El anuncio de la integración de Banamex al Citigroup trajo a la palestra el viejo fantasma del Fobaproa. Y no es para menos: el asuntito del mal llamado “rescate bancario” le va a costar a los mexicanos años de menor crecimiento económico y carretonadas de dinero para pagar la colosal deuda en que se incurrió por el mal manejo de la crisis del 95 y su impacto sobre el sistema financiero, el ahorro del público y el capital de los bancos. Pero el tema del Fobaproa, hoy IPAB, por oneroso que sea, no es el tema de fondo. El tema central es el de la pésima supervisión bancaria, la ausencia de regulaciones (y reguladores) apropiadas y, sobre todo, de un sistema bancario fuerte. El sistema financiero ha sido víctima, desde los setenta, de sucesivos gobiernos que no han tenido capacidad de visión y que, quizá sin siquiera darse cuenta, destruyeron el corazón de la actividad económica. El hecho de que en la actualidad la mayor parte del sistema esté en manos de extranjeros es no es más que una anécdota o, como diría García Márquez, la crónica de una muerte anunciada. El verdadero problema se encuentra en la incompetencia de todo un sistema de gobierno.
El Fobaproa no surgió en un vacío, sino que fue la consecuencia de treinta años de torpezas, de la promoción de intereses particulares –políticos y económicos-, y de una total ausencia de visión gubernamental. La crisis bancaria de 1995 comenzó a gestarse en los setenta cuando el gobierno primero politizó el otorgamiento de crédito, luego acaparó el financiamiento y expropió los bancos en 1982. Posteriormente, en el periodo de la banca “nacionalizada”, realmente expropiada, la administración gubernamental de los bancos destruyó tanto al aparato de regulación y supervisión que existía (porque los criterios de administración acabaron siendo políticos), como, dentro de los bancos, la capacidad de manejo del riesgo, que es la esencia de la actividad bancaria. Es decir, las acciones del gobierno entre 1970 y 1990, cuando se inició la reprivatización de los bancos, acabaron tanto con los banqueros y funcionarios bancarios profesionales, conocedores del oficio, como con los funcionarios gubernamentales capaces de supervisarlos.
La privatización de los bancos inició el segundo capítulo del drama, al perderse de vista el objetivo que debió perseguirse: crear una banca sólida, eficiente y competitiva a nivel internacional para apoyar el desarrollo del país. De hecho, en la privatización de las entidades bancarias no hubo más ánimo que recaudar el máximo posible para el erario federal, a la vez que se premiaba a personas y grupos que, en su mayoría, podían ser muy merecedoras del favor gubernamental, pero cuyos conocimientos y habilidades en el negocio bancario eran casi inexistentes. En la privatización de los bancos se manifestaron todos los vicios gubernamentales imaginables y más: desde la extensión de crédito por debajo de la mesa a los compradores hasta promesas de apoyo futuro. Lo importante era que las cuentas fiscales parecieran muy fuertes y no que los bancos estuvieran debidamente capitalizados y comandados por gente capaz de desarrollar instituciones financieras sólidas, velar por el ahorro del público y al mismo tiempo financiar sanamente el crecimiento del país.
En un enorme número de casos, los bancos privatizados nacieron cojos: con fuertes insuficiencias de capital, con propietarios endeudados para la compra de las acciones de control y, en consecuencia, con enormes incentivos para hacer tropelía y media. Los auto-préstamos, los créditos “recíprocos”, la falta de garantías apropiadas, la extensión de los créditos más riesgosos, la ausencia de políticas de evaluación y manejo del riesgo, fueron todos consecuencias de una privatización mal concebida y peor operada. Los abusos que siguieron son igualmente atribuibles a la incompetencia de las autoridades que los hicieron posibles y a quienes se beneficiaron de ellos.
Para colmo, el falso nacionalismo de las autoridades impidió que los bancos privatizados pudiesen ser adquiridos por grupos extranjeros. Para justificar las tropelías y desatinos del proceso se utilizó la idea de que una banca en manos de extranjeros serviría a intereses ajenos al país, lo que condujo a que toda la estructura de la privatización se concibiera como un asunto meritorio de un trato de excepción y se organizara para beneficio del grupo cercano al gobierno. Se hablaba de la globalización, el país se encontraba negociando un tratado de libre comercio y la economía se había abierto a las importaciones, pero las autoridades financieras no podían concebir que la banca entrara en esa dinámica. Hoy sabemos que el costo de los prejuicios xenofóbicos fue enorme, sobre todo porque los industriales mexicanos tuvieron que competir con los mejores del mundo, mientras que los banqueros consentidos del gobierno se podían dar el lujo de no tener competencia significativa alguna. Esta falta de competencia hizo innecesario que se desarrollaran los productos y servicios financieros que los industriales mexicanos requerían. Pero la culpa no fue de los “nuevos” banqueros, sino de las autoridades responsables que, en su forma de privatizar, crearon las condiciones para la debacle que más tarde experimentó el sector.
De haber habido apertura a la inversión extranjera en los bancos, lo más probable es que la historia hubiera sido radicalmente distinta. Por ello vale la pena especular sobre qué hubiera pasado bajo ese otro escenario. En primer lugar, es razonable suponer que nadie hubiera pagado un sobreprecio. Los bancos se hubieran vendido al mejor postor, con dinero constante y sonante, es decir, sin préstamos escondidos por parte del gobierno. Bajo estos supuestos, los bancos se habrían capitalizado como es debido (en vez de con créditos de origen espurio) y los dueños, con su capital en riesgo, habrían tenido el incentivo de comportarse de una manera totalmente responsable, además de que las instituciones extranjeras, sujetas al escrutinio de sus autoridades regulatorias y accionistas, habrían impedido cualquier acción irregular. En segundo lugar, por su administración profesional y con eficaces sistemas de control interno, los banqueros no habrían podido otorgarse autopréstamos. En tercer lugar, habríamos contado con bancos y banqueros del primer mundo, en lugar de aprendices sin experiencia. En suma, con una práctica bancaria profesional, nos hubiéramos ahorrado los quebrantos, los malos créditos y el colapso de buena parte del sistema bancario.
Si uno supone que la crisis devaluatoria del 95 hubiera ocurrido de todas maneras, la ausencia de un colapso bancario habría cambiado la historia de una manera radical. Para comenzar, los bancos no habrían acumulado una cartera mala de las magnitudes de la que ya existía en 1994. Pero, más importante, los propios bancos habrían tenido que responder ante sus ahorradores, algo que, dadas las circunstancias, resultó imposible como ocurrieron las cosas. De no haber dominado el falso nacionalismo de las autoridades, el Fobaproa, como mecanismo dedicado a garantizar los depósitos bancarios, habría sido algo menor, sin consecuencias serias para las finanzas públicas o el desarrollo del país.
En última instancia, el llamado “rescate” bancario representa el precio que los mexicanos debemos pagar por los enormes errores de las autoridades financieras que primero vendieron los bancos con criterios políticos y que, en lugar de apuntalar a los deudores para que estos pudieran seguir pagando sus créditos, optaron por dejar que la cartera se convirtiera en incobrable para después comprársela a los bancos. Visto en retrospectiva, es difícil imaginar un peor manejo de la crisis bancaria que el que se dio. Las autoridades hacendarias y bancarias simplemente no tuvieron la más mínima comprensión del problema y crearon incentivos perversos para que los deudores dejaran de pagar, los banqueros dejaran de cobrar y la sociedad pagara el pato. ¿Quién es el culpable de este círculo vicioso? Esencialmente ese nacionalismo mal entendido que lleva a concebir al gobierno como el protector de vidas y almas en vez de promotor del desarrollo del país, promoción que se debiera entender como la formulación de reglas claras y transparentes que no dejan lugar a dudas de los derechos y obligaciones de los actores económicos, y de la voluntad del gobierno de hacerlas cumplir sin dilación alguna.
Ahora con la operación Banamex-Citibank, el debate sobre el Fobaproa ha vuelto a cobrar fuerza. Algunos argumentan, con sensatez, que el gobierno subsidió a los accionistas de los bancos a través del Fobaproa y que ahora es tiempo de que éstos retribuyan al fisco con las ganancias obtenidas en una operación billonaria en dólares. El argumento suena plausible, pero es enteramente falaz. El Fobaproa acabó siendo una caja negra repleta de malos créditos que no supieron o pudieron administrar, cuando su verdadero propósito debió haber sido el de garantizar el ahorro del público a través de subsidios a los deudores. Si en lugar de adquirir cartera mala (y, para todo fin práctico, eliminar la obligación de pago por parte de los acreditados), el Fobaproa hubiera hecho posible el pago de las deudas existentes, los deudores no habrían tenido más remedio que pagar y los banqueros que cobrar. Pero la incompetencia de las autoridades y, mas importante, los incentivos perversos que la privatización y el “rescate” generaron, acabaron por endosar el costo del quebranto a la sociedad mexicana.
La existencia del Fobaproa hizo posible que las instituciones bancarias sobrevivieran y, con esto, se protegiera el ahorro del público. Pero el Fobaproa no subsidió a los accionistas de los bancos, como evidencia el hecho de que la abrumadora mayoría perdió íntegramente su capital. El hecho de que algunas instituciones, las menos, superaran la crisis se debe esencialmente a la calidad de su administración, a una más sana estructura de capital y a la constante recapitalización que llevaron a cabo, como lo evidencian las cifras de la operación Banamex-Citibank. En este sentido, en vez de tratar de explicar el monto de esta operación por la compra de cartera que en su momento efectuó el Fobaproa, la operación evidencia el fiasco que fue el llamado rescate bancario. El verdadero culpable del desastroso camino que siguió la intermediación financiera del país es ese falso nacionalismo que impidió, durante la privatización, la participación de bancos extranjeros con el afán de premiar a los cuates por encima del interés nacional. Es en este tema donde debemos concentrar nuestra atención para el futuro.
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