El descongelamiento de la Ley de Víctimas: ¿quién gana?

Peña Nieto

Las secuelas de la violencia en el marco de la llamada “guerra contra el crimen organizado” durante el gobierno del presidente Calderón no pocas veces fueron tratadas como un asunto incidental (recordar, por ejemplo, la desafortunada frase “daños colaterales”). El descontento ante esta actitud se materializó en movimientos sociales que poco a poco fueron creciendo mediáticamente y se convirtieron en actores de gran visibilidad en la arena política nacional. A pesar de ello, el sexenio calderonista concluyó en un contexto de demandas sin respuestas. En contraste, resulta sugerente que el nuevo gobierno federal haya optado por atender de manera pronta las exigencias de algunas –y se subraya “algunas”— de esas organizaciones sociales.
En primer lugar, la decisión del presidente Peña Nieto pone en evidencia la intención de impulsar una agenda distinta –al menos en el discurso—en el tema de seguridad. El polémico combate al narcotráfico ha quedado atrás como prioridad de la retórica gubernamental; la postura oficial ya no es la fórmula del “vamos ganando” y en su lugar se ha preferido dar trato preferencial (y mediático) a los asuntos colaterales que el gobierno anterior dejó desatendidos: las víctimas, los familiares, los desaparecidos. La renuncia a la controversia constitucional que impedía la expedición de la Ley de Víctimas es un claro ejemplo de ello. Más allá de la pertinencia, factibilidad, costo y cabos sueltos que aún tiene dicha ley, la medida ha resultado popular y le permite al actual mandatario ejercer un primer desmarque de su antecesor. El mensaje transmitido es claro: existe voluntad política para atender las exigencias de los movimientos sociales vinculados con la defensa de las víctimas; la pregunta es si en verdad se están resolviendo.
La Ley de Víctimas, tal como está redactada, ha sido severamente cuestionada. Se critica desde su supuesta inconstitucionalidad hasta su deficiente técnica legislativa. Su expedición ha dividido a las organizaciones sociales, entre quienes la consideran una victoria y quienes la tachan de inviable. Entonces, ¿es realmente una victoria para las víctimas la expedición de una ley con grandes dificultades para operar en la realidad? Incluso los defensores de la ley se han referido a la necesidad de reformarla. Lo que la Ley de Víctimas pretende es crear cauces institucionales para atender la demanda social, lo cual es positivo independientemente de si se comprueba que el diseño procedimental es defectuoso (en dicho caso, la exigencia social quedaría atrapada entre una solución que existe de manera formal, pero que difícilmente podría materializarse). La cuestión es entonces qué sucederá si la ley falla; es incierto que los movimientos que hoy cantan victoria con su promulgación puedan generar la presión suficiente para reformarla. El Ejecutivo puede encontrar la forma de librar los costos de este posible escenario; el fracaso de la ley puede atribuirse a sus operadores, especialmente al Poder Judicial quien será el encargado de aplicarla. En un país donde la cantidad de leyes es exorbitante, otra más no cambia el panorama pero si satisfizo a un grupo muy vociferante.
Con el regreso del PRI, de nuevo las formas cobran relevancia en la manera de gobernar. Sin embargo, es la sustancia la que debe priorizarse, de otra forma lo único que el gobierno hace es atender sólo de forma superficial las exigencias de las organizaciones sociales (y los problemas del país). Dado que la idoneidad de la ley está aún por verse, por el momento quien más ha ganado con la promulgación ha sido el Ejecutivo. Por una parte, transmite el mensaje de que no será obstáculo para la justicia y por otra da un carpetazo a los escabrosos temas que acapararon la atención pública el sexenio pasado. Por ello, si los movimientos sociales no son capaces de ver más allá de las apariencias, corren el riesgo de permitir que sus demandas se diluyan sin realmente resolverse.
El presidente ganó la primera partida. Ahora vendrán las pruebas de la realidad: ¿se conformará la población y, en este caso, las organizaciones sociales, con una ley que les satisface su reclamo político pero que no necesariamente resuelve el problema de fondo? La respuesta a esta interrogante sería igual de válida para toda la agenda gubernamental, en todos los ámbitos.

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