La economía mexicana se ha dividido en dos grandes campos que reflejan fielmente nuestra realidad social. Efectivamente, la mexicana es una sociedad en la que hoy coexisten una serie de sectores o, quizá más propiamente, grupos de empresas sumamente productivas y exitosas, con una enorme proporción de la sociedad que vive de actividades económicas altamente improductivas con muy pobres prospectos de mejoría. Nuestro reto, como país, tendrá que ser, necesariamente, el disminuir esta brecha que ahora no hace sino profundizarse minuto a minuto.
Entre el fin de los sesenta y el fin de los ochenta, la economía mexicana pasó de un rápido crecimiento económico a un virtual estancamiento. En parte esto fue resultado del desastroso manejo económico en los setenta, que no hizo sino profundizar los rezagos y los vicios que ya de por sí caracterizaban a la economía mexicana. Pero en esta tendencia a la recesión también influyó -y de manera decisiva- el hecho de que el mundo en que vivíamos cambió en forma dramática, sin que nosotros hiciéramos prácticamente nada por adecuarnos a las nuevas realidades.
En los ochenta se inició el primer intento, tímido en un primer momento, por reconocer lo obvio: o cambiábamos o el país acabaría en un círculo vicioso de recesión y deterioro acelerado en los niveles de vida, sobre todo por la combinación de un excesivo crecimiento demográfico, y un virtual estancamiento de la economía. En los setenta estos problemas se fueron profundizando, hasta que acabamos en una serie de círculos viciosos al inicio de los ochenta. La economía no crecía mayor cosa, la mayoría de los empresarios no hacían nada por ajustarse a los cambios que experimentaba el país y el mundo, la educación se estancaba e incluso retrocedía en calidad y relevancia y la burocracia perfeccionaba sus métodos de obstrucción.
Para el inicio de los noventa ya existían millares de empresas que se habían transformado cabalmente o que estaba en franco proceso de lograrlo. Son esas empresas las que hoy exportan, las que crecen y las que tienen perspectivas sumamente promisorias, a pesar de la terrible contracción de los últimos meses. Según algunos cálculos no muy precisos, éstas representaban entre el sesenta y el ochenta por ciento de la actividad industrial.
En forma paralela al cambio gradual que se fue dando a lo largo de los ochenta en todas esas empresas, la mayoría de las otras se dedicó a no hacer nada. Su mercado decrecía poco a poco, pero muy pocas de hecho quebraban o cerraban. Esas empresas seguían produciendo y lograban sobrevivir -esa es la palabra correcta-, independientemente de que sus productos fuesen competitivos o no. Para fines prácticos, esto último creo la ilusión de que el masivo ajuste que la economía mexicana requería podría llevarse a cabo sin excesivos costos, medidos en términos de desempleo o quiebra de empresas.
Nunca sabremos si la apuesta por una transición suave era razonable o realista. La crisis de 1995 nos llevó a la cruda realidad de un país que no se ajustó a la nueva situación económica. Sea por desidia, por falta de visión o de información o por incapacidad, el hecho es que una porción nada despreciable de las empresas industriales simplemente ha sido incapaz de ajustarse, lo que está llevando a números impresionantes de empresas a la quiebra o, simplemente a cerrar. Si bien esas empresas probablemente no representan más del veinte o treinta por ciento de la producción industrial, sí constituyen el setenta u ochenta por ciento del total de las empresas y, por lo tanto, una muy significativa proporción del empleo industrial. La evidencia habla por si misma: mientras que las exportaciones crecieron casi 21% en 1996, las ventas al menudeo disminuyeron en casi 2% respecto a 1995, el peor año de la historia moderna. Esto explica el hecho de que haya contrastes tan tajantes en el desempeño de unas empresas respecto a otras, así como la existencia de una realidad -y un debate- tan polarizada en el momento actual.
En este contexto tiene razón el gobierno cuando anuncia tasas de crecimiento muy atractivas, particularmente frente a la terrible contracción que se experimentó en 1995. Sin embargo, por real que sea ese crecimiento, su efecto sobre la mayoría de la población va a ser muy limitado. Independientemente de los efectos políticos que pudiese tener el contraste entre la expectativa de mejoría y la cruda realidad de estancamiento que un enorme número de mexicanos no va a poder eludir en los próximos meses y años, el hecho es que la recuperación de la economía va a ser muy sesgada y, por lo tanto, insuficiente para beneficiar a todos los mexicanos.
La pregunta es qué se puede hacer al respecto. Si uno revisa las propuestas de partidos políticos, economistas y organizaciones empresariales diversas, concluye que hay básicamente tres contrapropuestas a la política gubernamental. Una argumenta por un mayor gasto público como vehículo de estímulo económico para acelerar la recuperación. Otra argumenta que es necesario volver a proteger a la industria para con ello favorecer el renacimiento de las empresas que se han venido muriendo. La tercer propuesta sugiere que la solución reside en una modificación drástica en la manera en que el gobierno administra la economía, pues entre sus planteamientos se encuentran disminuciones en los impuestos, eliminación de regulaciones, privatización masiva, etcétera. Todas la contrapropuestas a la política gubernamental tienen su dosis ideológica así como de intereses concretos que se beneficiarían de adoptarse cada una de ellas, pero no por ello dejan de ser respetables.
El problema es que muchas de esas contrapropuestas no reconocen la realidad. La política gubernamental puede ser acertada o no, bien ejecutada o no, pero al menos tiene la enorme virtud de reconocer la realidad del mundo en que vivimos. Quienes proponen proteger a la industria o incrementar sensiblemente el gasto público no hacen otra cosa más que pretender que la parte menos productiva y más anticuada de la industria mexicana es la que nos va a sacar adelante, algo que es simplemente imposible. Lo que nos urgen son nuevas empresas, más inversión y una gran capacidad empresarial. El gobierno tiene que crear las condiciones para que eso sea posible. Pero sólo los empresarios pueden hacerlo realidad.
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