La mexicana es una sociedad desconfiada, con frecuencia temerosa del futuro, que desprecia a sus políticos y lo único que espera del gobierno, además de todos sus derechos sin obligación alguna, es que no le cause otra crisis o destruya lo poco o mucho que haya logrado construir. Por su parte, los políticos y legisladores viven en un universo de su propia creación que ignora lo que importa y afecta a las familias y no se interesa por comunicarse con la sociedad más que para presumir todas las leyes que se aprueban pero que no cambian la realidad. Peor, esos mismos políticos que se desviven por hablar de consensos no avanzan la agenda legislativa excepto en temas que, para la población, no son sino triviales o relativas al supremo interés partidista. Aunque ambas fotografías sean un tanto caricaturescas, denotan claramente una fuente fundamental de desconcierto y distancia en la sociedad mexicana.
Por décadas, ambos mundos, el de las familias y el de los políticos navegaban en cursos más o menos paralelos pero nunca se contaminaban. Sin duda, algunas personas y grupos lograban incidir sobre los políticos, en tanto que los políticos empleaban a sindicatos y caciques para mantener un mecanismo de control sobre la sociedad. Pero se trataba de dos mundos relativamente distantes donde el ciudadano no existía más que en la retórica política. Esa realidad se acabó y no parece haber conciencia de ello. Sin embargo, quizá una de las explicaciones del estancamiento que vive el país en todos sus ámbitos públicos, y no sólo legislativo, se derive de este hecho fundamental.
La realidad del poder en el país ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Antes todo giraba en torno a la presidencia, que contaba con un amplio abanico de instrumentos para negociar desde una posición privilegiada, cuando no simplemente para imponer sus preferencias. Los políticos vivían en un mundo en el que la disciplina se compensaba con beneficios y privilegios diversos: desde puestos de elección popular hasta nombramientos administrativos, muchos de ellos fuentes interminables de corrupción. A la sociedad no le quedaba más alternativa que apechugar y tratar de vivir –o sobrevivir- a la sombra del Ogro Filantrópico como le llamara Octavio Paz, o del Grupo Industrial Los Pinos, como lo calificara Gabriel Zaid.
Pero las cosas han cambiado mucho. Poco a poco, la sociedad mexicana ha ido ganando una capacidad de veto sobre innumerables proyectos o imposiciones gubernamentales. Desconfiada como es, la sociedad ha empleado ese veto menos para promover ideas buenas y atractivas que para protegerse al negarse a cualquier cambio. Su veto es “pérfido”: se trata menos de un mecanismo democrático debidamente institucionalizado que de la adquisición de una capacidad de limitar los excesos gubernamentales, independientemente de que se trate de un exceso o no.
La desaparición de la presidencia abusiva, producto de la separación del PRI y la presidencia en 2000, ha tenido numerosas consecuencias, pero tendemos a concentrar la atención sobre la reconformación de las relaciones políticas entre los tres componentes del poder público en el país: los antes enclenques poderes judicial y legislativo frente al ejecutivo. Quizá más trascendente sea la autonomía que lograron los llamados poderes fácticos (sobre todo sindicales) que, antaño, eran parte de la estructura de control priísta y que ahora juega para los intereses de sus líderes y caciques.
Con todo, poco se ha entendido el cambio en el resto de la sociedad a pesar de que es patente que algo grande ha cambiado ahí. Los cambios en la realidad del poder quitaron toda clase de controles e impedimentos a la sociedad (lo que se puede apreciar en la libertad de expresión), pero aunque no trajeron una democracia en el sentido estricto del término, donde el ciudadano es jefe del político y no al revés, sí hicieron posible que ésta, o muchos grupos emanados de la sociedad, adquirieran una capacidad de vetar al gobierno, para bien o para mal, algo inconcebible en el viejo sistema político. Ahí tenemos empresarios que se saltan las leyes y a los organismos reguladores sin costo alguno, lo vemos en grupos sociales que desarticulan grandes proyectos gubernamentales (el aeropuerto de Atenco es el más evidente), vecinos que le impiden al gobernante local construir un rascacielos o la sociedad en pleno que se rebela contra el abuso inherente al desafuero de un político. No se trata de una democracia, pero sí de una palpable capacidad de impedir, de decir NO.
Desde esta perspectiva, los políticos se equivocan al creer que la sola aprobación de una ley o el logro de un acuerdo en materia fiscal, electoral o de cualquiera otra naturaleza va a resolver los problemas del país. Sin duda, los acuerdos políticos y legislativos son indispensables para el avance del país, pero sin la sociedad, esa “nueva” realidad en la política mexicana, el país no tiene salida.
El cambio de realidad no ha sido asimilado. Tan seguros están nuestros políticos de su capacidad de decidir por todos e imponer sus preferencias que con frecuencia se asombran de las reacciones populares. Como sugieren los ejemplos antes mencionados, la población quizá no haya avanzado hacia su conversión en una ciudadanía ateniense, pero claramente tiene capacidad de contradecir e impedir, así sea por medios poco institucionales.
No es que la sociedad esté en contra del progreso, sino que desconfía de lo que proponen los políticos. Sometida al lacerante tráfico cotidiano, es inevitable que se oponga a la construcción de un nuevo edificio, sobre todo cuando ni siquiera se pretende atender el problema del tránsito general. Sospechosos de viejas promesas, los campesinos de Atenco no le creen al gobierno cuando les promete las perlas de la virgen. Para el mexicano el riesgo de abuso o de crisis va primero.
Tiene razón el presidente Calderón cuando insiste que el país tiene futuro, que no estamos perdidos y toca una fibra clave: el pesimismo que hoy recorre a la sociedad mexicana hace imposible salir adelante por obra y gracia del gobierno o del legislativo. Hacer posible ese futuro requerirá mucho más que la participación de los políticos: sin la sociedad nada va a cambiar, en tanto que los privilegiados seguirán expoliando. La única posibilidad de transformación reside en que la sociedad sea parte integral del proceso de decisión y haga suyo el proyecto de transformación. Protegidos y aislados, nuestros políticos jamás lo lograrán solos. La gran interrogante es cómo lograr esa participación dado lo limitado de los mecanismos existentes que, además, los políticos quieren limitar todavía más.
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