En todas partes del mundo, lo típico y, de hecho, lo natural, es que los padres se dediquen a construir un mejor futuro para sus hijos. Los padres ahorran lo que pueden, invierten en educación y hacen sacrificios diversos en aras de garantizar mejores oportunidades para la siguiente generación. Si extrapoláramos a la economía nacional esa noble vocación humana, nos encontraríamos con una realidad terrible: los mexicanos estamos viviendo del pasado, consumiendo lo que nuestros padres produjeron y crearon, sembrando zozobra en el futuro de nuestros hijos. La ausencia de reformas en la economía incrementa el riesgo de encontrar un futuro que resulte peor que el pasado.
La economía mexicana está viviendo de las reformas que se realizaron principalmente entre 1985 y 1993. Otros cambios institucionales se llevaron a cabo en los siguientes dos años, pero desde entonces la característica esencial ha sido la parálisis. A través de las reformas que se emprendieron en ese periodo, se sentaron algunos de los fundamentos de una economía moderna y se transformaron sectores enteros, creando oportunidades potenciales para el desarrollo general del país. Sin embargo, esas reformas están dando de sí y muchas han probado ser erróneas o, en todo caso, insuficientes. Es tiempo de retomar el espíritu reformador, simplemente no hay otra alternativa.
La razón original de las reformas, tanto en lo económico como en lo político y social, es, simple y llanamente, crear condiciones para hacer posible el desarrollo. El objetivo de una reforma no es –nunca debe ser- el de cambiar por cambiar, sino enfrentar problemas que se van creando de manera natural durante el desarrollo de una sociedad. Por ejemplo, en un momento pudo tener sentido proteger a la planta productiva para crear un núcleo de empresas capaces de operar por sí mismas. Más adelante, sin embargo, la protección acabó siendo dañina para el resto de la economía, pues en lugar de constituirse en un factor promotor del desarrollo, se convirtió en un obstáculo.
Un ejemplo de ello fueron las políticas proteccionistas en la industria de la informática. En algunos países fue popular hace un par de décadas adoptar políticas muy estrictas de promoción a la industria de la computación. La idea era que si se cerraba y protegía el mercado interno para esos productos, se desarrollaría una industria de computación potente y capaz de competir con las mejores del mundo. Pero el argumento acabó siendo falaz y sumamente costoso. Por un lado, la velocidad de desarrollo de la industria nacional –siempre pequeña en relación al mundo-.en un sector tan dinámico fue muy inferior a la del resto del orbe. De esta forma, cuando en esos países se produjo —un caso verídico— una computadora personal de 64K de velocidad, que se anunciaba como un logro excepcional, en las naciones más adelantadas en este campo ya había computadoras del mismo tipo pero ocho o diez veces más veloces. En consecuencia, el resto de las empresas en otros sectores que requerían de computadoras tenía que limitarse, por ley, a lo que la industria informática nacional les ofrecía. Así, mientras la industria informática era protegida, el resto se rezagaba por tener que emplear computadoras obsoletas y se colocaban en desventaja frente a sus competidores de otras partes del mundo o, en todo caso, no desarrollaba su propia capacidad competitiva.
Una de las principales reformas emprendidas en México consistió en liberalizar las importaciones, de tal manera que las empresas no dependieran más de proveedores que con frecuencia limitaban su desarrollo. La apertura de la economía no buscaba destruir a la planta productiva doméstica, aunque sin duda muchas empresas sufrieron en el camino, sino crear oportunidades para que todo el conjunto de la economía experimentara oportunidades que hasta ese momento eran imposibles. Todo el potencial de desarrollo del país se estaba estrangulando por la protección que gozaban diversos sectores.
El mismo principio se aplica a otro tipo de reformas, algunas de las cuales se llevaron a cabo hace más de una década: desde la eliminación de regulaciones excesivas y onerosas hasta la privatización de empresas, el equilibrio en las cuentas fiscales y la promoción de la inversión extranjera. Todas y cada una de esas reformas tenían como propósito facilitar el desarrollo de la actividad productiva, favoreciendo la iniciativa individual. Aunque hubo muchas empresas que perdieron en el camino, otro enorme número de ellas surgió o se fortaleció a lo largo de estos años. En definitiva, las reformas han tenido, en general, un enorme beneficio para el país. Una de éstas, la negociación del Tratado de Libre Comercio norteamericano, ha tenido el efecto de generar miles de millones de dólares en exportaciones y cientos de miles de empleos, típicamente con mejores sueldos que el promedio. Por ello lo que requerimos son más reformas y mayor dinamismo en las mismas.
Hay dos razones que exigen un avance y profundización de las reformas: la urgencia de acelerar la tasa de crecimiento y la competencia que representan otras naciones que sí están avanzando en sus reformas, como es el caso de China. A pesar de que hay, o ha habido, un gran dinamismo en diversos sectores, como el manufacturero en general, existen muchos obstáculos que impiden que ese dinamismo se acelere y generalice. Un ejemplo dice más que mil palabras: mientras que en buena parte del mundo en el curso de la última década se dio un boom espectacular en toda la industria de la computación, las comunicaciones y la Internet, en México ese desarrollo prácticamente no existió. Mientras que cientos de miles de empresas de ese campo se crearon y, en algunos casos, prosperaron, en países tan distintos como Brasil y Alemania, Francia y Japón, China y Estados Unidos, en México ese avance brilló por su ausencia. La pregunta es por qué.
Hay dos posibles explicaciones: una hablaría de la incompetencia de los mexicanos y la otra de que no existieron las condiciones para que se diera ese proceso explosivo. La primera hipótesis se puede desechar automáticamente, no sólo por inaceptable, sino porque la evidencia en contra es abrumadora, toda vez que muchos mexicanos fueron parte de dicho desarrollo en otras partes del mundo. La explicación hay que encontrarla en otros lados, que van desde la naturaleza oligopólica del sector de las comunicaciones en el país hasta la enorme dificultad que existe para conseguir capital de riesgo, además de la compleja maraña fiscal y de regulaciones diversas que impide se creen y cierren empresas con facilidad.
La paradoja del momento actual reside en la enorme necesidad de emprender reformas y en lo difícil que resulta lograrlo. Mucha gente duda de las reformas del pasado o teme de las que ahora se proponen, no sin razón. El desencanto con la idea de reformar proviene, en buena medida, de las reformas fallidas o extremadamente costosas del pasado. Sin embargo, si uno aprecia al conjunto, si uno compara al país de hoy con el de hace quince o veinte años, no es posible más que concluir que ha habido avances, en muchos casos, espectaculares. De no haber sido por las reformas de los últimos veinte años, la economía probablemente se habría desplomado; las exportaciones serían una fracción de lo que son ahora; la democracia, al menos en su dimensión electoral, representaría una mera posibilidad; y la oportunidad de consolidar un Estado de derecho se ostentaría como una promesa. Visto en perspectiva, en todos y cada uno de estos rubros hubo cambios asombrosos –quizá incompletos e insuficientes-, pero imposibles sin las reformas. Todavía más importante, como mostró la decisión de la Suprema Corte en materia eléctrica, algunas de las reformas emprendidas en estos años tienden a hacer cada vez más difícil que reformas futuras resulten erróneas o se decidan de manera arbitraria.
Las reformas venideras deberán atender dos ámbitos muy específicos. Por un lado, es indispensable que faciliten la transición económica. Por el otro, también es urgente que creen y fortalezcan las condiciones que generen un clima de confianza y credibilidad en el que el ahorrador, el productor y el inversionista puedan operar. Respecto a lo primero, nada ilustra mejor la urgencia de nuevas reformas que los apreciables contrastes entre distintas regiones del país y sectores de la economía. La frontera norte, donde se aplican reglas laborales de excepción, más similares a las norteamericanas, ha experimentado tasas de crecimiento muy superiores a las del resto del país. En otras partes del país, donde la ley laboral con frecuencia estrangula o, en el más benigno de los casos, desincentiva la creación de empleos, las tasas de crecimiento han sido menores. Esto no es un argumento para debilitar la protección que la ley laboral legítimamente le confiere al trabajador, sino para poner en evidencia dilemas muy claros en estas materias: si queremos atraer más inversión y generar más empleos, tenemos que adaptar la legislación laboral a fin de que contribuya al dinamismo de la economía en lugar de ser un obstáculo. Lo mismo se puede decir de la electricidad: ¿es razonable utilizar recursos destinados a la educación y la salud para financiar la generación de energía eléctrica, cuando hay decenas de inversionistas dispuestos a hacerlo con su dinero de haber las condiciones legales que lo propicien?
Una reforma no hace sino afectar intereses particulares, que con frecuencia son por demás poderosos. En este sentido, cualquier reforma va a afectar siempre a alguien. Sin cambios todos salimos afectados, comenzando por la población más pobre, que generalmente es la que concentra las mayores tasas de desempleo. Paralizar las reformas no sólo es una manera de negar oportunidades a la población pauperizada, sino dictar una condena a las próximas generaciones por causa de las necedades de la actual.
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