El mundo está cambiando de manera incontenible y nosotros actuamos como si nada ocurriera, como si fuésemos totalmente inmunes. Las oportunidades y las amenazas se multiplican a nuestro alrededor y, sin embargo, permanecemos impávidos. Da igual si se trata de las (declinantes) reservas petroleras o del crecimiento acelerado de la economía china, los mexicanos nos parecemos cada vez más a un venado paralizado frente a las luces de un automóvil que lo deslumbra súbitamente. La pregunta es quién va a responder ante la ciudadanía si la parálisis actual acaba causando más pobreza, menos crecimiento, un mayor descontento generalizado y, por encima de todo, una gran frustración.
Hace unos años, a mediados de los ochenta, apareció una caricatura en el Pravda, el principal periódico de la era soviética, donde se ilustraba de manera fehaciente el problema de aquella nación en ese momento y que es alusivo a nuestra realidad actual. El momento era significativo: Gorbachov había tomado las riendas del Partido Comunista y había iniciado su famosa Perestroika, un proceso de reforma que comenzaba a afectar toda clase de intereses burocráticos, políticos y económicos.
Como bien sabemos hoy, las reformas iniciadas por Gorbachov acabaron por destruir a la vieja Unión Soviética al inicio de los noventa. Sin embargo, a mediados de la década de los ochenta nadie imaginaba semejante posibilidad. La caricatura del Pravda presentaba a unos burócratas montados en una vía de tren con sus escritorios, archivos, máquinas de escribir y otros implementos de trabajo, como si fueran a impedir el paso del ferrocarril. El cabecilla del grupo, mientras ve al resto, se dirige hacia el horizonte de donde vendría el ferrocarril y afirma: ?el camarada Gorbachov no sabe lo que le espera cuando llegue a este lugar?.
El México de hoy, al menos una buena parte, recuerda mucho al camarada burócrata de la caricatura. Todos los actores políticos tienen buenas razones para explicar la lógica de su posición o la racionalidad de su negativa a sumar en lugar de restar, pero el hecho es que todo el país está paralizado porque hay demasiadas agendas encontradas y muy poco sentido de la urgencia y los riesgos que el país enfrenta.
Algunos culpan al gobierno, otros al congreso. Unos analizan con detenimiento y prudencia la fallida transición política y la comparan con otras que han sido por demás exitosas, de lo cual derivan conclusiones que igual pueden ser aplicables a nuestra realidad o no. En el fondo hay muchos discursos y muy poca acción. La política mexicana transita por dos corrientes: los que quieren el poder a cualquier precio y por cualquier medio y los que quieren regresar al pasado, igual a cualquier precio y por cualquier medio. En ocasiones, las dos corrientes se encarnan en figuras individuales. Prácticamente nadie en la vida política mexicana se está concentrando en construir el futuro que necesitamos.
La disputa política es cada vez más intensa y todo ello ocurre paralelamente a un proceso de empobrecimiento creciente de la población. Peor, ese empobrecimiento va en ascenso, toda vez que, mientras otras naciones aceleran su paso, nosotros nos quedamos atrás. El retroceso no es sólo absoluto, sino que, en términos relativos, retrocedemos con asombrosa rapidez. El tema importante no es sólo que la economía no ha crecido a un ritmo relevante para enfrentar exitosamente la demanda de empleo y las necesidades de la población en general, sino que los factores que permitirían restaurar el crecimiento en el futuro no están siendo atendidos con oportunidad. Es decir, tenemos un desorden de tal magnitud que lo único que parece relevante para quienes tienen las responsabilidad de encauzar el desarrollo del país es quién va a detentar el poder, en lugar de para qué lo va a hacer. Mucho más grave, lo único que parece relevante para la clase política es cómo impedir que otros lleguen al poder en lugar de separar los dos temas de su competencia e interés: el desarrollo del país y el ascenso al poder. Se trata de dos temas que deberían estar separados, como ocurre en cualquier sociedad moderna y democrática. El signo de los tiempos lo ilustra el que los políticos no puedan hacer esa distinción y que se dediquen a utilizar, de hecho a secuestrar, el desarrollo del país para avanzar su causa personal y/o partidista.
Más allá de los confines de los espacios formales e informales de la política nacional, existe un mundo que cambia a paso veloz. De particular importancia es el tema del crecimiento económico de China y el reto energético que en no mucho tiempo enfrentará el país. La competencia china, por ejemplo, no puede más que intensificarse y no estamos haciendo nada al respecto. El fenómeno chino está alterando la dinámica económica del mundo de una manera no sólo incontenible, sino a una velocidad que se eleva día a día. Por respuesta los políticos sólo cierran los ojos. Al pretender que con la indiferencia nada pasará, los políticos de esta estirpe prefieren apostar a la famosa solución técnica a los problemas del país (la virgen de Guadalupe). Otros, que se las dan de más pragmáticos, ofrecen un conjunto de soluciones que no tienen pies ni cabeza más allá de su impacto mediático (que es, probablemente, el verdadero objetivo de su retórica). Para ellos, la solución reside en alguna combinación de mecanismos que comenzaría por prohibir las importaciones, repudiar al Fobaproa y manifestarse ante la embajada norteamericana. Por supuesto que ninguna acción de esta naturaleza resolverá el problema, pero el efecto mediático ya habrá quedado ahí.
Sin duda China constituye una seria amenaza para la economía mexicana, pero se trata de una amenaza sólo si optamos por la inacción. La propensión de los políticos, empresarios y medios de comunicación ha sido la de presentar algunos productos importados de China como evidencia de la amenaza que esa nación representa para el país. Y, efectivamente, hay un conjunto de bienes que diversos productores chinos están fabricando a precios sensiblemente inferiores a los de los fabricantes nacionales, lo que representa una amenaza directa para esos empresarios y sus empleados. Visto desde esta perspectiva, la única solución posible a esa amenaza es frenar la importación. El problema es que esa manera de actuar no sirve más que para posponer lo inevitable, a la vez que impide el desarrollo de una respuesta positiva.
La otra cara de China tiene que ver con la impresionante transformación física, cultural y económica que ha venido experimentando esa nación. Mientras que nosotros nos debatimos hasta el cansancio sobre la soberanía en materia energética, los chinos han concesionado cientos de mantos petroleros y de gas a empresas extranjeras bajo el principio de que lo urgente es el desarrollo de esos recursos para acelerar el crecimiento del resto de la economía. De la misma manera, mientras que nosotros nos consumimos en debates bizantinos sobre los méritos de un régimen comercial abierto y del TLC, los chinos estrechan lazos comerciales con todos los vecinos y socios comerciales de la región. Mientras que los mexicanos evidencian una creciente frustración, la población china e hindú, otro caso de éxito, al menos relativo, comienza a otear un futuro positivo. ¿Por qué ellos sí y nosotros no?
El crecimiento acelerado de la economía china no se explica por el costo de su mano de obra, sino por la imponente transformación de sus estructuras legales, de la infraestructura física y el apoyo y promoción de la inversión, nacional y extranjera, a la que sin miramiento se dedica su gobierno. Es decir, hay decisiones políticas y acciones conscientes y visionarias detrás del impresionante desarrollo de ese país, no solo mano de obra barata. Los chinos tienen claro que lo importante es alcanzar el objetivo de crecer aceleradamente; los medios a través de los cuales esto es posible son sólo eso, instrumentos para lograrlo y no factores de conflicto permanente. Aquí nos empeñamos en asignarle una importancia mítica a los instrumentos del desarrollo, con lo que lo hacemos imposible.
Mientras China siga experimentando un proceso de acelerada transformación, nuestra regresión relativa será creciente. La noción de que podemos esconder la cabeza en la arena de manera permanente, como hacen los avestruces, está llegando a su límite. La población puede divertirse u horrorizarse ante la creciente cauda de evidencia de corrupción que nos invade, pero nada de eso resuelve lo esencial: las fuentes de creación de riqueza, generación de empleo e ingreso. La corrupción, y su prima hermana, la lucha ciega por el poder, no hacen sino confirmar lo que la población ya sabe de manera instintiva: que los políticos no tienen capacidad para enfrentar el reto del desarrollo. Una vez liberados del yugo presidencial, no sólo ha quedado evidenciada su incompetencia, sino también la indisposición para cumplir con su responsabilidad.
El país no puede perseverar en su autismo. No es posible seguir ignorando al mundo de alrededor ni la realidad interior. Es imperativo comenzar a decidir, pero eso es imposible en ausencia de mecanismos capaces de sustentar decisiones efectivas en el poder legislativo. La solución a la problemática política nacional no consiste en crear un régimen parlamentario o afianzar o reconstruir el presidencialista, sino en adoptar mecanismos de negociación que permitan determinar la mejor manera de resolver la parálisis actual: o sea, en vez de discutir objetivos, hay que acordar medios de decisión. No se trata de un proceso circular; todo lo contrario.
Concentrados en su solución favorita a cualquier problema, los políticos han llegado a un impasse en todos los temas de relevancia. Lo que procede es abandonar toda discusión sobre objetivos (estructuras políticas o reformas específicas). Lo urgente es acordar una metodología para la toma de decisiones. En lugar de pretender imponer soluciones que no cuentan con una mayoría legislativa (o sea, casi todas), lo imperativo es acordar los medios a través de los cuales se decidiría. La lógica maximalista a ultranza que hoy domina el panorama político va a acabar asfixiando al país.
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