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Salud

En algún momento, que bien podría precipitarse el próximo primero de septiembre, los mexicanos tendremos que decidir qué futuro queremos para el país. La disyuntiva es muy clara, pero en lo absoluto novedosa: el país lleva dos décadas disputando el proyecto de país que habrá de caracterizar su futuro, proyecto que no ha acabado por definirse de manera cabal y definitiva. Las opciones son evidentes: un México agobiado por intereses especiales, controles verticales, ilegalidad, corrupción, criminalidad, desigualdad y bajo crecimiento económico; o, por el contrario, un México democrático fundamentado en la ciudadanía, con mayor equidad, instituciones políticas, judiciales y policiacas modernas y una portentosa economía. Los sindicatos que amenazan con parar, en flagrante violación de la letra y espíritu de la ley, son la expresión más visible del México corporativista de antaño que se niega a morir y que vive del privilegio y del abuso. El paro, de consumarse, va a delinear las líneas de confrontación de manera nítida y precisa. La pregunta es si la ciudadanía hará valer sus derechos y si el gobierno (federal y estatal) cumplirá con su responsabilidad de privilegiar la ley por encima de cualquier consideración.

La amenaza de paro y suspensión de servicios que anunciaron diversos sindicatos, notablemente el de electricistas (SME) y el de telefonistas, en apoyo a las demandas del sindicato de trabajadores del IMSS, pone a México frente a una decisión que ha venido posponiendo por más de dos décadas.

El viejo sistema corporativista, sostenido por redes de intereses que giraban en torno a la presidencia y el partido en el poder, llevó al gobierno a la quiebra en 1982, cuando el país, por primera vez en su historia moderna, se declaró incapaz de cumplir con las obligaciones financieras que había contraído. Esta deuda no se contrajo a causa de una circunstancia excepcional, sino de los costos crecientes del modelo de (sub)desarrollo que se comenzó a adoptar en 1970, cuando a los excesos del viejo sistema se agregó un creciente gasto público, concesiones interminables a sindicatos y grupos de presión y crecientes impedimentos al desarrollo de la economía. Por supuesto que nadie lo presentaría de esta manera, pero eso es lo que era.

En los ochenta, el modelo económico comenzó a dar un viraje, al principio con poca convicción y claridad, pero después con notable celeridad y decisión. El nuevo modelo comenzó meramente como una racionalización financiera y fiscal; se buscaba restaurar la salud financiera del país y el gobierno, a fin de retornar a la era de elevado crecimiento que fue característico de los años cincuenta y sesenta. Con el paso del tiempo, resultó evidente que una mera racionalización financiera sería insuficiente para lograr ese objetivo. El mundo había cambiado demasiado como para que una simple restauración, suponiendo que eso fuera posible, resolviera el problema. Fue así como empezó a cobrar forma el modelo de liberalización comercial, apertura a la inversión extranjera, modernización de la economía y privatización de empresas paraestatales.

Los promotores y defensores del modelo corporativista pretenden que éste es progresista y democrático, en contraste con la naturaleza supuestamente antidemocrática con que asocian el modelo de liberalización y modernización económica. La realidad hace patente que lo opuesto es más exacto. La incipiente democratización del país es producto precisamente de la multiplicación de fuerzas sociales, ciudadanas y políticas, desatadas por el desastre económico de los setenta y las crisis que éste produjo en los años subsecuentes. México entró a la era democrática gracias a que la economía se comenzó a liberalizar, lo que hizo insostenibles los controles políticos de antaño, es decir, los controles políticos que daban razón de ser al corporativismo.

El corporativismo era un complemento natural, y hasta necesario, de un sistema político diseñado para el control vertical y antidemocrático. A través del corporativismo, el sistema priísta logró mantener bajo control a la fuerza trabajadora, a los campesinos y a todos los grupos y organizaciones englobados dentro del llamado “sector popular”. El corporativismo se erigió como un mecanismo de intercambio en el que el gobierno otorgaba beneficios y privilegios excepcionales a los liderazgos de esas organizaciones y entidades a cambio del control de la población. Se trataba de un sistema sutil y muy eficiente pero, a la vez, profundamente abusivo y antidemocrático. Uno puede preferir un modelo sobre el otro, pero no es posible pretender que el sistema corporativista era (o es) democrático y benéfico para la población.

No es casualidad que el sindicato del IMSS se rehúse a negociar un esquema financieramente viable para el desarrollo de esa institución de protección y servicios de salud de los trabajadores. Menos excepcional es el hecho de que otros sindicatos, igualmente encumbrados y privilegiados, salgan a apoyar sus demandas. Lo que está de por medio es el futuro de los privilegios que por décadas acumularon los sindicatos favoritos del régimen. Lo que en un principio comenzó como un mero intercambio de favores (privilegios a cambio de control), redundó en abusos, excesos y una carga financiera creciente para el gobierno y, por lo tanto, para el crecimiento de la economía en su conjunto. Muchos de los privilegios que gozan sindicatos como los del IMSS y el SME son tan onerosos que el gobierno tiene que aportar montos crecientes de fondos, muy por encima de las cuotas o ingresos de las respectivas entidades gubernamentales. En el caso del SME, el gobierno prácticamente cubre la totalidad de los costos de Luz y Fuerza del Centro, ya que el costo del sindicato no guarda relación alguna con el tamaño, operación o naturaleza de la entidad.

Para mucha gente que no está involucrada con los temas obscuros de las finanzas públicas o la complejidad de la administración de una economía grande en un mundo de creciente interacción, los privilegios de estos sindicatos pueden parecer como anomalías, pero sin mayores consecuencias. Muchos piensan, como sugieren las encuestas y los medios de comunicación, que quizá se trate de abusos pero, al fin, bien ganados por años de trabajo de los agremiados. La realidad es que un trabajador en una empresa común y corriente tiene menos privilegios que el miembro de uno de esos sindicatos, no porque trabaje menos, sino porque esos sindicatos lograron beneficios a causa de la extorsión, no del trabajo. Así como el gobierno intercambiaba beneficios por control, los sindicatos (y muchos grupos políticos aledaños) intercambiaban “estabilidad”, es decir, la promesa o el compromiso de no hacer paros, huelgas o dañar la infraestructura del país, por beneficios que acabaron siendo incosteables para sus empleadores. A diferencia del trabajador de una empresa privada, que no puede negociar beneficios superiores a su capacidad, las entidades públicas lo hacían de manera cotidiana, pues el extorsionado no era el IMSS, Luz y Fuerza del Centro o PEMEX, sino el gobierno federal. Es decir, esos beneficios no son producto del trabajo, sino del chantaje que acabamos pagando todos los mexicanos en la forma de un menor crecimiento económico.

Detrás del debate que se realizó en el seno del poder legislativo hace unos cuantos días, se encuentra no sólo el régimen de privilegios de antaño, sino el proyecto de país que es deseable y posible. La mera amenaza de un paro nacional pone en evidencia que los sindicatos reconocen que, en ausencia de razón, su única defensa es la presión y la amenaza. Y, dado que controlan servicios clave como la telefonía o el suministro de electricidad, esa amenaza tiene consecuencias fundamentales. Peor, el hecho de que un sindicato lance públicamente una amenaza de esa naturaleza y no enfrente las consecuencias legales derivadas de ello, es testimonio fehaciente de la descomposición que sufren las estructuras gubernamentales. Por ser el cumplimiento la ley, junto con la seguridad pública, la razón de ser del gobierno (tanto federal como estatal), el hecho de que un sindicato pueda realizar semejante amenaza y no enfrente consecuencias tajantes, directas e inmediatas muestra con claridad la debilidad de la democracia mexicana y la persistente fuerza del corporativismo de antaño.

El momento es por demás delicado. Lo que está de por medio es tan esencial, tan fundamental, que toda la población debería sumarse para evitar el triunfo de las viejas fuerzas corporativistas. El punto es si daremos el paso hacia adelante o volveremos a la era de controles verticales, burocracias abusivas, crisis económicas y pobreza generalizada. Por supuesto, no vivimos tampoco en un paraíso puesto ahora en peligro, pero no hay duda que es más probable una mejoría significativa si se avanza con determinación hacia el futuro, que si se pretende retornar a un pasado que nunca fue tan benigno para la población como sus privilegiados pretenden hacer creer.

Para la ciudadanía, la disyuntiva es muy clara y tajante, aunque con frecuencia difícil de plantear. La alternativa no es entre un modelo de desarrollo popular y un sistema autoritario e inequitativo, aunque los medios persistan en esta simplificación, sino entre un país moderno e incluyente en el que todos tengan cabida y un país corrupto, dominado por intereses especiales que impiden el desarrollo del mexicano común y corriente. La disyuntiva no podría ser más clara y tajante, por más que se le disfrace.

El país requiere de definiciones claras, de una vez por todas. Situaciones como las que llevaron a la cancelación del aeropuerto en Atenco, producto del activismo de ese mismo corporativismo autoritario, abrieron la caja de Pandora porque invocaron al viejo sistema político y envalentonaron a los sindicatos, al priísmo más recalcitrante y a todos los beneficiarios del corporativismo. De no actuar con determinación -plenamente dentro de sus facultades legales y políticas- en esta ocasión, el paro anunciado para el primero de septiembre bien podría representar la sepultura del México moderno, comenzando por el gobierno del presidente Fox.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.