El cíclico mundo de la política ha vuelto a poner de moda el concepto de la llamada reforma del Estado. Una vez más, al inicio de una Legislatura, lo escuchamos por todos lados, en las declaraciones de los integrantes del gobierno electo, en los discursos de los nuevos legisladores y en las entrevistas de los líderes de los partidos.
La reforma del Estado es un concepto manido, desgastado y que se ha vuelto hueco. Se ha convertido en una de esas ideas, políticamente correctas, en la que parece que todo el mundo coincide, en la que todo cabe y lo mismo puede ser citada por un legislador de derecha que por uno de izquierda, con la mayor impunidad y la más extraña coincidencia.
A muchos les suena simplemente como algo que está bien, porque apela a un proceso necesario y hasta cierto punto indiscutible. Es una frase citable, se ha vuelto un lugar común y un recurso retórico muy presentable.
En su nombre, se plantean las más curiosas y absurdas ideas y se propone fundar y refundar la República, las veces que sea necesario y con la mayor ligereza.
Hay incluso quienes compiten por ser la vanguardia del tema y buscan colocarse como los personajes más buscados por periodistas y organizadores, cuando se abre la temporada regular de foros y coloquios sobre el tema.
Casi cualquier institución del derecho constitucional comparado puede caber adaptada a la realidad mexicana, bajo el noble paraguas conceptual de la reforma del Estado. De hecho, existe una dura y silenciosa competencia, entre muchos “políticos” y “expertos” que, en cada aparición pública, luchan por ser o parecer más novedosos en sus propuestas y que, en esa lógica, son capaces de proponer para México desde la institución más exótica del derecho medieval hasta la más curiosa figura de la estructura política de la China de los Mandarines, con tal de ganar efímeros debates y absurda notoriedad pasajera.
En realidad y hablando en serio, es preocupante ver cómo, cuando se plantea la reforma del Estado, se desata un debate tan superficial de generalidades y se hacen propuestas al azar, sin importar si son viables o positivas para el país y sin contar con el menor rigor técnico o sustento teórico, constitucional o político.
Qué daño le ha hecho a nuestra transición esta insoportable levedad del ser.
Lo cierto es que hoy, a pesar del innecesario conflicto poselectoral que se ha generado, estamos ante la posibilidad real y la necesidad de concretar, aunque sea parcialmente, la llamada reforma del Estado.
La exigencia de renovación total de las instituciones propuesta en las calles del Distrito Federal por López Obrador y los planteamientos que detonará el próximo sábado 16 la llamada Convención Nacional Democrática obligan a las instituciones del Estado a analizar con seriedad la necesidad de una verdadera reforma que dé respuesta a esas demandas y permita canalizar el conflicto y la movilización por el cauce institucional.
Felipe Calderón debe ver una oportunidad en el movimiento que está encabezando su principal opositor. Esas demandas de cambio pueden ser aprovechadas como justificación y detonador para presionar correctamente a los enclaves autoritarios y poderes fácticos que constituyen el verdadero obstáculo y la más dura resistencia a muchos de los verdaderos cambios estructurales que necesita nuestro país.
Para el nuevo gobierno, la reforma del Estado es algo posible y viable si los nuevos actores son capaces de definir con claridad cuáles son los contenidos sensatos y las prioridades de ese proceso. Si son capaces de construir, institucionalmente, una relación con el Congreso que les permita priorizar, jerarquizar y discriminar lo deseable de lo posible.
El riesgo es que, cuando se plantea la idea de reformar al Estado, todo el mundo quiere agregar su propio tema o encuentra que tal o cual materia resulta “indispensable” para completar el proyecto. La reforma del Estado es como un costal en el que todos los actores políticos se sienten con el derecho y la tentación de meter un nuevo tema que, al final, vuelve el proceso tan complejo y disperso que lo hace fracasar. El costal termina pesando tanto que nadie lo puede cargar y se revienta.
El gobierno de Calderón debe aprender de los errores que llevaron al fracaso la reforma del Estado en la administración de Fox. Es verdad que el Congreso fue responsable de que muchos temas clave no avanzaran, pero también debemos advertir la torpeza, la falta de claridad y liderazgo, que padecieron el Presidente y muchos de sus colaboradores.
Hay muchas preguntas que el nuevo mandatario debe hacerse: ¿de qué estamos hablando cuando planteamos la reforma del Estado?, ¿estamos proponiendo una reforma del poder?, ¿estamos hablando de una reforma política?, ¿de una reforma electoral?, ¿planteamos reformas profundas a la estructura económica del Estado?, ¿cuáles son los detalles y los contenidos concretos de la propuesta?
Aunque lo primero que deben preguntarse es: ¿Va en serio la reforma del Estado?
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