese a modificar el devenir del partido.
Con el inicio de una investigación en contra del exgobernador de Veracruz y su sucesivo encarcelamiento, el PRI y el gobierno inauguraron una peligrosa línea de acción. Los tribunales determinarán la culpabilidad legal del exgobernador, pero los incentivos que creó la acción gubernamental van a alterar el panorama político por mucho tiempo. Su detención demuestra que el gobierno sólo castiga a quien no está en el PRI, por lo que fortalece la ancestral impunidad priísta. Peor todavía, al actuar visceralmente exhibe todas sus debilidades.
El intento de mantener la unidad priísta y la desesperación por evitar una desbandada son plenamente comprensibles. Lo que no lo es tanto es la pretensión del liderazgo priísta de hacer funcionar diligentemente a un partido lleno de políticos frustrados que preferirían abandonar el barco, pero no lo hacen por temor a que se les inicie un proceso penal. Difícil creer que el PRI vaya a poder hacer frente al que podría ser el proceso electoral más competido de su historia, sosteniéndose en el andamiaje de políticos caracterizados por el agotamiento, el enojo y la total incomprensión de las motivaciones y temores de la ciudadanía.
Quizá la reacción más pueril y absurda es la que se observa en el lenguaje reciente del PRI. El nuevo presidente del partido ha inaugurado una retórica diseñada para atemorizar al electorado, como advertencia de lo que pudiese ocurrir de perder el PRI su mayoría en el congreso en 1997. El nuevo presidente del partido ha afirmado en forma recurrente que podría haber graves consecuencias de perder el PRI la mayoría legislativa. Quizá tenga razón en su argumento, pero como invitación a votar por el PRI es, además de pobre, irrisoria para los votantes que se sienten traicionados por haber aceptado planteamientos semejantes en 1994.
La desesperación que evidencia el discurso sería patética, si no fuese por sus contradicciones. Para bien o para mal, una amplia proporción del electorado culpa a la política económica de todos los males habidos y por haber. Como partido gobernante, lo lógico sería que el PRI abogara por la política económica de su gobierno e intentara ganarle legitimidad. Lo absurdo de la retórica es que hace prácticamente lo contrario: amenaza al electorado. De no votar por el PRI, dice el discurso priísta, la política económica sufrirá perniciosas modificaciones. Como discurso para inversionistas sería perfecto; como invitación a votar por un partido al que se culpa de todos los males es, al menos, difícil de entender. Quizá revela que, más que una estrategia, al PRI lo conduce una inercia incontenible (y descendente).
En 1994 la estrategia del miedo -conscientemente organizada o no- fue sumamente exitosa. Pero el contexto social era otro. Desde el levantamiento zapatista los mexicanos han demostrado, una y otra vez, que reconocen la extrema fragilidad del momento, manifestándose sistemáticamente contra la violencia y por la estabilidad. La suma de estos factores llevó a un resultado definitivo e indiscutido en las elecciones de ese año. Tal vez por eso el PRI crea que puede repetir la faena de entonces.
Pero las circunstancias actuales apuntan en una dirección distinta. El PRI aparece como un partido agotado, incapaz de articular una estrategia victoriosa como hace tres años. Es posible que súbitamente se esté desarticulando, pero también es posible que se trate de una caída temporal. Lo que es seguro es que, como evidenciaron los comicios de noviembre, lo que estamos observando no es un movimiento de los mexicanos hacia la oposición, sino la total incapacidad del PRI de atraerlos para que voten a su favor.
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