El agravio que muchos mexicanos han sentido desde el fin de 1994 respecto a la gestión del ex presidente Carlos Salinas ha quedado plenamente justificado. Quienes habíamos optado por concederle el beneficio de la duda en cuanto a su asociación con su hermano o su vinculación directa con la corrupción, hemos sido brutalmente corregidos por una sola conversación telefónica que no deja lugar a dudas. Al margen de la legalidad de la grabación misma, el contenido de la conversación es demoledor y constituye una respuesta cabal, frontal y definitiva por parte de la administración del presidente Ernesto Zedillo. A palo dado, reza el dicho, ni Dios lo quita. Pero el riesgo hoy es caer en la pasión y olvidar las lecciones que arrojan dos administraciones que, en conjunto, hicieron posible el resultado político del pasado dos de julio.
Por más asco que produzcan las declaraciones de Raúl Salinas, es clave mantener la objetividad en la discusión pública. Lo simple es desechar todo lo ocurrido en estos años y pretender que, una vez cerrado un capítulo tan significativo de nuestra historia, el país va a ser distinto en el futuro. Lo importante es derivar las lecciones de estos años para inducir cambios que hagan imposible la repetición de la corrupción, la arbitrariedad e inestabilidad, tanto económica como política.
Los dos últimos gobiernos son particularmente notorios por sus enormes contrastes. Carlos Salinas encabezó un gobierno que intentó controlarlo todo. Su efectividad se probó el día en que encarceló a un líder sindical que representaba lo peor del viejo sistema político, de la corrupción histórica del PRI y de los poderes extra institucionales que han caracterizado a la política mexicana por décadas. Desafortunadamente, ese audaz acto de gobierno no vino seguido de una estrategia de construcción y desarrollo institucional que le permitiera al país avanzar hacia el desarrollo, apalancado en la enorme oportunidad que creó el encarcelamiento de La Quina. El estilo del gobierno fue uno de decisiones casuísticas y no institucionales. Eso explica el desfile de los gobernadores (los electos, los interinos y los substitutos), los cambios intempestivos de secretarios y, particularmente, de procuradores, así como el surgimiento de la guerrilla. Esa manera de gobernar hizo posible que se abrieran espacios para que se introdujeran algunas reformas económicas clave (sin jamás permitir ni alentar la oxigenación política que requería el sistema) pero, al mismo tiempo, sembró y abonó la semilla del cataclismo que vivimos a partir del inicio de 1994 y cuya estela apenas hoy comienza a amainar.
Ernesto Zedillo adoptó el camino casi opuesto. En lugar de pretender controlarlo todo, dejó que las cosas caminaran por sí mismas. En lugar de imponer reformas o demandar la lealtad absoluta de todos los mexicanos y de los priístas en particular, optó por dedicarse a mantener las cuentas fiscales en orden y, con ello, lograr un fin de sexenio tranquilo y estable en lo económico. Ese estilo de gobierno permitió que el país rompiera el cerco en que había vivido en materia electoral y que, al menos en algunos casos, funcionaran las instituciones, por enclenques que éstas fueran. En otros, las cosas no sólo no avanzaron, sino que retrocedieron dramáticamente, como evidencia el deterioro en la recaudación fiscal y, sobre todo, la terrible erosión que ha sufrido la seguridad pública y la ya de por sí deteriorada procuración de justicia en el país. Los intereses creados continuaron perviviendo a sus anchas, derrotando una a una prácticamente todas las iniciativas significativas de reforma que intentó la administración. Ese estilo de gobierno no es conducente a avanzar las reformas de fondo que el país requiere, pero ha permitido unas elecciones ejemplares, así como la conclusión del sexenio en paz.
Ambas administraciones han creado su propia mitología. Carlos Salinas ataca a Zedillo por la supuesta destrucción del Estado de derecho a lo largo del sexenio que está por concluir. Aunque es evidente que los niveles de eficacia en la procuración de justicia han caído por debajo de los estándares tradicionales que ya de por sí eran ínfimos, el Estado de derecho ha permanecido idéntico: simplemente no existe. Esto es tan cierto hoy como lo fue entonces. Un país cuenta con un Estado de derecho o carece de éste, pero no hay grados de legalidad. En un país que cuenta con un Estado de derecho, los ciudadanos viven en un entorno de legalidad en el que sus derechos cuentan, en el que existen garantías plenas a su seguridad e integridad física y patrimonial y en el que el gobierno encuentra limitaciones constitucionales que impiden los excesos y la arbitrariedad. La persecución legal a que ha estado sujeto Raúl Salinas no deja la menor duda de que ese Estado de derecho es inexistente, pero lo mismo exactamente podrían argumentar los encarcelados por razones de Estado en las administraciones pasadas, incluida, por supuesto la de Carlos Salinas. Lo único que el libro de Salinas ha venido a hacer patente es la imperiosa necesidad de cambios radicales, lo que explica una vez más la decisión de los electores el pasado dos de julio.
El tema bancario es otro en el cual la interacción entre estas dos administraciones fue dramáticamente costosa para los mexicanos. Salinas afirma que hubo fallas de supervisión en el sistema bancario, pero que la cartera vencida de las instituciones financieras era muy pequeña al final de su sexenio. Con ese argumento pretende exculpar a su administración de la crisis financiera y bancaria de 1995 y, por supuesto, del caudal de pasivos que se acumularon en el Fobaproa, cuyo costo es solamente equiparable a la pérdida de la mitad del territorio el siglo pasado. La realidad es que las fallas en la supervisión fueron un mero detalle frente a la monstruosidad de la privatización bancaria que estuvo marcada por objetivos de corto plazo (aparentar que se maximizó el precio de venta); por discrecionalidad y favoritismos en la selección de compradores y, en general, por la ausencia total de criterios que procuraran la salud financiera de los bancos privatizados. En esto no hay casualidades: la forma de privatizar creó las condiciones para una crisis de enormes dimensiones. Por supuesto, las causas de la crisis bancaria no explican ni justifican las locuras que se hicieron a partir de que ésta hizo explosión. El gobierno del presidente Zedillo no supo cómo responder ante la crisis y sus decisiones iniciales resultaron catastróficas. En lugar de subsidiar a los deudores, a fin de que siguieran pagando y, con ello, se preservara el sistema de pagos, la administración se dedicó a subsidiar a los bancos, creando un círculo vicioso de deudas impagables e incobrables. El resto es la historia del Fobaproa, que probablemente llegará a costar más de cien mil millones de dólares, monto que, con una mejor administración, se hubiera podido emplear para construir infraestructura, transformar la educación o, simplemente, para acabar con la inflación.
Finalmente, la crisis de fines de 1994 fue el punto en el que la interacción entre estas dos administraciones hizo explosión, el más visible y el de mayor trascendencia directa para la población, toda vez que fue la causa directa del desempleo, de la destrucción de empresas, del fin del crédito bancario y de la brutal recesión que todavía persiste en muchas regiones del país. Tanto Salinas como Zedillo han vertido una y otra vez su versión de las cosas y han tratado de justificar sus actos al amparo de sus propias verdades. Como en todos los casos en que se enfrentan versiones contrastantes, hay verdades, mentiras y olvidos deliberados, de ambas partes. Quizá por ello sea útil recordar las tres etapas de esta historia: los últimos meses de la administración de Salinas, el primer mes de la administración de Zedillo y los siguientes dos o tres meses de manejo de la crisis. Cada una de esas etapas entraña sus propias características y consecuencias. Por más que Salinas pretenda y argumente que las cosas estaban bien al final de 1994, la realidad es que la situación económica se empezó a deteriorar a partir del levantamiento de la guerrilla zapatista y se agravó con el asesinato de Colosio. A lo largo de ese año, la administración de Salinas optó, una y otra vez, por apostar el futuro del país a su enorme capacidad de gestión frente a los inversionistas extranjeros. Esa serie de apuestas probó ser catastrófica no porque la nueva administración fuese incompetente, aunque evidentemente lo fue en forma extrema, sino porque ningún gobierno tiene el derecho de jugar apostando la estabilidad económica, política y social del país.
Sea como fuere, como cuidadosamente ilustra Salinas en su libro, el entonces presidente electo, Ernesto Zedillo, estaba perfectamente consciente de la precariedad de la situación, al grado en que el propio Salinas manifestó su disposición a emprender una devaluación antes de finalizar su sexenio. Con ese antecedente, no habría excusa para que el gobierno entrante ignorara el tema desde su inicio. En retrospectiva, los mexicanos nos hubiéramos ahorrado una enorme crisis de haberse planteado, el primero de diciembre de 1994, un plan integral de ajuste económico no para responder a una crisis, sino para evitarla. El hecho de que el tema económico ni siquiera estuviera presente en el discurso público, sumado al hecho de que no existiera plan alguno para lidiar con la situación, como bien ilustró la crisis misma, erosionó la credibilidad de la administración, hasta que la presión sobre el tipo de cambio acabó siendo incontenible. La decisión de devaluar, ya a fines de diciembre, era inevitable. El punto importante es que, aun con la devaluación, la economía pudo haber seguido su curso, dentro del contexto de un programa de ajuste idóneo que, sin embargo, nunca se presentó. El primer mes del gobierno de Zedillo culminó sin que el gobierno tuviera la menor idea de cómo responder.
Los mexicanos tuvimos que esperar tres meses para que el nuevo gobierno concluyera un programa de ajuste que tuviera alguna probabilidad de funcionar. Pero para entonces ya se había destruido la credibilidad del gobierno ante los mercados financieros, se había tenido que mendigar recursos al gobierno norteamericano para que respaldara el pago de los Tesobonos y se había creado el monstruo de la crisis bancaria y el comienzo del Fobaproa.
Más que chivos expiatorios, el país necesita un cambio de raíz. Un cambio consistente en la transparencia, en la eliminación de los factores, regulaciones y mecanismos que permiten la arbitrariedad gubernamental y un empeño decidido por invertir el orden de las cosas para que sea posible inaugurar un Estado de derecho y, con ello, evitar la próxima crisis. Nada más, pero nada menos.
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