La peor perspectiva no la constituye el hecho de que un partido u otro gane o pierda en los próximos comicios federales y locales, sino el que continuemos con la extrema faccionalización de la política mexicana. La contienda electoral en la que, a estas alturas, están mucho más involucrados los líderes de los partidos políticos que los candidatos de cada uno de ellos, ha adquirido una dinámica que no puede más que perjudicar a todos. Todavía estamos a tiempo de asegurar que, independientemente del resultado de las elecciones de julio, el país comience a fortalecer y desarrollar sus nuevas instituciones.
En los últimos dos o tres meses los ciudadanos nos hemos visto bombardeados con una áspera retórica emanada de los líderes de los partidos políticos. En su estilo propio, cada uno de ellos ha adoptado posturas que parecen poco conducentes al logro de lo que ellos mismos aseguran buscar: un país de instituciones que funcione y sea justo. Si bien es lógico que cada partido abogue por sus fortalezas y fustigue a sus contrincantes en todos los frentes posibles, la retórica ha rebasado todo umbral de civilidad. ¡Y eso que las campañas ni siquiera han comenzado!
Los partidos y los políticos tienen una natural inclinación a exagerar sus posturas, tanto las que les favorecen como las que perjudican a sus contrincantes. En algunas contiendas electorales -y esto sucede en todo el mundo- esa retórica con frecuencia se torna sucia, grosera y denigrante de sus contendientes. Lo que normalmente no ocurre, en los países con larga tradición democrática -incluso en contiendas muy reñidas- es que unos partidos descalifiquen a otros. Es decir, la democracia en su faceta electoral no siempre es limpia y respetuosa -de hecho, casi siempre es lo contrario-, pero parte de una premisa central: que todos los partidos tienen igual derecho a participar en la contienda y a ser ganadores. Esta premisa es central porque permite que el debate se refiera a las cualidades de los candidatos, a sus posturas respecto a temas específicos y a sus propuestas de solución en torno a los diversos problemas que la localidad o el país enfrentan.
El ejemplo de la retórica exacerbada a lo largo de los pasados dos meses invita a reflexionar sobre las consecuencias de los posibles resultados electorales, sobre todo a nivel federal en la Cámara de Diputados. La tendencia, iniciada por el PRI pero gustosamente seguida por los demás partidos, ha sido la de la descalificación a ultranza de los contrincantes: para el PRI la oposición es fascista o totalitaria, en tanto que para los partidos de oposición la democracia sólo florecerá el día que desaparezca el PRI. Esto ha llevado al extremo de que, por primera vez, sean los partidos de oposición quienes propongan la firma de un “pacto de civilidad” para evitar conflictos postelectorales. En el pasado, luego de las disputadas elecciones de 1988, fue el PRI el que siempre persiguió sumar a los partidos de oposición -y particularmente al PRD- en la firma de pactos semejantes con el objeto de legitimar los resultados electorales y favorecer la tranquilidad del país en general.
Es irónico que sea el propio PRI el que ahora se oponga a seguir el curso que con tanto ahínco había promovido en el pasado. En última instancia, el renovado impulso de los priístas en su pre-campaña viene acompañado de la legítima preocupación de los líderes del partido y del propio gobierno de que un triunfo de la oposición en el congreso pudiera descarrilar las prioridades gubernamentales. La preocupación es plenamente justificada, pues a ningún gobierno en el mundo le atrae la perspectiva de tener que negociar o diluir sus prioridades y preferencias. La interrogante es si la táctica que los priístas están siguiendo es la más idónea y compatible con sus propios objetivos.
Evidentemente el mejor escenario posible para el PRI es ganar el congreso y, con ello, asegurar que sus prioridades persistan y puedan ser avanzadas. Ese escenario sería válido incluso si el PRI acaba con una mayoría relativa y no absoluta, es decir, con menos del 50% de la votación. Esta parece ser la apuesta del PRI y del gobierno. El problema es qué ocurriría si no se materializa ese escenario y alguno de los partidos de oposición acaba con una mayoría, sea ésta relativa o absoluta. En una democracia establecida e institucionalizada no ocurriría nada catastrófico: el partido en el gobierno y el partido en el congreso hablarían, negociarían y buscarían llegar a acuerdos que permitieran que ambos salieran airosos, aun cuando cada uno hubiese tenido que ceder en algunas de sus preferencias. En nuestro caso, tanto la ausencia de mecanismos establecidos para lidiar con una situación como ésta, como la tendencia a la descalificación indiscriminada crea un ambiente poco propicio para que se pueda dar, en caso de que así lo requieran los resultados electorales, una transferencia ordenada, normal y libre de complicaciones en el congreso.
La postura del PRI y del gobierno es comprensible, pero no por ello libre de riesgos. De ganar el PRI la mayoría del congreso, el gobierno lograría un doble triunfo. Pero de perder, la derrota sería mayúscula. El triunfo sería doble porque la población habría refrendado sus prioridades y porque tendría cancha libre para seguir adelante. La derrota sería mayúscula porque se habría jugado el todo por el todo.
¿No sería mejor aprobar la legislación pertinente ahora para evitar esa posibilidad? Un acuerdo legislativo de esta naturaleza involucraría temas como el de vetos y sobreseimiento de los mismos, resolución de diferencias entre legislaciones aprobadas en las dos Cámaras, definición de los cursos de acción de lograrse un acuerdo en temas como el presupuestal y así sucesivamente. Ninguno de estos temas es novedoso: de hecho, los propios partidos han venido haciendo propuestas, muchas de ellas sumamente sensatas, al respecto. Un acuerdo de esta naturaleza permitiría afianzar un proceso gradual de cambio en el país sobre el lomo de los casi tres años de negociación electoral que culminó con una legislación que presumiblemente dejará satisfechos a todos los involucrados.
Lo imperativo hoy es crear un entorno de certidumbre para la población, para los partidos políticos y para el gobierno a fin de que nadie tenga incentivos para rebelarse o para vengarse una vez definidos los resultados electorales. Es decir, el entorno de un país normal y no de excepción. Como personas, cada uno de nosotros tenemos nuestras propias preferencias e ideología, todas ellas absolutamente respetables. Si triunfa el partido de nuestra preferencia, maravilloso. Pero, como sociedad, lo importante es que nadie sufra dramáticamente porque otro triunfe. Eso es precisamente lo que hay que asegurar ahorita, antes de que el asunto sea de triunfos o derrotas absolutas, en las que, a final de cuentas, todo mundo acaba perdiendo.
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