¿Cómo ha cambiado la interpretación de lo que significó la caída de la URSS?
Al estilo de la película Casablanca, el fin de la guerra fría parecía “el comienzo de una preciosa amistad”. Veinticinco años después resulta evidente que las realidades geopolíticas y los intereses son más importantes en las relaciones internacionales que los mejores deseos. La literatura revisionista que ha surgido en los últimos años desafía la versión convencional sobre el papel de la democracia en los procesos nacionales de cambio, particularmente el que involucró el final de la Unión Soviética. Las lecciones que de ahí se derivan son altamente relevantes para nosotros.
El revisionismo es una constante en la historia porque el tiempo, y el conocimiento que se va acumulando, permiten una interpretación cada vez más aguda de las causas de distintos sucesos o de los factores que los hicieron realidad. En el caso de la URSS, la versión convencional, ampliamente aceptada, es que fueron el Oeste y la democracia los factores que finalmente derrotaron al imperio ruso del siglo XX. Hoy sabemos que los factores cruciales que minaron la fortaleza de esa nación fueron sus inherentes debilidades económicas y el conflicto que ya desde entonces se gestaba entre Ucrania y Moscú.
¿Es posible decir que el fin de la guerra fría marcó el triunfo de la democracia?
Aunque la “nueva” Rusia adoptó a la democracia como forma de gobierno y hubo avances importantes en la relación gobierno-ciudadanía, ni allá ni en México se ha arraigado un sistema liberal de gobierno, entendiendo por esto instituciones fuertes que protegen al ciudadano y contrapesos efectivos que hacen valer el Estado de derecho. Fareed Zakaria atinó cuando acuñó el término “democracia no liberal” para describir a este tipo de sociedades.
Una pregunta clave es si la democracia impulsa el desarrollo de sociedades liberales o si es el desarrollo de sociedades liberales lo que da lugar a la democracia. En el mundo occidental, el supuesto predominante es que la democracia es la que ha producido el desarrollo. Invasiones como la de Irak hace una década se predicaron bajo esa racionalidad y esa ha sido la discusión en torno a la fallida “primavera árabe”. También ha sido el razonamiento que ha llevado a sucesivas reformas políticas en nuestro país. El problema es que, en una nación que se reforma tras otra, la democracia –más avanzada o menos- no se ha traducido en un decisivo avance económico o en la consolidación de una sociedad liberal.
¿Qué papel han jugado los avances legales en estas materias?
México ha dado grandes pasos hacia la consagración de derechos en el papel de la constitución, pero muy pocos se han hecho efectivos en la vida cotidiana. Baste ver el estado que guarda la administración de la justicia o la inseguridad en que vive la mayoría de la población para reparar en lo complejo de los procesos sociales y lo incierto de sus logros. David Konzevik, pensador creativo y agudo observador de la realidad, apunta que “el siglo 20 fue el de los derechos humanos; si el siglo 21 no es el de las obligaciones humanas, hasta aquí llegamos”. En las últimas décadas hemos avanzado en materia de derechos, así sean nominales, pero nada ha ocurrido con las obligaciones y el patético nivel de crecimiento económico sugiere que tampoco es evidente una línea de causalidad entre democracia y crecimiento.
Por su parte, el mal desempeño económico ha conformado la noción de que ha habido un exceso en materia de derechos ciudadanos a expensas de la fortaleza del gobierno porque, según esta visión, es de esa fortaleza donde se deriva la capacidad de crecimiento. La propensión reciente de establecer toda clase de mecanismos de control sobre la ciudadanía y la economía sigue esa lógica pero es improbable que logre tasas elevadas de crecimiento.
La razón de esto último no es de carácter ideológico o político. El verdadero déficit no es de un gobierno controlador sino de un gobierno funcional. Donde el país evidencia carencias aterradoras es en materia de la operación cotidiana del gobierno: provisión de servicios, construcción y mantenimiento de la infraestructura, seguridad pública y justicia. Nada de eso mejorará con un mayor control sobre la ciudadanía: más bien, un gobierno más diestro en lograr su cometido fundamental (particularmente proveer seguridad y condiciones equitativas y predecibles para el funcionamiento de las reglas del juego en todos los ámbitos) requeriría menos mecanismos de control. La clave no radica en el control sino en la solidez y confiabilidad de la función gubernamental, cosas muy distintas.
¿Cuál debe ser la prioridad para revertir la situación en México?
En un contexto caracterizado por estas ausencias elementales es inevitable la desilusión ciudadana que priva en el país. Tampoco es sorpresivo el argumento gubernamental de que la única manera de resolver las carencias consiste en revertir los excesos de los últimos tiempos y lograr una mayor eficacia. El verdadero asunto no reside en la urgencia de contar con un gobierno más eficaz (condición sine qua non) sino en cómo se puede lograr y, sobre todo, qué características debe tener.
El gran desafío consiste en construir un sistema de gobierno que sea eficaz pero que también proteja los derechos ciudadanos. No hay contradicción entre ambos: más bien, son dos caras de la misma moneda. A menos de que el país retorne al autoritarismo, su única carta es la de construir una sociedad liberal, así sea paso a paso.
Años de observar la evolución de la democracia mexicana me han convencido que Womack tenía razón cuando afirmó que “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir. Son las formas decentes de vivir las que producen democracia”. Nos urgen esas formas.
Artículo publicado en Reforma
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