Una historia de ineficiencia recaudatoria

Telecomunicaciones

No sorprende en lo absoluto una propuesta de “reforma hacendaria” como la planteada por el presente gobierno. Lo único nuevo es la intención de revivir a un moribundo, o sea darle un último adiós al asistencialismo vía una ridícula pensión universal y un laberíntico seguro de desempleo. Por lo demás, todo es lo mismo: estrangular a los cautivos, negociar con grupos de interés, propiciar la informalidad, y desentenderse de la corrupción.

El sexenio de Enrique Peña vive su momento clave. Independientemente de la importancia –que no llega a rango de estructural, para bien o para mal—de las maltrechas iniciativas de reforma presentadas en materia educativa, de transparencia, en telecomunicaciones y hasta la energética, la hiperbólicamente denominada reforma social y hacendaria (mejor dejarla en miscelánea fiscal y asistencialismo poquitero) pretende constituir la columna vertebral de la actual administración. No hay proyecto que sobreviva sin dinero. En el caso del gobierno, su supervivencia depende de la capacidad recaudatoria o, en su defecto, de obtención de recursos –que no es lo mismo– con la que cuente.

A lo largo de la historia grandes imperios, monarquías, autocracias y repúblicas por igual han sucumbido ante la falta de recursos emanada de factores tan diversos –y en no pocas oportunidades vinculados— como políticas redistributivas inadecuadas, gastos de guerra, pillaje de las élites y, por supuesto, corrupción. De hecho, la experiencia mexicana está repleta de ejemplos en este sentido. La sempiterna turbulencia del siglo XIX mexicano se caracterizó por la natural incapacidad de gobiernos endebles, errantes y/o fugaces, para sostenerse económicamente y, claro está, recaudar. La solución a la que casi todos acudieron fue al endeudamiento externo leonino, es decir, a acceder a dinero fácil con altísimos costos, no sólo monetarios sino políticos.

Después el Porfiriato empleó la fórmula de estabilidad social vía la opresión y la explotación de las mayorías, pero de bonanza económica por medio de atracción de inversiones y fomento a una incipiente industria. Los gravámenes a la riqueza brillaban por su ausencia. No había necesidad de hacerlo mientras los capitales siguieran fluyendo, encantados por la mano de obra mexicana casi en calidad de esclava. Sin embargo, la burbuja de injusticia terminó por colapsar y propiciar la cruel Revolución de 1910. El régimen emanado de dicha lucha innovó al establecer un oneroso y corrupto corporativismo estatal y un asistencialismo social artificialmente eternizado, “salvado” en distintos momentos –además de por la providencia divina— por la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo estabilizador, la riqueza petrolera y la deuda externa.

Ya más cercano a nosotros vino la etapa de estabilización macroeconómica soportada por la entrada en vigor del TLCAN y la potenciación de las relaciones comerciales con Estados Unidos. El entorno económico, aunado a la transición a la pluralidad político-partidista –no a la democracia—, fue conformando el actual híbrido de corporativismo “herido aunque todavía coleando”, asistencialismo en bancarrota (los compromisos para pensiones y jubilaciones del sistema de seguridad social están cerca de absorber 9 de cada 10 pesos del presupuesto federal en 2015), burocracia inflada, y corrupción transversal (ya todas las fuerzas políticas “probaron sus mieles” en alguna instancia de gobierno). Por cierto, el petróleo continuó, hasta nuestros días, como la “gallina de los huevos de oro”. Con este último elemento, ¿para qué preocuparse por recaudar?

Todo el recuento histórico anterior tiene un común denominador: la ineficiencia recaudatoria. Por décadas los gobiernos, no precisamente dotados de capitales exuberantes de legitimidad, se han financiado vía empréstitos (que a veces pagan, pero nunca liquidan), componendas con los sectores productivos (y, en ocasiones, erigiéndose como ineficaz parte de los mismos) y recaudación cautiva, es decir, quienes, por apatía, temor o precaución suelen sólo acatar las contribuciones que se les imponen (los ex abruptos y maldiciones al gobierno en charlas de café o redes sociales no cuentan como inconformidad eficaz) o no tienen la llave mágica para no erogar impuestos sin transgredir del todo la ley (elusión, dirían los cánones): la ingeniería fiscal (que puede ser desde un contador medianamente hábil, hasta todo un bufete de especialistas).

Desde hace lustros, la ecuación de los ingresos públicos ha tejido un arreglo más o menos cómodo para la autoridad, donde puede pellizcar pequeños picos de aquellos que sí reclaman y se movilizan (por ejemplo, cámaras empresariales y sindicatos (extintos o no)), exprimir al máximo a los contribuyentes cautivos, y tolerar válvulas de escape socioeconómicas como la informalidad, la migración –y las consecuentes remesas—, además de la más lesiva, aunque conveniente, y casi sello de la casa en México: la corrupción. Así, a la luz de lo anterior, la verdad no sorprende en lo absoluto una propuesta de “reforma hacendaria” como la planteada por el presente gobierno. Lo único nuevo es la intención de revivir a un moribundo, administrándole (por goteo) los santos óleos, o sea, darle un último adiós al asistencialismo vía una ridícula pensión universal y un laberíntico seguro de desempleo. Por lo demás, todo es lo mismo: estrangular (sin ahogar, no se les vayan a morir) a los cautivos, negociar con grupos de interés, propiciar la informalidad, y desentenderse de la corrupción (a fin de cuentas, “todos somos parte de la misma”).

Tampoco debe sorprender que la actual administración priista plantee una exacerbación del gasto público, un aumento en la recaudación (a quien se deje), y un incremento en el déficit (en términos llanos, dinero no disponible y con pocas intenciones de pagarlo). Menos sorpresiva es la omisión del tema de la rendición de cuentas (ultimadamente para qué, si en cualquier caso no habría sanción ni creíble, ni disuasiva como cuando los partidos rebasan los topes de gasto de campaña). Podrán decir algunos que ésa es una de las funciones de la oposición; claro, no con el propósito de exigir fiscalización, “ni lo mande el Auditor Superior”, sino para hacer una “política redistributiva” más equitativa –no necesariamente justa, ni entre los sectores más desfavorecidos, ni hacia la sociedad.

Entonces, muchas veces uno se pregunta: ¿cómo sería una “reforma hacendaria integral”? Bueno, de entrada, habría que entrarle a combatir la ineficiencia recaudatoria. Eso conduce a lugares comunes como aumentar la base de contribuyentes, mejorar la redistribución del ingreso, combatir la informalidad y demás cosas contenidas en casi todas las propuestas de Paquete Económico desde que me acuerdo. Se ha logrado todo lo contrario. El gobierno es cada vez más costoso, la economía tiende a estancarse e, incluso, a retroceder, y las presiones demográficas aumentan. La única forma de revertir esto es generar condiciones para el florecimiento del sector productivo, no proyectar espejismos crecientemente incosteables como un neoasistencialismo, o despropósitos como el renacimiento de “la planeación estratégica de la economía”.

Hace unos 350 años, Jean Baptiste Colbert, ministro de finanzas de Luis XIV de Francia, intentó resolver las altas tasas de elusión de los terratenientes y aliviar el impacto de los privilegios fiscales a los nobles, clérigos y funcionarios públicos, por medio de los impuestos al consumo. Éstos se caracterizan por ser prácticamente inescapables. Los sectores más pobres, desde artesanos hasta campesinos, se veían favorecidos por subsidios y protecciones arancelarias, además de que sus índices de consumo eran reducidos y no se veían afectados por otro tipo de contribuciones. El modelo fue tan exitoso a través del tiempo que se tomó como referencia por Alexander Hamilton como primer secretario del Tesoro de Estados Unidos. El colbertismo acabó por desmoronarse, a pesar de su gran eficiencia recaudatoria, debido al desmedido e irresponsable gasto de la monarquía (guerras, mantenimiento de una corte derrochadora, improductiva y caprichosa, así como por el costoso financiamiento de la gloria del rey).

En la actualidad, México podría encontrar terreno fértil para una especie de neocolbertismo. En vez de ahorcar el ingreso y desincentivar al sector productivo formal, el impuesto al consumo –el tan satanizado IVA—resulta una opción que no debe desestimarse bajo criterios dogmáticos. Lo cierto es que el IVA es el único impuesto pagado por todos, desde formales e informales, nacionales y extranjeros, justos y pecadores. Incluso puede dejarse intacta la tasa cero a alimentos y medicinas; olvidémonos de ello. Pero subir la tasa del IVA a, por ejemplo, 21% como recomienda la OCDE, al tiempo que se reduce el ISR, además de fomentar la formalidad vía mecanismos de deducibilidad diseñados con el objetivo de reducir la carga del aumento al impuesto al consumo, podría darle al país una solución agresiva, innovadora y eficiente en términos recaudatorios.

También será fundamental pensar en una red de seguridad social que sirva a los menos favorecidos para apoyarse y crecer, a los en proceso de desarrollo a confiar, y a los más agraciados a ser solidarios. Hasta hoy, la seguridad social se concibe como una red para, valga la redundancia, enredarse en ella y, si es posible, nunca salir. Eso interesa, en primer término, a una autoridad sabedora de la eficacia de un asistencialismo poquitero para financiar un clientelismo mediocre que se conforma con lo mínimo indispensable.

Ahora bien, para hacer funcionar el modelo (o cualquier otro) y evitar un “colapso neocolbertiano”, será indispensable rendir cuentas, evitar pagar por “cortes derrochadoras, improductivas y caprichosas”, no continuar financiando “la gloria del rey” y, muy importante, decirle no a la corrupción. Tan fácil y tan complejo como eso.

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