El TLC constituye una de las mayores ventajas competitivas con que cuenta el país pero, lamentablemente, hacemos poco por aprovecharla al máximo. No hay la menor duda de que un creciente número de empresas mexicanas, que emplean a millones de trabajadores, no sólo ha convertido al TLC en su vehículo hacia el éxito económico, sino que han aprendido a explotarlo en todas sus vertientes. Sin embargo, como sociedad, hemos desaprovechado la extraordinaria (y única) oportunidad que entraña ese tratado. No se puede descartar la posibilidad de que, en el curso de la próxima década, otros países acaben gozando de ese mismo acceso privilegiado a los Estados Unidos y Canadá. De no construir una verdadera base de competitividad, habremos desperdiciado, una vez más, una oportunidad única de consolidar nuestro desarrollo y, otra vez, habremos sido, nosotros solos, culpables de negligencia y estupidez supina.
A algunos les gusta el TLC y a otros no. Sin embargo, nadie puede disputar al menos dos cosas: una, que prácticamente todos los demás países del hemisferio, y muchos de otras latitudes, darían cualquier cosa por gozar de acceso amplio y con relativamente pocas limitaciones al mercado más grande y competitivo del mundo. La otra, que las ventajas, ahora exclusivas, que le otorga el TLC a México no van a durar toda la vida.
El TLC en sí mismo, constituye una herramienta excepcional para el desarrollo de la economía mexicana, toda vez que permite atraer mucha inversión extranjera -lo que se traduce en empleos, transferencia de tecnología, oportunidades de exportación indirecta (a través del desarrollo de proveedores) y entrenamiento para los trabajadores y empleados- y genera seguridad de acceso al mercado americano para las exportaciones mexicanas. No menos despreciable es la certidumbre que ofrece la existencia misma del TLC respecto a la continuidad de ciertos principios básicos de la política económica gubernamental. De una manera o de otra, México estaría muchísimo peor de lo que está si no contáramos con ese tratado. Pero, a final de cuentas, lo que determina la eficacia del mismo es el uso que le demos, puesto que el TLC no es más que una herramienta que, en manos incapaces, evidentemente desperdiciará su potencial.
El TLC no opera en un vacío, sino en un mundo complejo y permanentemente cambiante. Muchos países han observado cómo gracias al TLC crecen las exportaciones mexicanas y han visto cómo, por el tratado y a pesar de la existencia de disputas en ciertos temas -como el del acceso de los camiones mexicanos a Estados Unidos o el de los tomates-, la economía mexicana logró salir extraordinariamente rápido de su atolladero de 1995. La rápida recuperación de México contrasta con la profunda y prolongada recesión en que se encuentra la mayoría de las naciones asiáticas. Todos esos países quisieran tener un TLC con Estados Unidos, algo que parece políticamente imposible en este momento pero que, como todo en la política, eventualmente seguramente cambiará. Cuando eso ocurra y otros países comiencen a compartir las ventajas de que ahora México goza, los mexicanos tendremos que preguntarnos si hicimos todo lo que pudimos para aprovechar esa ventana de oportunidad o si la desperdiciamos como tantas otras cosas en nuestra historia. De seguir como vamos, acabaremos lamentándonos, una vez más, de nuestra negligencia y desidia.
Si en lugar de ver al TLC como una ventaja permanente e inamovible lo viéramos como el instrumento de desarrollo que es, nuestro enfoque económico cambiaría radicalmente. En lugar de esperar a que las cosas pasaran solas, estaríamos acelerando todos nuestros procesos de decisión y acción gubernamental en anticipación al momento en que esa ventaja maravillosa que ha abierto el TLC ya no sea exclusivamente nuestra. Por ahora nos hemos dedicado esencialmente a sobrevivir. En la práctica, estamos dejando que sea la iniciativa de cada persona, sobre todo de los empresarios e inversionistas, la que determine el curso del desarrollo del país. No hay nada de malo en ello, pero es insuficiente.
El resultado de esa estrategia está a la vista: hoy contamos con muchas regiones, empresas y mexicanos que aprovechan al máximo los beneficios del tratado, como lo revela el impresionante ritmo de crecimiento de las exportaciones en el último lustro y el nivel de virtual pleno empleo de que goza una buena parte del norte, este y oeste del país. Sin embargo, no todo el país se encuentra en esas mismas y muy promisorias circunstancias. Una parte extraordinariamente significativa del territorio y de la población se ha rezagado debido a los pésimos niveles educativos que caracterizan al país, de la atroz calidad de la infraestructura con que cuenta infinidad de zonas geográficas y sectores de la industria, de la virtual quiebra de los bancos, del extraordinario rezago en materia de modernización regulatoria y legislativa. El hecho es que quienes logran destacar y aprovechar los beneficios del TLC constituyen, a pesar de todo, una parte pequeña de los mexicanos.
Si en lugar de sobrevivir y esperar a que las cosas caminarán por sí mismas, nos dedicáramos a materializar la posibilidad de que el TLC se consolide como una ventaja competitiva única, tendríamos que estar trabajando en frentes que no por obvios son menos importantes. Algunos ejemplos ilustran con generosidad nuestros rezagos: en materia educativa existe un proyecto de reforma y modernización que ha comenzado a ser instrumentado. De ser exitoso, la próxima generación de mexicanos gozaría de oportunidades mucho mejores que la actual. Sin embargo, es dudoso que la reforma vaya a tener el resultado deseado. La razón de lo anterior es muy simple: la reforma está siendo instrumentada por los mismos maestros y burócratas que, por décadas, han impedido, en la práctica, el desarrollo educativo del país. Yo no me atrevería a afirmar, como lo hacen muchos críticos, que existía un objetivo consciente de malformar o maleducar a los niños para preservar su atraso e incapacidad de progresar, pero no me cabe la menor duda de que ese ha sido el resultado histórico. Hay países que tenían problemas semejantes a los nuestros de hoy, como Corea y Singapur, que hace cosa de tres décadas se propusieron convertir a la educación en la principal ventaja comparativa de sus economías; el ritmo de crecimiento de su riqueza per cápita refleja con nitidez que fueron sobradamente exitosos en su objetivo. Cualquiera que sea la razón del retraso educativo y la situación actual de la reforma, nadie podría negar que el rezago educativo es bestial y no hay nada en el horizonte que permita pensar que vayamos a revertirlo a tiempo.
El caso del sistema financiero no es menos desolador. Los bancos mexicanos no funcionan porque están descapitalizados y porque se encuentran perdidos tratando de resolver los problemas de la crisis pasada. Las causas de su penosa situación son muchas, algunas producto de su propia incompetencia, pero la mayoría resultado de pésimas regulaciones, de un atroz manejo de la economía en estos años y una inexistente supervisión. La mejor prueba de la existencia de un grave problema se puede apreciar en dos circunstancias muy simples: la primera, que el crédito bancario total sigue contrayéndose en términos reales. Es decir, aunque probablemente haya algunos empresarios suertudos que logran que algún banco les financie sus proyectos, la abrumadora mayoría simplemente no cuenta con un sistema financiero funcional. La segunda, que una buena parte de la economía y las empresas que prosperan lo hacen porque cuentan con crédito del exterior o de bancos extranjeros. La conclusión inevitable de esta situación es que no contamos con un sistema financiero capaz de hacer posible el desarrollo del país.
¿Qué hemos hecho frente a esta situación? Llevamos meses discutiendo un problema del pasado, el Fobaproa, y vamos a pasarnos otros más debatiendo hasta el cansancio la posibilidad de que extranjeros adquieran la mayoría de los bancos grandes. Es decir, en lugar de reconocer, simple y llanamente, que lo urgente, lo imperativo, es contar con una banca fuerte, bien capitalizada y funcional, nos la vivimos debatiendo cómo evadir el problema. El hecho es que los bancos mexicanos requieren de cerca de veinte mil millones de dólares de capital para poder tener la fortaleza financiera que les permita cumplir con su función. Si ese capital no está disponible en el país, debemos buscarlo en donde sí lo esté. Lo crucial es que funcione el resto de la economía, una buena parte de la cual se encuentra paralizada por la ausencia de financiamiento bancario y, en general, de bancos funcionales. Lo mismo se puede decir de la infraestructura y del inexistente estado de derecho.
Si no resolvemos el problema del sector financiero y de la educación pronto, no contaremos con el tiempo para poder cambiar, para bien, la patética realidad social y económica. Es decir, si no comenzamos a cambiar la realidad de antaño para sumar fuerzas y recursos hacia el desarrollo, seguiremos viviendo en un mundo desigual, pobre y que no satisface las necesidades de la población simplemente porque no queremos. La enorme ventaja que constituye el TLC no va a durar para siempre. De no aprovecharla sólo a nosotros podremos culpar.
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