En el corazón de la confusión en que se ha convertido la política mexicana, los intereses más obscuros, parasitarios y depredadores han encontrado a su mejor aliado. Mientras que la idea de la democracia sigue siendo tema de debate y convocatoria en los círculos académicos e intelectuales, diversas personas y grupos en la política y la economía han aprovechado este galimatías para avanzar el beneficio personal, así como para dañar los intereses y derechos políticos y económicos del resto de los mexicanos. Dos denominadores comunes están presentes en todos estos grupos: uno, todos sus integrantes se envuelven en la bandera nacional para presentarse como salvadores de la patria; el otro es que todos invariablemente se dedican a avanzar sus intereses particulares, así sea de manera inconsciente. La reelección es una de esas ideas y estrategias de desarrollo democrático importantes, que han sido secuestradas por intereses particulares.
Sin duda, la reelección de diputados, senadores y legisladores locales es una necesidad para el desarrollo político del país. No obstante, mientras subsistan legisladores por representación proporcional (o plurinominales, como se les llama en la jerga electoral), la reelección acabaría convirtiéndose en una perversión democrática y en otro más de los instrumentos a través de los cuales los partidos y un sinnúmero de políticos en lo individual, pretenden secuestrar al sistema político.
Como todo en la política, la reelección es, o debería ser, un instrumento para desarrollar pesos y contrapesos en las instituciones públicas. En la medida en que la reelección sirva para crear incentivos que obliguen a los legisladores -es decir, a los representantes populares- a acercarse a los electores y, de esta manera ser más responsivos y mejores representantes de sus intereses, dicho instrumento habrá avanzado los derechos políticos de los mexicanos y habrá sedimentado una capa más de soportes para la construcción de una democracia viable.
Pero lo contrario también es cierto: si la reelección sirve para preservar a un grupo de políticos que nunca fueron electos de manera directa en el poder legislativo y que por esa razón no son próximos a la población, la democracia mexicana sufriría un golpe más y la capacidad de desarrollar un sistema político funcional, ya de por sí golpeado a más no poder, continuaría su deterioro. El tema es por ello fundamental: aunque la reelección es una condición necesaria (y central) para lograr un desarrollo político equilibrado, adoptarla constituiría un verdadero peligro en tanto no se modifique la naturaleza híbrida que es particular a nuestro sistema electoral.
El tema de la reelección tiene dos grandes componentes. El primero consiste en su papel como medio para promover la profesionalización de los legisladores. La teoría señala que en la medida en que los legisladores adquieren mayor experiencia, su capacidad para legislar mejora; pero quizá lo más importante es que un legislador que puede mantenerse en su puesto, poco interés tendrá en buscar otros empleos, invertirá su tiempo en los temas legislativos y, sobre todo, se preocupará por los temas sobre los que está legislando. Es decir, se dedicará al empleo que tiene en lugar de ocupar la totalidad de su tiempo en buscar un empleo futuro, como ocurre en la actualidad.
El otro componente clave de la reelección es la cercanía de los legisladores con los votantes. Una vez más, la teoría dice que un diputado o senador que tiene que reelegirse en tres o seis años, respectivamente, va a dedicar una parte importante de su tiempo, pero sobre todo de su actividad legislativa, a promover iniciativas de ley que tendrán el objeto de mejorar la vida y situación económica de sus representados. Algunas de esas iniciativas serán precisamente las que sus electores reclaman en tanto que otras, quizá menos apreciadas de entrada, serán benéficas para esos mismos electores en el curso del tiempo. Pero todos sabemos que nada de eso es posible en el contexto del peculiar sistema electoral que nos caracteriza en este momento.
En la actualidad, los legisladores desprecian a los votantes. Una tercera parte de ellos ni siquiera fue elegida de manera directa y los ciudadanos ni sus nombres conocen. Pero las decisiones que toman esos legisladores electos por representación proporcional afectan a todos los mexicanos de una manera desproporcionada. Esto podría parecer exagerado, pero es absolutamente cierto. La abrumadora mayoría de los líderes legislativos y de las cabezas de las comisiones encargadas de dictaminar las iniciativas de ley, no llegaron ahí por el voto directo de los electores, sino que fueron elegidos por los líderes de sus propios partidos. Esto significa que muchos de los responsables de tomar decisiones fundamentales para el país, no guardan relación alguna con los votantes, nunca se acercaron a ellos ni tienen la menor preocupación por su desarrollo. Si esto no es una perversión de la democracia, ¿entonces qué lo es?
Todavía peor que el sistema político electoral vigente sería la reelección de esos legisladores que jamás tuvieron contacto con los votantes. En la actualidad, el Congreso de la Unión y las legislaturas estatales se integran por una extraña combinación de legisladores electos por voto directo y aquellos que fueron seleccionados por las burocracias partidistas y electos por la figura de la representación proporcional. Los primeros tienen que ganarse la elección, en tanto que los segundos se encargan de liderar las respectivas bancadas. Así es la democracia mexicana.
Ahora que la reelección de legisladores es materia de una iniciativa de ley, es crucial considerar el tema en todas sus dimensiones. La reelección, debidamente concebida, podría ser uno de los instrumentos fundamentales para minar la brutal partidización que caracteriza a la política mexicana. En lugar de democracia, los mexicanos hemos acabado con una burocracia partidista que todo lo decide y todo lo determina. La reelección podría contribuir a reducir esa distorsión, pero sólo en la medida en que venga acompañada de un cambio en la estructura del poder legislativo.
El congreso se integra por 500 diputados, trescientos de los cuales fueron electos de manera directa por los votantes y representan a los 300 distritos electorales que hay en el país. Los otros doscientos son producto del sistema de representación proporcional que existe en la actualidad. Lo mismo ocurre en el Senado, pero ahí es todavía peor: 64 son senadores electos por los votantes, dos por cada estado, 32 son los perdedores (la ?primera minoría) y los otros 32 son electos por representación proporcional. El hecho es que la mitad del Senado y poco más de una tercera parte de la Cámara de Diputados no son electos de manera directa y, por ello, no le responden (ni en teoría) al ciudadano. Si uno de los propósitos centrales de la reelección es crear incentivos para acercar el legislador al votante y hacer posible la rendición de cuentas por parte de estos representantes, entonces la reelección sólo es una buena idea si desaparece la representación proporcional.
La representación proporcional constituyó un avance necesario e inexorable en la política mexicana cuando se instituyó. Pero esa institución ha cumplido sus objetivos y ha excedido los beneficios que le podría dar al sistema político y a la ciudadanía. Preservarla en estas circunstancias sólo contribuiría a sostener la burocracia partidista que ha hecho imposible el avance de la democracia.
El propósito de instituir la representación proporcional en la década de los setenta fue por demás encomiable. Se pretendió dar acceso al poder legislativo a partidos que representaban segmentos importantes de la población, en términos políticos o ideológicos, pero que no sumaban la fuerza suficiente para ganar distritos por representación directa. Esto se debía a que, por un lado, muchos de esos partidos simplemente no tenían la fuerza, la representatividad o el tamaño para ganar un distrito. Pero quizá más importante en la determinación de este resultado fue la manipulación que llevaron a cabo diversos gobiernos priístas para asegurar la dilución de la oposición en los diversos distritos electorales del país. El distrito prototípico, sobre todo en las zonas urbanas, se diseñó para dividir a las colonias que pudiesen votar por la izquierda o la derecha para así asegurar una victoria del PRI. En ese contexto, la representación proporcional era la única manera de asegurar que todas las fuerzas políticas estuvieran representadas en el poder legislativo y, con ello, se evitara que procuraran otros métodos para hacerse presentes en los procesos de toma de decisiones.
Veinte años después, la realidad es otra. Los tres partidos políticos grandes tienen suficiente representación directa como para necesitar de la representación proporcional. Esto implica que la representación proporcional ha satisfecho su propósito original y, por lo tanto, debe ser desmantelada. En todo caso, de haber una actitud honesta por parte de los legisladores y partidos políticos, habría que iniciar un proceso de redistritación a fin de eliminar los entuertos que el PRI nos legó. Con ello, la representación proporcional dejaría de tener sentido y se podría apreciar el gasto excesivo y la duplicidad que representa. Sobre todo, sería posible reconocer la perversión que entraña para el desarrollo de la política y de la democracia en el país.
La reelección es necesaria y urgente. Pero establecerla en el contexto actual, sin eliminar la representación proporcional y sin crear mecanismos de equilibrio del lado del poder ejecutivo, constituiría una nueva afronta contra la democracia y la ciudadanía. Quizá eso sea grato para los políticos y burócratas que, para todo fin práctico, han tomado el control de la política mexicana. Mas no es satisfactorio para la ciudadanía. Sobre todo, no es satisfactorio para el desarrollo del país: de no cambiar sus formas, los legisladores y burócratas que hoy dominan el proceso de toma de decisiones van a llevar a una nueva crisis política. La reelección debe ser un mecanismo que asegure los intereses de la ciudadanía, no de los políticos. Por eso la reelección y la reforma electoral van de la mano o no podrán avanzar.
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