Urge romper el viejo paradigma político

Derechos Humanos

A pesar de los cambios electorales de los últimos años, el viejo paradigma del sistema político mexicano está presente en todos los recovecos de la política nacional. La noción misma de que el país va a entrar en una especie de nirvana político el día posterior a las próximas elecciones presidenciales, tan popular con la oposición al PRI, sobre todo en el PRD, es extraordinariamente priísta en naturaleza. El viejo sistema político se fundamentaba en la existencia (y aceptación) de controles, desde arriba, sobre los políticos y sobre la población en general, así como en la posibilidad de redención que ofrecía cada sexenio. Ese mito persiste, con graves riesgos para el país en el futuro, independientemente de quién gane las elecciones. Aunque queda muy poco funcionando y funcional del viejo sistema político, el paradigma no ha cambiado. En lugar de anclar una transformación política en un nuevo paradigma compartido por todos los partidos y políticos, seguimos atados a un sistema que ya no funciona ni resuelve los problemas del país. Es urgente conformar un nuevo paradigma.

El viejo sistema político era más que una estructura organizacional. Se trataba casi de un modo de vida. La vida política del país giraba en torno a la estrecha relación que guardaban la presidencia y el partido “oficial”, el PRI. Los políticos y los aspirantes a la política se incorporaban al partido como un mecanismo de ascenso social y, potencialmente, como vía de acceso al poder y a la riqueza. Una vez adentro, los priístas eran parte integral de un sistema que todo lo abarcaba: el PRI y sus tentáculos se encontraban presentes en las organizaciones productivas y en los sindicatos, en las comunas y en los ejidos, en las escuelas y en los bancos de desarrollo. Todas las piezas del sistema, del partido y de la administración operaban dentro de un sistema de engranes que no dejaba nada suelto: el mecanismo de reloj de que hablaba Adolfo Ruiz Cortines.

El sustento de este paradigma político era muy simple: el sistema era rey; el sistema estaba por encima de cualquier cosa. El viejo chiste que cuentan los priístas lo dice todo: “lo importante no es si el vaso está medio lleno o medio vacío, sino estar dentro del vaso”. Este principio llevaba a los priístas a expresar dos actitudes muy específicas: primero que nada, una actitud de exclusión que se sintetiza en su máxima de “no existe nada fuera del PRI”. En algunas épocas, por desgracia no siempre tan distantes, la política de exclusión se convertía en una justificación para aniquilar al enemigo, en ocasiones físicamente. La política de exclusión animaba al discurso priísta, así como a su comportamiento. Estar en el PRI era estar con México. Todo aquel que estaba fuera era un virtual traidor.

La otra actitud que se derivaba del paradigma tradicional del sistema político era de infalibilidad: el triunfo del PRI y sus candidatos era un hecho no una posibilidad. El triunfo del PRI se daba por descontado. Dado que el PRI no era un partido político más que en el nombre y la competencia partidista era casi inexistente, los priístas nunca desarrollaron habilidades para competir en elecciones abiertas y transparentes. Luego de ser derrotado en una elección a gobernador hace años, un priísta expresó este punto de una manera nítida: “a mí me ofrecieron una gubernatura, no una candidatura”. La noción misma de competir por el poder contra candidatos de otros partidos era absolutamente inverosímil. Por supuesto que había que hacer la finta, por lo que se toleraba y, en ocasiones, patrocinaba la existencia de partidos de oposición leales al PRI. En algunos casos extremos se propiciaba o hasta toleraba algún triunfo marginal de esos partidos. Todo esto hizo que los priístas acabaran siendo muy malos perdedores. Primero negociaban la elección antes que conceder el triunfo a la oposición. En los años ochenta esta actitud llegó al extremo cómico: en los círculos priístas se afirmaba que no podían perder un estado como Chihuahua, porque éste era vecino de Estados Unidos; tampoco Sinaloa porque ése era un estado costero… No es casualidad que los priístas tengan enormes dificultades para adecuarse al nuevo entorno de competencia electoral.

Aunque la realidad política ha cambiado, el paradigma sigue ahí. El PRI ya no domina la política nacional, pero las actitudes que eran la ideología de ese partido siguen dominando el comportamiento tanto del PRI como del gobierno. Esto es observable en todos los ámbitos de la vida pública: igual en la manera en que los funcionarios del sector financiero gubernamental procedieron en materia del rescate bancario, primero ignorando plenamente al Congreso y después exigiendo su pronta aprobación, que en la manera en que se excluye al PAN de las negociaciones políticas, pero se espera su voto sin discusión en temas de particular sensibilidad o importancia. Los priístas han vendido aceptando la inevitabilidad de algunos cambios, como la competencia electoral, pero lo han hecho a regañadientes. Eso, por sí mismo, no tiene nada de malo ni de raro. Es perfectamente natural que un monopolio quiera conservar sus privilegios. El problema es que esa actitud le ha impedido al PRI reformarse para poder competir, y al país comenzar a construir el andamiaje de un nuevo sistema político que permita reconstruir la estabilidad, garantizar la gobernabilidad y, no menos importante, resolver el problema de inseguridad pública.

El viejo paradigma domina el quehacer político. Los propios panistas y perredistas con gran frecuencia dan muestras de que siguen actuando dentro de ese mismo paradigma. Hablan de coaliciones, por ejemplo, pero cuando se trata de negociarlas se retraen. No hay día que pase sin que los perredistas fustiguen al PRI; sin embargo, su comportamiento es exactamente igual al de ese partido: de hecho, muchas veces aparecen como practicantes mucho más creyentes de la política de la exclusión que los propios priístas. Jamás nos han dejado saber, como ocurriría en una democracia, cuáles serían sus programas de gobierno, pues su objetivo, natural a una política de exclusión, es llegar al poder, no gobernar para la población.

La lista de ejemplos que muestra la persistencia del viejo paradigma político es interminable. Quizá ello explique las enormes dificultades que existen en la actualidad para lograr acuerdos básicos de gobernabilidad, de continuidad económica y de política exterior. Aunque todos los partidos dicen que los quieren y que serían deseables, la evidencia muestra que ninguno está dispuesto a romper con una de las características esenciales del viejo paradigma: el ejercer el poder sin contrapesos y sin compartirlo, como un monopolio cualquiera. Los tres partidos emplean recursos retóricos de la democracia (como división de poderes, negociación, alternancia en el poder y legalidad), pero con gran frecuencia dejan entrever que su aspiración real se limita a ganar el poder y hacer con éste lo mismo que el PRI ha hecho por muchas décadas: lo que le ha venido en gana.

El problema de esa noción es que ya no es practicable, como lo saben todos los partidos. Las probabilidades de que el próximo presidente logre una mayoría absoluta en la elección del año 2000 son mínimas, razón por la cual todos los partidos hablan de consensos, pactos y políticas de Estado. Todos reconocen que es imperativo lograr definiciones consensuales que garanticen la continuidad económica y política, así como la tranquilidad de la población. Pero todos sucumben a la tentación de avanzar sus propios intereses antes que promover una nueva estructura política, fundamentada en un paradigma adecuado al inicio del siglo XXI y no al que acaba.

Una de las paradojas más peculiares del momento actual reside precisamente en que los partidos tienden a repetir comportamientos que redituaban en el viejo esquema pero que ahora resultan irrelevantes o hasta contraproducentes, incluyendo la defensa de intereses que ya no existen. Por ejemplo, los priístas se han encontrado recientemente con que su manera de seleccionar candidatos ya no garantiza el éxito electoral, lo que no les ha impedido seguir defendiendo cotos de poder que ya no tienen valor estratégico alguno. El punto es que un nuevo paradigma que todos los partidos compartiesen no implicaría cesiones ni concesiones por parte de nadie; su objetivo sería definir un diseño de sistema político y de reglas del juego que todos estuvieran dispuestos a asumir. En lugar de pactos de gobernabilidad y consensos que ningún partido está dispuesto a alcanzar, mejor sería que comenzaran a definir los puntos esenciales del sistema político futuro que todos comparten para empezar a darle forma a una sociedad que, en este momento, no está ni aquí ni allá. En la medida en que todos los partidos sigan intentando avanzar su objetivo de llegar al poder sin abandonar el viejo paradigma, van a garantizar su permanencia, para desgracia suya y de todos los mexicanos.

Pero el tema rebasa la problemática partidista. Un nuevo paradigma permitiría compatibilizar circunstancias que eran contradictorias en el pasado, como: democracia y economía de mercado; leyes y prácticas antimonopólicas y derechos de las minorías; apertura económica y libertad de expresión. Todos estos son binomios incompatibles entre sí en el viejo paradigma, pero son absolutamente necesarios en el nuevo. El paradigma de la política mexicana que se agota (pero no desaparece) nos impide consolidar una economía moderna y un sistema político democrático porque crea y preserva tabúes insostenibles en la actualidad. Prueba de ello son las obsesiones cotidianas: las sospechas mutuas respecto a las coaliciones entre partidos y los temores a permitir que los bancos pasen a manos de extranjeros, el rechazo a la reelección de legisladores, la necesidad de preservar símbolos obsoletos a través de la protección de viejos monopolios y la incapacidad de romper con el círculo vicioso que representa un modelo industrial apuntalando en salarios bajos. El país no puede salir adelante ni lidiar con sus problemas con base en un paradigma diseñado en las primeras décadas del siglo que termina.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.