El debate sobre la legalización de las drogas en México no ha terminado de tomar impulso, pero es tiempo de que la discusión comience en pleno. Filosóficamente, el argumento sobre la libertad individual y el derecho a consumir sustancias nocivas —alcohol, tabaco y estupefacientes— es interminable y conduce a poco; si acaso, la tendencia internacional es a limitar y condenar a quienes abusan de su cuerpo y luego saturan los servicios de salud. El debate sobre los estupefacientes como tema de política pública, en cambio, es infinitamente más urgente. Conforme se acerca la votación de la Proposición 19, que legalizaría la marihuana en California, México tendrá que hacer una reflexión profunda sobre el papel que está jugando en el combate al tráfico internacional de drogas y contra las adicciones en su propio territorio. Empero, antes de comenzar este debate deben ajustarse algunos supuestos.
No hay ninguna evidencia de que la legalización de las drogas tenga un efecto directo sobre los niveles de violencia. El argumento de que una legalización unilateral por parte de México pondría fin a las disputas en el territorio nacional no tiene sentido: el mercado nacional es minúsculo —apenas unos 300 millones de dólares— contra los más de 60 mil millones de dólares que representa el mercado de Estados Unidos y Europa. La legalización en México afectaría poco —e incluso podría beneficiar— a quienes pelean por el control de las rutas de trasiego a Estados Unidos. Si a esto se suma el hecho de que los márgenes de la cocaína —que permanecerá, probablemente, ilegal— son mucho mayores que los de la marihuana y que la marihuana mexicana es cada vez menos competitiva en Estados Unidos, es difícil pensar que una legalización limitada en México o EU acabaría con el problema de la violencia, incluso si pasa la Proposición 19. Es cierto que la legalización de la marihuana debilitaría a algunos cárteles, que dependen más de sus exportaciones de ésta que de otros estupefacientes, pero aquellos que logren mantener u obtener el control del tráfico de cocaína y heroína tendrán una ventaja considerable.
No hay tampoco evidencia de que la legalización incremente o reduzca los niveles de consumo de drogas o de alcohol. No se conoce el efecto que tendría la marihuana legal sobre el consumo de otras drogas ni sobre el alcohol. Los argumentos que citan la experiencia holandesa o portuguesa no toman en cuenta que los datos son limitados y no necesariamente son un precedente adecuado para el caso mexicano. De hecho, en sentido estricto, no se puede sino especular sobre la tendencia en los niveles de consumo a corto y mediano plazo después de la legalización. De la misma forma, sólo es posible especular sobre el efecto que tendría en las finanzas públicas, dado que tampoco se sabe cómo se podría imponerle impuestos, ni si la recaudación sería suficiente para compensar las externalidades del consumo —incremento en accidentes, tratamiento de adictos y otras.
Así las cosas, México enfrenta un debate urgente en el que hasta ahora han pesado más los argumentos a medias y los temores injustificados. Es tiempo de reconocer que lo que se está proponiendo en California es todavía un salto al vacío. Un salto al que México habrá de responder.
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