De carne y hueso

Justicia

Las transiciones políticas tienen muchas dimensiones. Algunas, las que todos conocemos y debatimos, se refieren al uso de los recursos, a las reglas del juego y a la relación gobierno-gobernante. Cada una de estas tiene sus propias dinámicas, complejidades y, por lo tanto, consecuencias. Entre las muchas insuficiencias y carencias que ha arrojado nuestro incierto e inconcluso proceso de transición política una de las más importantes se refiere a las personas, los integrantes de un gobierno que deben dejar el cargo una vez que termina su gestión. Esa dimensión, de carne y hueso, no ha sido resuelta, pero es crítica para el éxito político y democrático del país.

El problema es muy simple de plantear: ¿qué pasa con las personas, tanto los políticos como los funcionarios públicos, que concluyen su labor al terminar una administración, o al retirarse del servicio público? En el pasado, en la era priísta, esta pregunta nunca fue relevante porque siempre existía la expectativa de que la Revolución les siguiera haciendo justicia. Un político o funcionario que salía del gobierno se abocaba a tareas poco visibles, pero con frecuencia extraordinariamente perniciosas para la vida pública. Las más de las veces, los políticos se dedicaban a lo que les era casi natural: el tráfico de influencias.

El tráfico de influencias, una actividad callada y hasta sigilosa, era parte inherente al viejo sistema político y nadie la objetaba porque todos los políticos sabían que en cualquier momento podían caer en ese otro lado. Un político en funciones atendía a los que traficaban influencias a sabiendas de que, cuando estuviera en el exilio, tendría una contraparte igualmente dispuesta. No menos significativo era el hecho de que el sistema no sólo premiaba a sus integrantes, sino que todo estaba concebido y construido para que pudieran obtener recursos (es decir, corrupción) para su futuro. La corrupción era el cemento que le daba coherencia al conjunto.

Ese sistema funcionaba en la medida en que los cambios de gobierno ocurrían dentro de un mismo partido. Aunque los tumbos y giros entre una administración y otra no siempre eran pequeños, el sistema protegía a sus integrantes y les daba medios, como el tráfico de influencias, para mantener la disciplina y la lealtad. Esa estructura operaba bien porque todo se mantenía en familia, pero claramente no podía servir de base para un sistema político democrático y competitivo.

La creciente demanda por apertura y transparencia que emergió de la sociedad mexicana a finales de los sesenta comenzó a mermar la estructura del viejo sistema. La sociedad dejó de tolerar el abuso de los burócratas, se comenzó a mofar de los políticos y, poco a poco, obligó a éstos a responder con mecanismos de apertura: desde elecciones limpias hasta mecanismos de transparencia que le permiten a un ciudadano conocer en qué se gasta o cómo se decide en una determinada secretaría. Si bien estos avances no han resuelto los problemas del país, ciertamente sí han obligado a los políticos a responder a la sociedad, así sea a regañadientes.

Pero, para lo que no se han preparado los políticos es para hacer una transición personal desde el gobierno hacia la sociedad. Por ejemplo, si bien estamos en la segunda administración no priísta de de la historia moderna, una infinidad de priístas sigue esperando chamba en el gobierno como si fuera un derecho divino. Cuando no consiguen un empleo, muchos se dedican a versiones modernas del tráfico de influencias: unos como abogados avanzando los intereses de sus clientes, otros como representantes de proveedores ante el gobierno. En muchos de esos casos, los involucrados utilizan información privilegiada, emplean mecanismos de incentivos poco transparentes y, en casi todos los casos, sostienen una tradición de irredenta corrupción.

El tema se agudiza por la poca movilidad política que propicia nuestro sistema. Aunque muchos nombres cambian, lo impactante es la permanencia de muchos de ellos. Si en México hubiera reelección legislativa, muchos de esos personajes serían legisladores profesionales y estarían aportando lo mejor de sus conocimientos y experiencia al desarrollo del país. Como esa opción no existe en la actualidad, sus opciones son dos: retirarse a la vida privada, ajena a la política, o esperar en los entretelones de la política a que la rueda de la fortuna les vuelva a sonreír. Muchos no saben hacer nada más que política y muchos otros han acumulado tantos recursos que no ven la necesidad de hacer otra cosa y por eso viven esperando la siguiente oportunidad, aunque nunca se presente.

El tema viene a colación por el revuelo que causó el anuncio de la incorporación del ex secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, al consejo de administración de un banco inglés. Una buena parte del furor que causó el anuncio se debe a no más que un ajuste de cuentas con quien tuvo que recortar gastos o disminuir presupuestos año tras año, o por el deseo de diversos grupos políticos de buscar fuentes de conflicto, así como por la ignorancia prevaleciente sobre las funciones de un consejo de administración en las grandes empresas corporativas del mundo.

Pero la otra fuente de resquemor es, sin duda, la incapacidad que hemos mostrado los mexicanos para dar viabilidad y respeto a la vida privada de los funcionarios y políticos después de su etapa en la vida pública, incapacidad que deja cojo el proyecto democrático por las razones antes expuestas. Este tema no está resuelto para los políticos y ha sido mal resuelto para los funcionarios públicos, muchos de los cuales no sólo desean seguir teniendo una vida productiva, sino que lo requieren. Hace años, el Congreso aprobó un sueldo y gastos para ex presidentes que sigue siendo controvertido, a pesar de que es una práctica común (y muy sana) en países democráticos.

En el caso específico, si el objetivo del Lic. Gil Díaz (o del banco que lo invitó) fuese la explotación de información privilegiada, lo más sencillo y lógico habría sido recurrir al mecanismo tradicional de la política mexicana: un contrato privado de consultoría para que, en sigilo y sin conocimiento público, ambos avancen sus intereses a costa del interés nacional. La realidad es claramente otra: se trata de un individuo intelectualmente inquieto, capaz de aportar su enorme capacidad a toda clase de objetivos académicos y productivos.

Quizá la pregunta que arroja este episodio es si de verdad estamos dispuestos a crear reglas y procedimientos que sean compatibles con la probidad y la democracia en vez de lo opuesto.

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Luis Rubio

Luis Rubio

Luis Rubio es Presidente de CIDAC. Rubio es un prolífico comentarista sobre temas internacionales y de economía y política, escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times.