Las reformas aprobadas durante el 2007, el nivel de IED, la calificación de la deuda soberana, etc. generaban cierto optimismo para el 2008. Los primeros retos que se le presentaron al gobierno fueron los altos precios de las mercancías, el polémico “gasolinazo” y las críticas al TLCAN. A pesar del contexto económico mundial, el gobierno sólo anticipaba un simple catarro (desaceleración económica) y no una neumonía (recesión). A través de campañas mediáticas y medidas contra-cíclicas, el gobierno intentó mantener la confianza y fortalecer el mercado interno, al mismo tiempo en que buscaba controlar la inflación y limitar sus efectos adversos. Poco a poco, ante el deterioro de la situación, el gobierno moderó su optimismo y anunció más programas de apoyo a la economía. Al igual que en décadas pasadas, la magnitud de la crisis se hizo evidente con la depreciación del tipo de cambio. La estabilidad macroeconómica y la salud de las finanzas públicas, si bien han reducido los daños y la vulnerabilidad de la economía, son medidas necesarias pero no suficientes para superar esta crisis “importada” –y tan distinta a las anteriores. Además de hacer evidentes los problemas estructurales que padece nuestra economía (rigidez de los mercados, obstáculos para ejercer el gasto, desperdicios de recursos, alta dependencia a los ingresos petroleros, etc.) la crisis ha reabierto el debate sobre temas que se pensaban resueltos (autonomía del Banco de México, eliminación de aranceles, controles de precios, subsidios, etc.). Medidas de corto plazo para paliar los efectos de la crisis hay muchas; pero las soluciones de fondo siguen siendo las mismas –aquello que en los buenos tiempos nos hubiera permitido ser más competitivos y generar un mayor bienestar será lo que nos permitirá superar la crisis.
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