Más allá del debate, del drama de las campañas, de las encuestas y los jaloneos, de la orgía de promesas, se encuentran las propuestas de los candidatos—propuestas que sean serias, concretas, bien fundamentadas, “promesas creíbles” que presenten una alternativa radical al estado de cosas.
Tal es el caso con la propuesta de un impuesto único, tanto al consumo como a la renta (personas morales y físicas), una idea que forma parte integral del debate que hoy se da en regiones como Europa Oriental, en los países del bloque ex-comunista, y que ahora ha tomado vuelo en nuestro hemisferio, particularmente en las discusiones sobre reforma fiscal en países como Colombia y Costa Rica.
Un gravamen único, bajo y sencillo, es la anti-tesis al sistema complejo, cambiante y anti-competitivo que tenemos hoy en día. La idea, explorada en la agenda de uno de los candidatos, no tiene que ver con las plataformas partidistas, las ideologías, y menos con si es de derecha o de izquierda. Tiene que ver con sentido común, con la necesidad de contar con leyes sencillas para nuestro mundo complicado.
Pero el impuesto único se percibe como una figura injusta. En materia de consumo la propuesta es equiparable al demonizado aumento de precios en alimentos y medicinas, lo que impacta sobre los escasos ahorros de las familias más pobres. En realidad, el efecto es exactamente el contrario: al subsidiar la tasa, se está exentando a la gente que sí puede pagar por el impuesto generalizado, con lo cual se dejan de cobrar cuantiosos recursos que podrían destinarse, por la vía del subsidio directo, a las familiar que menos tienen.
Además, tal como lo hemos detallado en este espacio hay una ingeniería financiera básica, una operación de factoraje, por medio de la cual se pueden apalancar los derechos de cobro fiscal para financiar un adelanto de los recursos que se destinarían a las clases de mayor necesidad. En otras palabras, el impacto inicial de un impuesto único al consumo se puede neutralizar en forma efectiva, mientras que el impacto estructural es favorable, en la medida que elimina privilegios fiscales injustos, simplifica el pago de impuestos, y a la larga incrementa en forma significativa la recaudación.
El impuesto único, a la renta, tiene consecuencias similares: es bajo, es sencillo, es un instrumento poderoso de recaudación permanente. Empero, es visto como injusto, bajo la excusa que no es “progresivo.” Por ejemplo, a partir de un cierto nivel de ingreso, una tasa única, digamos de 20%, se aplica de igual manera a personas con ingresos medios que a personas con ingresos altos. Empero, eso mismo representa un imán muy importante de inversión y crecimiento estructural—lo que a la larga genera mayor actividad, y mayores niveles de ingreso fiscal. Nuestro sistema hiper-complejo de parches, hoyos, deducciones, privilegios, exenciones, no tan sólo genera desconfianza, sino que además, ¡cambia cada año con las mentadas misceláneas!
En las palabras de Mary O’Grady, editor de la columna “The Americas” del Wall Street Journal, la implementación de un sistema de impuesto único “equivale a poner un signo fuera la casa que dice: abierto para negocios.” Sin duda, países tan diferentes como Slovakia, Estonia, Irlanda, Rusia, entre otros, ya han adoptado versiones del sistema de un impuesto único. Otro beneficio de la transición a un impuesto único es que también se da la eliminación de deducciones, exenciones e incentivos fiscales—subsidios disfrazados al final del día, que también exigen transferencia involuntaria de recursos de un lugar a otro.
La tasa promedio de impuesto sobre la renta en América Latina es de 28%. Si un país, si nuestro país, llegara adoptar esta propuesta del impuesto único, además a una tasa a la mitad del promedio, habrá ganado una poderosa ventaja competitiva. Y, al instante
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