Volver al pasado

Luis Rubio

¿Cómo han enfrentado los últimos 3 gobiernos de la república el problema de seguridad y drogas?

Decía Borges que “todo está determinado, pero debemos tener la ilusión de que existe el libre albedrío y que lo que suceda en la historia es consecuencia de lo que sucedió antes.” La ilusión de recrear un pasado idílico es tentadora porque permite desafiar la noción, brillantemente derruida en las coplas de Manrique, de que el pasado fue mejor.

En materia de seguridad y de drogas, los últimos años no han sido buenos para el país, ahora bajo la lupa de organismos internacionales de derechos humanos. Miles de muertos, extorsionados, secuestrados y un gran encono social son apenas las manifestaciones más obvias de un periodo que nadie quisiera repetir. Algunas administraciones desdeñaron el problema, otros lo asumieron como desafío personal. Aunque las causas distantes son bastante claras (un enorme mercado, grandes utilidades, gran capacidad de corrupción), no existe similar unidad de diagnóstico sobre el deterioro de la seguridad o sobre las posibles soluciones. Ni siquiera hay un reconocimiento de que éste ya no es el país de Pedro Infante o, más al punto, que el país no cuenta con policías modernas, capaces de enfrentar la problemática inherente al siglo XXI.

Lo patente hoy son extremos tanto de visión como de acción. Felipe Calderón dedicó su administración a combatir el crimen organizado. Su predecesor básicamente pretendió que no existía un problema y su sucesor considera que fortaleciendo la imagen de la presidencia el problema desaparece. Ahora viene otra corriente: la que dice que el problema no es nuestro sino de quienes consumen las drogas.

¿Cuál es el problema detrás de la visión de la legalización de drogas en términos de seguridad? ¿Por qué no te parece viable?

¿Cuál es la solución entonces y por qué nos resulta tan complicado considerarla?

Legalizamos las drogas, permitimos que estas transiten hacia su destino final (EUA) y dedicamos el presupuesto hoy destinado a la seguridad a promover causas sociales y el crecimiento de la economía. O sea, redefinimos la realidad, ajustándola a nuestras preferencias. El supuesto implícito de esta perspectiva es que si el gobierno deja de confrontar a los narcos, estos se van a abocar a su negocio –el transporte de drogas- volviendo a la paz y tranquilidad de antaño: la vida se torna feliz.

El problema de esta romántica visión es que no tiene sustento alguno en la realidad. Hay dos razones para pensarlo así. Primero la razón por la que en el pasado las drogas fluían hacia el norte sin mayor impacto negativo ya no existe en la actualidad. En esa era los narcos eran colombianos y su único interés era mover su mercancía hacia el mercado final. No teniendo arraigo local, utilizaban los medios y geografía que más conveniente fuera a su negocio: igual el Caribe que México o Canadá. Contrataban a algunos mexicanos (presumiblemente muchos de los que luego se hicieron cargo del negocio), pero México no era más que un punto de paso en sus líneas de suministro. El dinero del narco corrompía a diversas autoridades pero eso no era algo excepcional en un sistema político cuyo instrumento para forjar lealtades era precisamente el dinero.

Mucho más importante en el esquema de antaño era la enorme fortaleza del sistema político centralizado y autoritario, jerárquico y vertical cuyo peso era suficiente para mantener a los narcos a raya. El gobierno federal toleraba (¿promovía?) a los narcos por dos razones: porque no se entrometían ni afectaban la política interna; y porque el narco aportaba una fuente adicional de ganancias para la familia revolucionaria. Parecía un matrimonio cuajado en el cielo: todos ganaban y nadie percibía costo alguno.

Ninguna de esas premisas idílicas sigue siendo válida hoy. Para comenzar, el narcotráfico es hoy controlado por mafias mexicanas que tienen arraigo territorial e intereses locales de diversa índole. En eso difícilmente podrían ser más distintos a sus predecesores colombianos. Al mismo tiempo, el contexto en que operan es radicalmente diferente al del pasado: antes era el gobierno quien establecía las reglas y mandaba porque tenía esa capacidad y fortaleza. Hoy tenemos un sistema de gobierno enclenque que difícilmente se mantiene a flote.

¿Qué cambió? Por una parte, el simple crecimiento y diversificación del país acabó por hacer inoperante al viejo sistema político. La capacidad de control e imposición se deterioró a partir de los sesenta y no se construyó un nuevo sistema. El proceso se aceleró con la apertura de la economía y la descentralización del poder que resultó de la alternancia: los instrumentos del inicio del siglo XX resultaron inoperantes ochenta años después. El punto es que el gobierno federal dejó de tener capacidad para controlarlo todo en tanto que los gobiernos locales y estatales nunca desarrollaron capacidades para hacerlo. Ese gran vacío coincidió con cambios en el mundo del crimen organizado, creando el espacio de criminalidad que hoy vivimos.

¿Cuál es la solución entonces y por qué nos resulta tan complicado considerarla?

La única solución verdadera radica en reformar nuestro sistema de gobierno a fin de que se desarrollen capacidades policiacas y judiciales de abajo hacia arriba. Es decir, nuestro problema no es de drogas o criminalidad sino de falta de gobierno. Mientras no aceptemos eso y actuemos en consecuencia, el deterioro seguirá inalterado.

El viejo sistema no tiene posibilidad alguna de resolver el problema actual. La realidad de hoy exige un gobierno dedicado a sus funciones medulares: seguridad para los ciudadanos, servicios para el desarrollo económico y claridad de objetivos. Tal vez éste sea un camino aburrido pero es el único que permitiría construir los cimientos de un país moderno. Todo el resto, hubiera dicho Borges, es mera ilusión.

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