El funcionamiento exitoso de una economía, afirmó hace tiempo uno de los grandes economistas, Joseph A. Schumpeter, depende de un proceso constante de cambio asociado con una “innovación radical”. Ese proceso de “destrucción creativa” es, según Schumpeter, lo que hace posible el crecimiento económico. La reflexión de este agudo observador permite entender al menos una de las razones por las cuales algunas naciones han logrado destacar en tanto que otras se rezagan. Nuestro país es un buen ejemplo de lo que implica estar del lado equivocado del embudo: aquí ha habido mucha más destrucción que creación y quizá eso explique nuestra realidad no sólo económica, sino también política y social.
Para Schumpeter, el crecimiento sólo es concebible si antes hubo destrucción porque sólo cuando el estado de las cosas cambia, alguien estará dispuesto a construir algo nuevo. Esa destrucción constante y sistemática hace posible que florezca la innovación y ésta es la madre de nuevos productos, otras formas de hacer las cosas y, por lo tanto, de nuevas inversiones que, a su vez, se traducen en crecimiento, empleo y riqueza. Bajo esta perspectiva, la economía es un contexto dinámico en el que todo cambia de manera constante y sistemática. Surge una empresa que revoluciona un concepto, desarrolla una tecnología, introduce un nuevo producto o mejora la forma de hacer las cosas e impacta a todo el mercado.
En algunos casos, una innovación puede suponer la muerte de decenas de empresas o el surgimiento de miles de otras. Estos procesos se observan de manera cotidiana en el mundo cibernético, pero también es el caso de empresas mundanas. Walmart es un caso paradigmático: nuevas formas de servir a sus clientes y mejores productos a menores precios acaban desplazando a distribuidores menos eficientes y competentes. Las cámaras digitales han desplazado a la fotografía tradicional y el correo electrónico ha cambiado no sólo las comunicaciones, sino las relaciones entre las personas. La innovación fuerza la destrucción dinámica de lo existente y se traduce en crecimiento económico permanente. La pregunta es por qué esto no ocurre en México.
A lo largo de las últimas dos décadas, el país ha experimentado una extraordinaria transformación. De un país enquistado, ensimismado y propenso a crisis, hemos logrado cambios fundamentales, como se aprecia en las exportaciones, los bienes de consumo disponibles y el crecimiento de muchas empresas exitosas dentro y fuera de México. Sin embargo, por significativos que sean esos éxitos, no toda la población es parte del proceso y muy pocos mexicanos se han convertido en empresarios innovadores en el sentido que argumenta Schumpeter. Persisten innumerables mecanismos de protección, sobre todo a través de regulaciones, que permiten que sobrevivan empresas que no aportan valor, pero sobre todo que hacen fácil mantener la vista hacia atrás. Esto hace que nadie, en cualquier ámbito, esté dispuesto a apostar por algo mejor, situación que acaba paralizando al país e impidiendo que entren en operación esos millones de potenciales empresarios shumpeterianos, muchos de los cuales acaban emigrando y siendo exitosos en otras latitudes.
Hace unos dieciocho años vino una delegación de empresarios chilenos a visitar el país. Era el momento de gran euforia. México parecía haber encontrado su camino, la inversión fluía y, aunque no a todo mundo le gustaba la dirección adoptada, nadie parecía dudar que, luego de años a la deriva, el país había adoptado una senda. Además, con iniciativas como la del TLC, lideraba a la región y era modelo en el mundo. Los sudamericanos venían a otear el momento, explorar oportunidades y construir puentes con la nueva economía mexicana. Pero al presentar a su grupo, el líder del contingente dijo algo que sigue reverberando en mis oídos: “Les presento, dijo, al nuevo empresariado de mi país, porque el viejo ya no existe”.
La transformación que experimentó Chile no fue menos grande que la mexicana; la diferencia fundamental fue que allá toda la inversión, tanto política como económica, estaba orientada hacia el futuro. Aunque parecía una mera presentación, las palabras del empresario chileno entrañaban una transformación schumpeteriana que en México difícilmente hemos observado. A diferencia de allá, en México no hemos cortado el cordón umbilical con el pasado. México y los mexicanos preservamos y protegemos lo existente sin reparar en los costos o la imposibilidad de lograr así un futuro más equitativo y con mayores oportunidades. Aquí todos los incentivos conducen hacia la preservación de lo que no funciona; hay más incentivos para administrar que para crear. Vaya, hasta se administra la inercia.
Nuestro apego hacia el pasado tiene enormes y profundas consecuencias que se pueden observar en toda clase de resquicios. En el ámbito de la discusión política se sigue debatiendo si la transición democrática ya se concluyó o sigue en proceso; en la economía persiste la protección hacia ciertos sectores y actividades; en el presupuesto no se disputa la forma en que se gastan los dineros en temas clave como la educación o la energía. México tiene los ojos firmemente puestos en el pasado y poco o nada se hace para sentar los cimientos de un país rico y moderno. Los políticos viven en una banda sinfín, muchos líderes sindicales siguen siendo los mismos de antaño y muchos empresarios no cambian. El pasado es permanente.
El temor a aceptar costos temporales de cambiar ha tenido el efecto perverso de producir puros perjuicios, como el que la recesión en México sea mucho más pronunciada y con menos salidas que la estadounidense. Se apuesta por el control de lo pequeño a costa de enormes beneficios potenciales de un pastel creciente; se prefiere preservar el statu quo sindical que construir nuevas empresas. Se condena así al mexicano común y corriente a quedarse donde está y, por lo tanto, a no poder dar el gran salto que le permitiría aspirar a más.
Hay mil y un evidencias que demuestran la capacidad de los mexicanos para adaptarse, innovar y crear como cualquiera. Sin embargo, todo conspira en contra. En lugar de que surjan muchas nuevas empresas por cada una que cierra, en México aumenta el desempleo y la economía informal. Mientras las oportunidades se multiplican en la era del conocimiento, aquí nos apegamos a lo que se está muriendo.
Nada de esto va a cambiar mientras no enfoquemos todas las baterías hacia el futuro y eso requiere una disposición política que, al menos hasta hoy, no ha estado presente. Los chilenos lo hicieron a la fuerza; ¿podremos nosotros hacerlo de manera civilizada?
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