Urge prudencia

Sociedad Civil

El tono de la política mexicana está dando un viraje hacia terrenos poco halagüeños, por no decir peligrosos. Las palabras del discurso y la opinión pintan un cuadro particularmente insensato y preocupante, y las palabras importan porque crean un entorno, dan forma a un ambiente en el cual se cultiva igual la paz y la convivencia que la confrontación y la violencia. Lo peor de todo es que, con contadas excepciones, este ambiente es producto, en muy buena medida, de movimientos sensatos y responsables, así pudiesen ser errados, cuyo objetivo es la integración de una estructura funcional de interacción política. Pero en política lo que cuenta no son las intenciones sino las acciones y sus resultados. Y en ese frente el país enfrenta un caldo de cultivo por demás pernicioso.

Las palabras lo dicen todo. Cualquiera que vea los titulares de los periódicos, el contenido de los noticieros o las columnas de opinión no puede dejar de escuchar o leer palabras explosivas que quizá describan el panorama político del país pero que no por eso dejan de ser incitantes y provocadoras. Palabras como “mezquindad”, “vocación golpista”, “complicidad”, “agandalle”, “reventón social”, “simulación”, “vacilada” y “ruptura”, todas ellas típicas del escenario político nacional actual (y tomadas del periódico en los últimos días), evidencian un grave deterioro del discurso político y deben ser atendidas. En 1994 vivimos un entorno similar que terminó en un levantamiento y varios asesinatos. Todos los políticos, además de los ciudadanos, tienen la obligación de cuidar el lenguaje y evitar ser parte del deterioro.

La problemática actual se remite a dos circunstancias. Una tiene que ver con la fragilidad de nuestras instituciones, que no cumplen su función primordial de canalizar el conflicto y que evidenciaron sus límites el año pasado. La otra es producto de las tensiones que está generando el propio proceso de intento de reconstrucción institucional en el Congreso. Es decir, una fuente de tensiones es, por así decirlo, histórica y tiene su origen en la disfuncionalidad de los mecanismos institucionales en la etapa post-presidencialista de nuestro sistema político. La otra fuente de tensiones surge del proceso de la llamada reforma del Estado que ha estado conduciendo el Senado en un afán por corregir o atenuar la disfuncionalidad institucional y que está sacando chispas por todos lados. Es evidente que cualquier proceso de cambio y reforma genera conflicto; la pregunta es si el actual es un conflicto generado por perdedores marginales o por actores centrales que están siendo excluidos. La diferencia no es menor.

Aquí van unas consideraciones al respecto:

1. Lo primero que es evidente es que por más cambios y reformas, el estilo de hacer política no cambia. Como la energía, que no se crea ni se destruye, la política mexicana parece que sólo cambia de actores. Antes no se podía tocar al presidente ni con el pétalo de una rosa. Hoy son los legisladores quienes se sienten dueños del poder y, por lo tanto, intocables. Sentados en su macho, se sienten libres de descalificar a cualquiera que ose plantear una postura distinta. Lo mejor que pueden decir es que se trata de una “vacilada”.

2. Una sociedad compleja y diversa como la mexicana inevitablemente arroja posturas distintas, visiones encontradas e intereses contrapuestos. Si aspiramos a ser una nación civilizada, tenemos que respetar esas diferencias y emplear los medios institucionales para dirimirlas. Las controversias constitucionales y los amparos están ahí para proteger a los intereses particulares o grupales del abuso de la autoridad. Quienes deciden ir por ese camino tienen exactamente el mismo derecho de avanzar y proteger sus intereses que tienen los diputados y senadores que negocian las leyes. Ni siquiera es posible discernir si unos intereses son menos particulares o mezquinos que los otros.

3. La sociedad mexicana ha conocido violencia de verdad y no me refiero exclusivamente a la violencia política de la década de los noventa. La guerra de Independencia y la Revolución fueron dos grandes guerras civiles que acabaron destruyendo la infraestructura física del país y matando a millones de personas. No hay duda que las circunstancias son distintas, pero las tensiones no son menores y nadie debería estar jugando a probar los límites.

4. Persiste una franja marginal pero no irrelevante de activistas políticos, sobre todo en la izquierda, que fervientemente creen que la situación “mientras peor, mejor” pues, en su ceguera, creen que eso avanza su causa. Quienes así piensan no pueden acabar de entender que lo único que avanzan con esas formas, planteamientos y estrategias que los acompañan es provocar la reacción opuesta. Si algo ha caracterizado a la política mexicana en los últimos meses es la tendencia hacia la reconcentración del poder, lo que implica que de empeorar las cosas de verdad empeorarían. Nadie gana con provocar violencia.

5. La mexicana nunca ha sido una sociedad democrática. Los gobiernos que han funcionado bien a lo largo de la historia han sido exitosos no por la participación popular sino por los mecanismos de control que los sustentaban. En la medida en que se deterioraron esos mecanismos, surgieron formas distintas de lograr el control social, algo necesario y normal en todas las sociedades, mientras sea ejercido bajo normas establecidas y con sus debidos contrapesos. Las instituciones electorales de los últimos años fueron una gran innovación en esta lógica porque, al crear un entorno de certidumbre, evitaban y hacían (o debían hacer) costosas las respuestas no institucionales. La reforma electoral reciente es un intento de satisfacer los reclamos del PRD. Al día de hoy no es obvio que ese partido quede satisfecho con lo logrado y, en cambio, la reprobación social al proceso es evidente. Queda por ver cuál es el balance final, pero no parece promisorio.

No hay ni la menor duda de que estamos viviendo un momento de gran conflictividad política. Esta conflictividad, como se apuntaba antes, tiene dos orígenes y la duda generalizada es si las reformas recientes contribuyen a atenuarla o la están atizando. Tal vez no haya forma de saber sino hasta que pase suficiente tiempo como para probar su efectividad o para que se desechen ante la presión social. Mientras eso ocurre, todos deberíamos ser cuidadosos en el uso del lenguaje, en el respeto al derecho de otros por buscar salidas institucionales y legales a sus agravios o diferencias. La alternativa es demasiado grave como para contemplarla sin preocupación.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.