Sería simplemente patético si no nos afectara de manera tan brutal: la estabilidad económica entraña riesgos sumamente grandes para el statu quo. Las empresas mexicanas, y la población en general, tiene que prepararse ante lo que parece será una etapa prolongada de estabilidad económica, algo que la abrumadora mayoría de los mexicanos jamás ha conocido. Señas de las dificultades que entraña la estabilidad las podemos observar por todos lados, pero sobre todo en la reiterada protesta de muchos empresarios respecto al tipo de cambio, a los subsidios y a las importaciones. En teoría, la estabilidad debería ser favorable al desarrollo económico; pero, en nuestro caso, ésta va a desenmascarar los costos de décadas de lujuria, excesos regulatorios y otros obstáculos a la productividad que la inflación escondía. Si no queremos presenciar grandes quiebras y sus consecuentes estragos sociales, sobre todo en estos tiempos recesivos, tenemos que desmitificar la esencia del funcionamiento de la economía y la responsabilidad del gobierno en el proceso.
Confiadamente, la nueva realidad económica será una de estabilidad. El problema es que la mayoría de nuestros empresarios no sabe qué es eso ni mucho menos cómo vivir en ese entorno. Por décadas, la inflación determinó la naturaleza de sus decisiones, obligándolos a privilegiar los criterios financieros sobre los productivos. No haberlo hecho hubiera entrañado la bancarrota. Lo primero que un empresario tenía que considerar era la sobrevivencia de su empresa y eso, en un contexto inflacionario, implicaba centrarse en las decisiones financieras antes que en las productivas, o en la calidad o la competitividad de sus productos. La inflación y sus consecuentes devaluaciones resolvían permanentemente los dilemas empresariales. Ahora estamos entrando en el otro lado del mismo círculo: ya sin inflación, o con niveles cada vez menores de la misma, las finanzas empresariales no podrán compensar la problemática estructural de los procesos productivos.
Las empresas mexicanas están comenzando a enfrentar los estragos de la estabilidad, lo que afectará el desarrollo del país en su conjunto. La estabilidad económica entraña diversas características que las distorsiones en la economía mexicana hacían irrelevantes. Ante todo, el funcionamiento normal de una economía estable privilegia la calidad y precio de los productos, por encima de la estructura financiera de las empresas. Un contexto inflacionario, en cambio, orilla a las empresas explotar los beneficios del ajuste cotidiano de precios, lo que con frecuencia eleva sus utilidades o, en el peor de los casos, las mantiene constantes. Pero, al igual que en el juego de la ruleta, la economía inflacionaria también puede entrañar que una mala decisión financiera acabe con una empresa en un abrir y cerrar de ojos.
Con tasas de inflación relativamente elevadas pero estables –como fueron las que se registraron en la economía mexicana por años–, las empresas se acostumbraron a resolver todos los problemas por la vía de precios. De esta manera, cualquier aumento en costos se transmitía directamente al consumidor, en tanto que la mayoría de los empresarios confiaba en que el deslizamiento en el tipo de cambio corregiría cualquier exceso en que hubiera incurrido. El esquema era muy simple, pero sus consecuencias muy serias. Los consumidores nos acostumbramos a un incremento constante de precios, los asalariados a que se depreciara el poder adquisitivo de su ingreso y los empresarios a que sus problemas se resolvieran por la vía del ajuste de precios. Atrapados en esta inercia, no tuvimos que enfrentar la verdadera problemática estructural del país. En un entorno de estabilidad económica esa situación ya no va a ser posible. Y ahí comienzan los nuevos problemas.
La estabilidad va a obligarnos a enfrentar los problemas estructurales que hemos eludido por décadas. Algunos de ellos se refieren a temas centrales del funcionamiento de cualquier economía, como la productividad, que constituye el factor medular del crecimiento económico y del incremento en los salarios. Mientras mayor sea el crecimiento de la productividad, mayores serán los salarios y más altos los niveles de vida. No es casualidad que los alemanes o los franceses sean mucho más ricos que los mexicanos: su nivel de productividad es varias veces más elevado que el nuestro. En su esencia, la productividad es resultado de tres componentes: la inversión en bienes de capital y tecnología, los costos de operación de una empresa (lo que incluye los costos de las regulaciones, las tasas de interés, la corrupción, así como la calidad de la administración interna de la empresa) y la capacitación de la mano de obra (que va de la mano con la calidad de la educación). En los tres frentes, nuestro país va a la zaga del mundo desarrollado. Si queremos imitar a los países ricos, tenemos que trabajar arduamente en cada uno de estos temas.
Sin embargo, todo en nuestra realidad parece conspirar en contra del desarrollo. Una mirada a cualquier país desarrollado revelaría que muchas de las “verdades” que caracterizan al debate político nacional no son más que mitos y falacias que dañan profundamente al país. Algunos de estos mitos se refieren a los fundamentos elementales de la economía y las finanzas públicas, pero otros son mucho más sutiles y delicados, sobre todo porque la percepción generalizada es que no afectan a nadie.
Por lo que toca a la macroeconomía y las finanzas públicas, en el discurso político sigue predominando la idea de que el déficit fiscal genera crecimiento económico. Aunque esto puede ser cierto en un primer momento, como ejemplifica el caso de México en los setenta, más temprano que tarde ese crecimiento se traduce en inflación y estancamiento, como ocurrió en los ochenta. En contraste, los países que han crecido de manera sistemática por décadas, como los asiáticos y Chile, tienden a tener déficit muy bajos, cuando no superávit en sus cuentas fiscales. Cuando un gobierno gasta más de lo que ingresa tiene que recurrir al sistema financiero (o al endeudamiento externo) para financiarse. Eso trae por consecuencia un incremento en las tasas de interés, lo que hace más onerosa la actividad empresarial, con una consecuente baja en la productividad, en la creación de riqueza y en los salarios. Aunque no sea obvio a primera vista, los déficit fiscales tienen consecuencias sumamente graves para el desarrollo de cualquier país.
Lo mismo se puede decir de otros mitos que amparados en un falso nacionalismo o en un entendimiento equivocado del concepto de soberanía, han mantenido cerrados sectores clave de la economía del país. Este es el caso de los monopolios en áreas tan diversas como la energética, la petroquímica, la eléctrica, la de telecomunicaciones y la aviación. En todos y cada uno de estos rubros el mexicano promedio paga en forma desmedida el costo de la ineficiencia y el abuso. De nueva cuenta, mayores costos para los consumidores (sean éstos personas o empresas) reduce la productividad y, por lo tanto, la capacidad de generación de riqueza y empleos. El caso de las comunicaciones es particularmente patético: mientras que otras naciones han convertido a ese sector en el pivote del crecimiento económico a través de la competencia y caída brutal de sus precios, nosotros seguimos permitiendo que unos cuantos accionistas se enriquezcan a costa de la economía del país.
Muchos empresarios argumentan que el fortalecimiento del tipo de cambio ha dañado la tasa de crecimiento de las exportaciones y la rentabilidad de sus empresas. Proponen como solución algo muy simple: evitar las importaciones, proteger y apoyar al productor nacional y cambiar la política monetaria. Es decir, retornar a políticas inflacionarias porque eso les facilita su chamba. Pierden de vista que la inflación acaba dejando a todos peor de como estaban, incluyéndolos a ellos. Sería mejor que toda esa energía –y la pasión y excesos verbales que la acompañan- se dirigiera a reconocer y combatir los obstáculos al crecimiento de la productividad que todavía existen, como son la baja calidad educativa, el burocratismo, los monopolios y la corrupción.
El mundo en que vivimos, y del que no nos podemos abstraer, es uno que se caracteriza por la globalización en la producción mundial. La revolución en las telecomunicaciones, permitió que los procesos productivos se fraccionaran y distribuyeran internacionalmente, haciendo posible este fenómeno. Pero al igual que la globalización ha permitido que muchas y diversas economías se beneficien del comercio internacional, ahora las somete a los efectos de la desaceleración de las principales economías mundiales. La desaceleración económica es un problema mundial. Eso quiere decir que no hay escapatoria: por más que se manipulara el tipo de cambio, esto no detendría la caída de las exportaciones y de la producción. Lo único que puede cambiar nuestras circunstancias actuales pero, sobre todo, las futuras, es el incremento de la productividad. El problema se agrava porque todos nuestros competidores en Asia, Sudamérica y el resto del mundo están trabajando precisamente en ello, lo que implica que, cuando inicie la recuperación de la economía mundial, la competencia va a ser mucho más feroz de lo que era antes de esta coyuntura.
El país requiere de un cambio estructural acelerado. Esto no quiere decir que deban reproducirse los esquemas seguidos por las pasadas administraciones, sino, al contrario, atacar temas y sectores que entrañan la afectación de intereses a los que esas administraciones, por su origen partidista, no podían tocar. Idealmente, en lugar de prometer grandes programas de gasto público, el presidente Fox podría emplear sus excepcionales dotes de comunicación para erradicar la mitología que por décadas ha paralizado al país y, con ello, abrir las oportunidades que, a pesar de ser obvias, siguen cerradas. A menos de que haya alguna razón para imitar a alguna nación africana, la nueva democracia mexicana ganaría mucho si erradicara los mitos que sólo nos han hecho más pobres.
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