El 28 de julio pasado, Reforma publicó las cifras que obtuvo tras un levantamiento destinado a medir, entre otras cosas, los índices de aceptación del actual jefe de gobierno de la Ciudad de México, así como la todavía prematura intención del voto de los capitalinos en los comicios locales de junio de 2015 –donde se elegirán asambleístas y jefes delegacionales. Entre otros, una terna de resultados llama la atención, aunque no sorprende del todo. Uno, el constante ascenso de los niveles de desaprobación del alcalde Miguel Ángel Mancera; dos, el estancamiento de los porcentajes que, de forma hipotética, obtendrían el PRI y el PAN en las elecciones para el legislativo defeño, los cuales casi son idénticos a los de los comicios de 2012; y tres, el posicionamiento del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) entre las cuatro principales fuerzas políticas en el Distrito Federal.
El potencial reordenamiento del caleidoscopio político en el D.F. responde a un reacomodo de élites, tanto en el ámbito local como en el federal. Sin duda, el PRD ha llevado la peor parte en esta dinámica. Por primera ocasión en su estancia al frente de la capital, los perredistas carecen de un líder instalado en la silla del ayuntamiento. Aún más, a Miguel Ángel Mancera parece tenerlo sin cuidado. Sin embargo, mientras el ex procurador capitalino no tiene incentivos para entregarle buenas cuentas a los partidos que lo postularon a su presente cargo –no pertenece a ninguno de ellos, ni ha mostrado intenciones claras de aspirar a un futuro puesto de elección popular—, el perredismo y sus momios de cara a ulteriores procesos electorales se hallan, para bien o para mal, atados al desempeño de la administración de la Ciudad de México. Esto no implica que la izquierda esté acabada en la demarcación; está fragmentada, que no es del todo lo mismo. Movimiento Ciudadano (MC) y el Partido del Trabajo (PT) confían en sus nimias pero, al parecer, suficientes cifras a fin de apuntalar sus niveles de sufragios en el D.F. y, por tanto, conservar sus respectivos registros como partidos políticos. En cualquier caso, MC podría contar con el respaldo del ex jefe de gobierno, Marcelo Ebrard –y sus igualmente pequeñas aunque suficientes clientelas—, y el PT estaría en vías de consolidar su alianza tradicional con el PRD –ya que no puede por ley unirse a MORENA. Por último, no es un secreto que MORENA es la principal amenaza para el drenado de votos perredistas. Lo que no está claro todavía es cómo construirán su plataforma política las huestes de Andrés Manuel López Obrador. ¿Será una crítica cáustica contra el gobierno de Mancera o sólo irán “caso por caso” contra cada aspirante perredista, panista o priista?
Por otra parte, ¿cómo pretenden el PRI y el PAN tomar ventaja de la fractura izquierdista y del desplome de los bonos del jefe de gobierno? En el PRI, el factor de mayor influencia –y tal vez el único—en su eventual resurgimiento es estar en el gobierno federal. Esto le permitirá acceder a recursos, tanto humanos como financieros, con el propósito de reconstruir (o, mejor dicho, recuperar) sus redes clientelares. A pesar de esta ventaja, el priismo del D.F. debe remar contracorriente. Desde que se extinguió la figura de la regencia de la capital en 1997, el priismo capitalino se ha caracterizado por sus pugnas internas y escándalos, el último de los cuales tiene en proceso de investigación judicial a su ex dirigente, Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre. El tricolor carga con la figura de un personaje controvertido que, de estar en juego la jefatura de gobierno en 2015, probablemente le impediría aspirar a ésta; no es el caso. El presunto desprestigio del PRI derivado del caso Gutiérrez de la Torre podría no afectarle del todo en su intento de capturar más de una jefatura delegacional (algo que jamás han logrado por la vía de las urnas), ganar al menos un par de distritos uninominales para la Asamblea, y mejorar sus cuentas en la repartición de curules de representación proporcional. En cuanto a la cercanía de Mancera con el presidente Peña Nieto, justificada por la institucionalidad de su relación como funcionarios públicos, ésta hace pensar que el alcalde no pondrá demasiada oposición a un posible avance electoral del PRI.
Finalmente, el PAN encara un entorno paradójico. Si bien la desaprobación de la gestión de Mancera pudiera “llevar agua al molino” panista –en 2012, un alto porcentaje de los votos que no recibió la entonces candidata panista Isabel Miranda, ayudaron al aspirante de las izquierdas a alcanzar el histórico 63.5 por ciento de los sufragios—, el llamado “voto duro” panista en el D.F. sigue por debajo de 20 por ciento y prácticamente no cuenta con figuras relevantes fuera de su bastión, la delegación Benito Juárez. La crisis panista se recrudece al no contar con una estructura clientelar sólida –algo fundamental en la entidad—y tampoco tener una propuesta de gobierno convincente. La intención de llevar a consulta popular un aumento al salario mínimo no promete entusiasmar demasiado a las bases tradicionales de Acción Nacional, las clases medias, ni asegura que los sectores económicamente menos favorecidos se lancen a sus brazos. De esta manera, el PAN podría tener todo para volver por sus fueros, pero parece no querer hacer nada a fin de lograrlo.
Por primera vez en catorce años y a poco menos de diez meses de que los capitalinos acudan a las urnas, se vislumbra que el panorama electoral del Distrito Federal dejará de ser un cuasi monopolio del PRD. No obstante, ello no implica un cambio significativo en el perfil del electorado de la capital, ni un abandono de las añejas formas clientelares de control político en la entidad. Asimismo, el ánimo reprobatorio sobre la gestión de Mancera tampoco garantiza el rotundo regreso del PRI o del PAN. En suma, el D.F. asemeja una partida de ajedrez a mitad de camino: todas las piezas fajándose en el frente de batalla, a veces expectantes, a veces al ataque; mientras tanto, el rey no se inmuta.
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