El conflicto en la UACM: un problema de timones

Derechos Humanos

Desde hace más de 70 días, las instalaciones de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) se encuentran tomadas por estudiantes y trabajadores de la institución en demanda de la renuncia de la rectora, Esther Orozco. Las causas del descontento, como suele ocurrir en algunas universidades públicas, son una explosiva mezcla entre reformas que ponen en jaque intereses de camarillas internas y la impericia de sus autoridades para, de entrada, hacerse respetar (lo cual no siempre es la tarea más sencilla). Sin embargo, el caso de la UACM tiene otras características peculiares, cuya explicación radica en los detalles que la hacen ser, sin duda, única en su especie.
Establecida en 2001, la UACM surge –en el ideal— como un proyecto educativo destinado a dar una formación integral (científica, humanística y crítica) para los jóvenes, tanto de la capital como de sus alrededores. En 2005, tras la obtención de su autonomía, podría decirse que da inicio su etapa de “consolidación institucional”. Actualmente, este centro de educación superior tiene un presupuesto de 855 millones de pesos anuales, da servicios a 18 mil estudiantes y emplea a mil 810 trabajadores y profesores.
El actual conflicto en la UACM surge en protesta a la supuesta manipulación de la elección en los miembros del actual Consejo Universitario por parte de la rectora, aunado a los cambios que ella desea impulsar y legitimar a través del mismo. El Consejo, el máximo órgano de decisión de la institución, tiene representación paritaria entre docentes y pupilos, ambos con la misma voz y voto, situación que se repite en los Consejos de cada plantel. Esta peculiaridad del estatuto orgánico de la universidad estuvo diseñada para otorgar tanto derechos como responsabilidades a alumnos y maestros por igual; en la práctica, ha propiciado las condiciones para un choque de trenes.
Por un lado, algunos estudiantes y maestros defienden un proyecto de universidad “innovador” que cristaliza, en buena medida, décadas de luchas ideológicas del activismo estudiantil de la Ciudad de México. El proyecto de una universidad con igual oportunidad para todos, lo cual se manifiesta en el ingreso mediante sorteo, no por mérito o por exámenes de oposición. Una institución en la que no se juzgue con base en los criterios de mercado y que se acepten los tiempos propios de los “slow learners.” En síntesis, todo lo que promueve Manuel Pérez Rocha, ex rector de esta casa de estudios en su artículo “En defensa de la UACM” publicado por La Jornada el 27 de septiembre de 2012. Por el otro lado, la rectora Orozco, como comenta apropiadamente Manuel Gil Antón, quiere una universidad tradicional. Un lugar donde las evaluaciones sean pensadas por los profesores y los criterios de eficiencia tengan una importancia en la planeación educativa.
Octavio Rodríguez Araujo comentó en su artículo “La UACM y su rectora”, (La Jornada, 21 de abril de 2011), que el error de la rectora fue “[…] querer convertir [a la UACM] en lo que no es ni puede ser a corto plazo […]” El juicio parece apropiado. Según un viejo dicho “donde manda capitán no gobierna marinero”. No obstante, esto se torna confuso por el mismo diseño estructural de la UACM: ¿quién manda en realidad en la institución? Al parecer, tanto de jure como de facto, no es la rectoría, ya que ésta debe someterse, de acuerdo con la ley que rige a la institución, a las decisiones colegiadas de su Consejo. Aunque las reformas propuestas por Orozco fuesen virtuosas, su principal obstáculo no son ni los estudiantes, ni los sindicalizados, ni los maestros inconformes; es la institución en sí misma.
A final de cuentas, el asunto de la UACM es un microcosmos de la política que ha dominado a la ciudad de México en la última década y de la visión de la educación que caracterizó a la administración de López Obrador. Para comenzar, la UACM se creó para atender la demanda de educación superior de alumnos rechazados por la UNAM y otras universidades públicas; es decir, ya de entrada incorporaba un factor político (quizá legítimo) en la conducción de asuntos académicos. Sin embargo, lo que refleja es un desdén por el desarrollo en aras del mantenimiento de una precaria paz social que, como ilustra el conflicto, tarde o temprano acaba revirtiéndose.

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